martes, 14 de julio de 2015
¿Hay alguien más torpe que yo?
¿HAY ALGUIEN MÁS TORPE QUE YO?
Tito Ortiz.-
Siempre me ha preocupado mi lamentable aptitud para manejar cosas, que la sociedad proclama como “fáciles”. Hablo –por ejemplo- de todo aquello que lleva “abre-fácil”, como un brik de leche, en la antigüedad de los tiempos, llamado: Tetra Brik. Confieso que cada vez que abro un cartón de don Simón, o me pongo pingando, o salpico hasta la altura de la campana extractora. Si es de los de palanquita y de tomate, pongo de lunares la cocina cuán maestro del gotelé sangriento. Y si en lugar de los tradicionales, es de esos modernos que ya traen para desenroscar, resulta que lo hago con tal pericia, que una vez tengo el tapón en la mano, no sale nada porque no he conseguido romper el papel de aluminio que se ve desde fuera, con lo cual, el bote sigue estando herméticamente cerrado. Si lo medio rompes, y te da por apretar para que salga, desearás no haber nacido, o hacerte con un tráiler de balletas que empapen bien. Mi sino no es de ahora, ésta desgracia de impericia me viene de lejos. Soy de nacimiento infortunado. De los que, cada vez que abren un bote de medicamentos, lo hacen indefectiblemente por la parte que trae el prospecto, así que no me queda más remedio que volver a cerrar el paquetito, darle la vuelta, y entonces abrirlo por la parte que puedo meter los dedos y sacar las pastillas dichosas de la próstata, mientras entrecruzo las piernas, porque el dolor y el escozor están haciendo de las suyas.
Capítulo aparte merece mi relación con las latas de conserva. Si el abre fácil está soldado a una tapa metálica. Yo al tirar de la anilla, puedo rebanarme con toda naturalidad, las falanges distales de los dedos necesarias, como para hacerle un collar a un caníbal. Si la tapa de la lata en cuestión es de las modernas. Tipo papel metálico recio, a caballo entre el de aluminio de cocina y el tambor de hojalata – hermosa película proclamo – sólo chorreará por la pared el caldo anaranjado del escabeche de los mejillones, o el aceite de sabe dios qué, donde viene el atún sin tronco. Considero menos peligroso, volver a tirar de la anilla de aquella bomba de mano americana que sólo me daba unos segundos para alejarme, o desenroscar la P-I, con la que hice el curso de especialista en explosivos. Incluso la P-2, que se implementaba con una carga de metralla. Todo, con tal de no tener que abrir de manera fácil, todo eso que nos ofertan como si fuera lo más sencillo del mundo.
¿Por qué cuando salgo con mis amigos, soy el único que regresa a casa, con unos soberbios lamparones en la corbata? Acaso no sé, que la bronca que me espera, me hará aborrecer durante al menos tres segundos, las gambas fritas y el bocadillo de melva con pimientos. ¿Es que nadie se va a apiadar de éste torpe? Atrás quedaron los tiempos en los que presumía de ser una hacha con el abrelatas. ¡Cómo introducía yo, aquella media luna de hierro puro! en el filo redondeado de la lata, salpicando el borde con un exacto pespunte a modo de dientes de sierra, que luego con máximo cuidado levantaba, para liberar aquellos hermosos espárragos, aquellos corazones de alcachofas blancas y puras, aquellos morrones rojos y brillantes, con los que dibujaba un corazón en el vientre aconcavado, de una enriquecida ensaladilla rusa. Los que pretendían hacerme la vida fácil, no sólo la han puesto en peligro de accidente doméstico, sino que en lavadoras puestas y productos de limpieza, me la han encarecido hasta el punto de que si, Ruiz Gallardón, no se hubiera aliado con ellos y la justicia siguiera siendo gratuita, yo estaría en los juzgados en jornada de mañana y tarde, querellándome contra todos éstos listos, que en cada anuncio nos pretenden convencer de que el abre fácil existe, y no es una cuestión de Fé. Me siguen entrando sudores de muerte, cuando se me termina la botella de aceite en la cocina. Tener que arriesgar mi dedo índice, para tirar de la anillita, y luego limpiar el suelo del aceite derramado y mi propia sangre, a veces me hace desistir de prepararme el plato de mis sueños: Un par de huevos fritos con encaje, salpicados de sus correspondientes ajos fritos, más dorados que churrascados. Si soy de gustos humildes, ¿ porque se me castiga con los abre fácil? De tal forma, que le estoy cogiendo una aversión a la cocina, que en lugar de cantar por Marifé como yo hacía antes, ahora entro mirando de reojo por si me persigue el mismísimo, Alberto Chicote. Yo no me merezco esto. Si yo era de los de apretar el pulgar, para hacer descender el tapón de plata de la botella de Puleva, y darle una palmada en el culito al bote de melocotón en almíbar para quitarle la tapa metálica. ¿Por qué se me castiga con los adelantos? Tiro de la esquinita abre fácil, del envase al vacío de jamón york, y las lonchas vuelan por los aires, empapelando hasta la lámpara de la cocina. Despego la tapa de un yogur y, se me va la mitad del contenido con ella, hasta el punto de que tomo más con mis lametones, que luego con la cucharita. Al perforar con la pajita, un brik de batido lácteo de cacao, el otro día puse a mi nieto, que parecía el negrito de la hucha del Domund. Por favor que alguien me ayude... pero que no me lo ponga fácil.
miércoles, 1 de julio de 2015
TRANSALHAMBRA
“TRANSALHAMBRA”
Tito Ortiz.-
Cuando era niño de primaria, en el Grupo Escolar Gómez Moreno de la placeta de San Nicolás, al salir de clase, me sentaba en el pretil de la plaza, de espaldas a la cruz pétrea, y de frente al monumento nazarí. Allí me relajaba mirando la belleza de lo construido en la colina roja, y cuando llevaba un rato, hacía un ejercicio de concentración, que me permitía abstraerme de los que me rodeaban, y entornando los ojos, comenzaba a cambiar el piar de los pájaros por el graznido de gaviotas, la nieve trasera de Sierra Nevada, por la niebla en alta mar, el murmullo de la gente por el de la bocina de un barco, y como si toda la Alhambra se transformara en un enorme transatlántico a modo del Qeen Mary, comenzaba a escuchar la campana de la Vela, avisando a los barcos en alta mar de su cercana presencia. Era el campanario postizo de la torre, en el que yo me imaginaba, con mi gorra blanca de ancla dorada sobre la visera, y mis manos acariciando un enorme timón, barnizado a muñequilla, con goma laca, por mi padre en el taller de la calle Cuartelillo. Despacio y sin ruido, mí “TransAlhambra” zarpaba en medio de una calma chicha, en dirección a La Almanzora, buscando en las cartas de navegación, la fértil Vega de Granada. Tal vez en un estado alterado de conciencia, he llegado a ver la colina desnuda, sin la Alhambra, y es en ese momento, cuando mi mente racional me despierta, y me suelta sin paracaídas en la realidad mental, de quién es propenso a soñar en demasía.
Aunque lo de transformar la Torre de La Vela en un puente de mando no es que sea una idea original mía. Datos hay de quienes hace ya siglos, vieron en ésta torre mocha desde la cuna, la posibilidad de que marcara el destino de los ciudadanos, tanto los enjaulados en sus murallas alhambreñas, como los de extramuros de la ciudadela. De ahí que decidieran instalarle una campana, y con ella, regir los destinos de las gentes de Granada, a golpe de badajo bronceado. Según las horas y el ritmo de los toques, los ciudadanos debían regar sus tierras, rezar a las ánimas, casarse al año siguiente - si estaban tirando de la cuerda el dos de Enero en compañía de su amada - o salir corriendo a los distintos refugios antiaéreos, si en la guerra incivil la aviación bombardeaba la ciudad, como así ocurrió. Cuando mi abuela Juana, en el carmen de la placeta del Rosal en el Albayzín, comenzaba a ver que una criatura con una mano sostenía un catalejo y con la otra, hacía sonar la campana, es que la escuadrilla encargada de matar a las criaturas, estaba ya cercana. Entonces, cogía a mi madre en brazos y a mi tío de la mano, y comenzaba a dar gritos pidiendo paso Cruz Verde abajo por san Gregorio, hasta llegar a Reyes Católicos, a la casa donde nació el capitán general de la mar océana, Álvaro de Bazán, donde tenía el subterráneo más cercano para refugiarse. En más de una ocasión, cuando exhausta llegaba al lugar, el bombardeo sobre la ciudad ya había terminado. Entonces sin resuello, tocaba subir de regreso al carmen, y allí aguantar la chanza de mi bisabuelo, que sin moverse del patio, sentado en su vieja mecedora y al lado de su botijo, había aguantado un bombardeo más, sin moverse de su casa, porque si estaba de Dios, - afirmaba categórico - daba igual que corrieras, ya se encargaría la bomba de dar contigo por mucho que te escondieras. Toda una filosofía de vida, que creo haber heredado.
Escenas que durante aquellos tres años se repitieron con demasiada frecuencia, y que no estuvieron exentas de daños colaterales, tan graves o más que la propia guerra. Una de ellas la refería la abuela Juana, argumentando que existe una justicia divina, a pesar de que élla se proclamaba atea, gracias a dios. Uno de esos días de bombardeo en la capital, al llegar a la puerta del refugio, entre los sacos terreros y la cola de gente para bajar al sótano, se armó una gran cola que dio en atasco, que ni para atrás ni para adelante, con tan poca fortuna, que al llevar a mi madre y mis tíos uno en brazos y los otros dos de la mano, mi abuela quedó encajada en la puerta con las criaturas, en lo que todo el mundo definió como un principio de aplastamiento. Las sirenas sonaban, la campana de la vela también y los gritos de la gente por entrar eran insoportables así que en semejante situación dramática, mi abuela sintió como una mano la agarraba por detrás del cuello y tiraba de ella con tal fuerza, que cayó de espaldas con los tres niños sobre la acera, y lo que en principio pensó que era una alma caritativa que la rescataba del trance, no fue más que el pánico de un hombretón “valiente”, que como el dueño del Titánic, quiso salvarse a costa de quién fuera, y quería llegar cuanto antes al fondo del sótano para resguardarse de las bombas. Poco le importaba a el que delante hubiera una mujer con tres niños pequeños. En aquella confusión de gritos y golpes, mientras mi abuela se levantaba de la acera y buscaba a sus tres hijos desparramados por aquel bestia, se escuchó un chasquido de huesos al fondo del refugio, donde terminaba la escalera. El muy bestia, tiró a mi familia con tanta fuerza y descendió las escaleras con tal brío, que perdió pie y se reventó la cabeza contra el suelo muriendo en el acto. En ese instante, las sirenas callaron, la campana de La Vela cesó en su lamento, y las gentes fueron saliendo del refugio, esquivando al desgraciado y santiguándose al unísono. En aquel momento, el práctico del puerto colocó de nuevo la nave en la colina, despedí a la tripulación al pie de la escalerilla, y renacieron al color las postales más divinas. Desde entonces, subo de vez en cuando a San Nicolás, por si la nave ha zarpado y... se han olvidado de éste marinero en tierra.
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