lunes, 19 de enero de 2015
¡LOS IGUALES, PARA HOY!
¡LOS IGUALES, PARA HOY!
Tito Ortiz.-
No había rasca de Navidad, ni sorteo todos los días de la semana, ni tan siquiera, cupones de gran tamaño, con ilustraciones convenientes. Las tiras de “los ciegos” eran estrechas, de sólo tres cifras, y el sorteo se hacía cada noche a las diez, en cada provincia. En nuestra ciudad, lo patrocinó durante años en EAJ-16 Radio Granada, “Almacenes La Santa Cruz”, de don Paulino Vico, que en algún momento llegó a ser concejal del ayuntamiento, aunque yo lo solía ver tras el viejo mostrador de madera en El Zacatín, con la cinta métrica colgada sobre el cuello, y la sonrisa campechana de una institución del comercio granadino. Pero a lo que vamos. Que el cupón se pregonaba por las calles, en las esquinas más transitadas, y en los bares de más renombre, como El Aliatar, Las Bodegas San Luís, El Café Lisboa, en la esquina de Paños Ramos, - precisamente donde hoy está la ONCE- Los Mariscos o El Jandilla, sin olvidarme del Cisco y Tierra. Con un imperdible gigante, cada ciego colgaba de su solapa las tiras de lo que pregonaban como: ¡Iguales... para hoy!. Era habitual que cada establecimiento de restauración en Granada, tuviera su propio lotero, que muchas veces coincidía con el betunero, y además, un ciego de cabecera, o sea, que habitualmente montaba guardia en la puerta, pregonando los iguales con recia voz, o incluso, llamándoles por sus apellidos: La Niña Bonita para el quince. Los dos patitos para el veintidós y así hasta completar la centena, porque pregonar las cifras de ésta forma, llegó en algún momento a ser un dialecto o jerga, que sólo conocían los habituales del cupón. Algunos como mi padre, que se defendía bastante bien con los sobrenombres de los números, cuando hablaba con aquel ciego habitual que visitaba el taller de barnizado todos los días, y que le fiaba el cupón cuando la cosa estaba tiesa. Contaba mi progenitor riendo, como después de más de veinte años comprando el mismo número al ciego que ya era amigo como de la familia, una mañana mi padre se levantó con el pie izquierdo, o cambiado, vaya usted a saber... y le dijo que por favor le diera otro número, porque aquel tenía un cenizo terrible ya que en más de veinte años no le había tocado más que algún reintegro escaso. El ciego, amigo sabio le dijo: Juan no hagas eso que es tentar a la suerte. Mira que si esta noche toca te vas a tirar de los pelos. Mi padre no cedió un milímetro, así que por la noche, encendió la vieja Marconi con tapete de ganchillo, que tardaba unos minutos en dar sonido, y al poco sonó el anuncio de La Santa Cruz. Mi padre sostenía en sus manos el nuevo número de los iguales, esperando oírlo, pero Pepe del Real soltó sin anestesia, el que después de veinte años había rechazado aquella misma mañana. Mi padre juró en arameo, los gritos recorrieron todas las veletas del Albayzín, y como castigo se impuso volver al número de antaño, que jugó sin que le tocara hasta el mismo día de su muerte, decenas de años más tarde de aquel aciago día.
El destino del cupón pro ciegos, cuya idea se gestó un día trece por aquello del “malarate”, mientras hermanos se entrecruzaban tiros y bombas, decía el que me crió, que no se portaba bien con él, porque ponía en el sorteo, toda la esperanza debida para cambiar de vida, y eso no era bueno, que el que nació pobre, debería palmar en idénticas circunstancias, como ley de vida. Pero, Juan El Barnizador, se resistía a la idea de que la diosa fortuna no lo visitara, aunque sólo fuera una sola vez, y le dejara un pellizquito, como ya hizo con su compadre Serafín, barnizador como él, con el taller en la Posada del Sol, al que un buen día le tocaron los iguales, y se pudo comprar un traje nuevo y le sobró para ponerle un sidecar a la Vespa. Era la ilusión de todos los días, que años más tarde fue un buen eslogan, y que ahora nos lleva a ILUNION. Desde aquellos cupones de color sepia de la posguerra, de unidad, decena y centena, gritados en una esquina fría, al son inigualable de... ¡iguales para hoy!. De la intemperie, al quiosco de diseño calefactado en invierno, y con aire acondicionado en verano, la Organización Nacional de Ciegos, ha pasado de quitar las hambres a los invidentes de una España destruida, a la gran labor social de ponerlos a la altura de cualquier otra persona sin discapacidad. La escuela, la universidad, el deporte, las bellas artes, todo es posible hoy día, gracias a decenas de hombres y mujeres que a lo largo de la España de La Paz, han apostado por una labor cuya antorcha, nadie había empuñado hasta entonces, como defensa de los discapacitados visuales, y que hoy se amplía a otros colectivos, gracias a ellos, y a la colaboración de una ciudadanía, que en los resultados de la empresa y la fundación, ve que – como a mi padre – aunque no te toque nunca en tu vida el cupón, cada noche te vas más tranquilo a la cama si en la cartera llevas ese trocito de papel, con el que entre todos, hacemos posible lo imposible. Que un ciego sea una persona tan normal como el que ve. ¿Quincas? o endiquelas.
jueves, 8 de enero de 2015
CIEGO EN GRANADA
CIEGO EN GRANADA
Tito Ortiz.-
Despatarrado el burro, con el mismo compás abierto, con el que Curro Romero se abría por verónicas, la estampa era de belleza tal, que yo me quedaba embobado con mis ojos de niño, viendo el ritual de aquel aguador, que con rapidez y eficacia, apenas con un hilillo de agua de sus cántaras, traída desde la Fuente del Avellano, mojaba y restregaba el borde del multiusado vaso, para evitar boqueras e infecciones en el siguiente sediento, que pusiera en el, sus labios por el módico precio de dos reales de peseta, aquellos del agujerito, y saciara la sed del viandante, en el Arco de Las Cucharas, a la entrada de la plaza de Bibarrambla. Con la barbilla en el pecho, gustándose, como cuando Paula perfilaba la media verónica, el aguador escanciaba con su chisporroteo habitual, el agua fresca y cristalina de la margen izquierda del río que da oro, recogida junto al carmen del miedo, aquel abandonado a los pies de las escuelas del Ave María, del que los viejos contaban haber escuchado por las noches, lamentos de encadenados que deambulaban, mientras luces blanquecinas vagaban por el interior de la viejas cristaleras, estancia otrora salón de baile de unos marqueses venidos a menos. Los visillos de encaje, habían perdido el blanco inmaculado de sus rosetones, para acercarse mas al sepia de una postal antigua, como aquella foto en la que el abuelo, luciendo el uniforme del Tabor de Regulares, con su camisa color garbanzo, como manda la ordenanza, con su faja roja melillera, presumía de Sulham al viento sahariano, y de su Tarbuch, que le fue impuesto por el oficial al mando, en ceremonia de alta alcurnia, tras la cual tuvo que invitar a churros a todos los componentes, mientras sonaban los acordes de las chirimías en La Nuba.
Condecorado en la vigilancia de islas, islotes y peñones, había sido el orgullo de su Tabor, el año que se hundió el Titánic durante la toma de, Haddu Al-lal u Kaddur. Mientras la Gran Guerra destruía Europa, el se afanaba en consolidar las posiciones españolas en África, muy especialmente, en el Desastre de Annual, y en los felices años veinte, mientras sus vecinos fundaban la Hermandad del Cristo del Silencio en Granada, el se batía el cobre, en Taguaid, donde continuó hasta que en 1958, falleció el protectorado. Condecorado, laureado, y felicitado varias veces en la Orden del Día (Descubrirse a la Orden), metió su barra de jabón, la brocha y su navaja barbera en la vieja maleta de madera atada con una correa, y regresó al Albayzín, con tan suculenta nómina de retirado de los gloriosos ejércitos de Franco, que ni derecho a entrar en el economato le dejaron. Hasta tal punto creció su infortunio, que se vio obligado a trabajar de trapero por las casas, cambiando ropa vieja por un tazón o un plato de yeso blanquecino.
Laureado en África, y pregonero de miserias en Granada, el condecorado caballero del Tabor de Regulares de Melilla, se ponía orgulloso sobre sus harapos, el fajín rojo que tantas veces había lucido, mientras se jugaba la vida en los desiertos africanos, recordando el oropel de un pasado no muy lejano, en el que poner en juego la vida propia, no merecía más que una palmada en la espalda de su oficial al mando, y con eso se daba por más que satisfecho. Ahora, cuando el borlo del Tarbuch no repiqueteaba en su frente, ni las chirimias invitaban al desfile parsimonioso de los señores de la guerra de uniforme color garbanzo, que tanto los diferenciaba del ritmo legionario. El aguador decía: Los legionarios desfilan como huyendo de la quema, en cambio, nosotros los Regulares, lo hacemos con el empaque y el señorío de un vals vienés en un salón de Versalles. Esa es la diferencia. Todas somos tropas en África, pero el señorío de un Regular, no es comparable. Camisas verdes abiertas hasta el ombligo, no pueden compararse con la elegancia de una capa al viento, con el paso más lento y armonioso que jamás se haya descrito en un militar desfilando. Siempre ha habido clases. Y mientras relataba una y otra vez, viejas historias de escaramuzas en Alhucemas, el aguador, con movimientos mecánicos, enjuagaba una y otra vez el vaso y escanciaba a los viandantes, agua fresquita del Avellano, con cuyas ramas verdes, había tapizado las metálicas cántaras, para que los rayos de sol tardarán más en zaherirla con su temperatura. De trapero abandonado a su suerte, consiguió vender peines, brillantina y pastillas de jabón de estraperlo, hasta poder comprarse unas cántaras de segunda mano, y un amigo fiel, emparentado con Platero, al que puso por nombre, ”Voluntario”, en recuerdo al día en que él mismo, siendo un chiquillo, se acercó al banderín de enganche, procurando quitar una boca de las que se sentaban a comer en su casa, donde sobraban cucharas y faltaban platos. Por cierto; Ni se les ocurra pensar que mi aguador del Arco de Las Cucharas, tiene algo que ver con ese engendro, que un mal día se colocó en la Plaza de La Romanilla. Quién hizo eso, primero, no había visto un aguador granadino en su vida. Y segundo; sentía mucha, pero que mucha pena por ser... Ciego en Granada.
viernes, 2 de enero de 2015
DOCTORÁNDOME EN FLAMENCO
DOCTORÁNDOME EN FLAMENCO
Tito Ortiz.-
Tengo el vinilo de Rafael Romero, “El Gallina” gastado, de tanto estudio comparativo entre El Polo y La Caña, sus diferencias y como reconocerlas en el oído al instante. Son manías de viejo aficionado que, empeñado en saber de flamenco desde mi infancia, descubro que el arte gitano andaluz, es como la asignatura interminable, de una carrera universitaria sin fin, donde los conocimientos afloran, conforme comparas y encuentras distintos intérpretes, que aportan su sello personal al cante en cuestión. Así que ya que estaba metido en harina, he continuado con La Serrana, su correspondiente Macho, sin olvidar el comienzo por la Liviana. Tu te crees que el asunto va por Seguiriyas, pero a poco que el guitarrista quiera, te sacará de dudas y, pronto te darás cuenta que estás en otro palo. Porque esto de estudiar flamenco, es como el juego de las siete y media. Un juego vil que no hay que jugarlo a ciegas, por juegas cien veces... mil, y mil veces que té pasas o no llegas. Y si té pasas es peor, porque indica que eres del otro deudor, o sea, que no has estado atento a la falseta de la guitarra, ni a la salía del cantaor. Y esto que debería estudiarse en La Sorbona, Oxford, o Cambrige, resulta que no te lo explica nadie, a no ser que tengas un buen amigo que te saca de la ignorancia flamenca que arrastras, cuantos más años de aficionado sumas a tu trayectoria en el arte.
Llevo desde la transición escuchando el soniquete de que, el flamenco debe estudiarse en las escuelas como asignatura obligada, y tengo la sensación de que cuando la Meripen, o Moriben venga a por mí, el flamenco no habrá entrado aún en las aulas, tal y como se merece un arte Patrimonio de La Humanidad. Mi amigo Calixto Sánchez, que para eso es profesor, tiene un método listo para ser aplicado, desde que tenía el pelo negro, y cantó en aquel amanecer de la placeta de Los Aljibes de La Alhambra, traído a cerrar el Concurso de la Peña de La Platería, y no hay forma de generalizarlo, con la fuerza y contundencia con la que un catalán promociona la sardana. Que ya hay que tener valor para promocionar semejante corro, soso y triste, donde los haya. Alejado de mis sesenta, sigo estudiando el flamenco en la soledad de mi habitación, entre elepés negros, sencillos de cuatro cantes y viejas cintas de cassette, que se me paran y estiran, por razones de la edad. A éstas alturas es lo único que se me estira, la cintas y el cuello, cuando escucho el quejío de Juanillo “El Gitano” en su cueva de Sacromonte, grabado en mi viejo magnetofón de carrete abierto, haciendo esos cantes de la Granada cantaora, irrepetible y eterna, que jamás ha podido ser copiada por el resto de las distintas andalucías. Cierro los ojos y veo a Fuensanta, “La Moneta”, bailando en la “Verea denmedio” al ritmo de La Serrana, y sigo estudiando, prendido ahora de la belleza de ésta gitana, que aborda con su mantón, la Liviana de entrada. Cante y baile irrepetible en un tablao de La Alhambra, que habla de originalidad y rito en lo jondo de Granada. Y sigo estudiando y me detengo, para llevar el brazo del tocadiscos otra vez hacia atrás, y pongo la aguja en el mismísimo surco del arte, y el viejo altavoz de rejilla dorada de mí pikú alquilado, me devuelve el eco inconfundible de don Antonio Ranchal y Álvarez de Sotomayor, interpretando con la elegancia flamenca de quién lleva pañuelo blanco en el bolsillo de la chaqueta, un fandango de Lucena, cuya letra dedicada a La Virgen de Araceli, habla de una visita del pecador a su Patrona.
Explicarle a mi amigo Günter, director de la Joven Orquesta de Colonia, que el Mirabrás y la Rosa, eran familia de las Alegrías, como las Romeras y Los Caracoles, me llevó en los setenta toda una gira por Andalucía, que me encargó mi admirado, Dámaso García Alonso, presidente perpetuo de Juventudes Musicales en Granada. Pero de aficionado a músico, fue mucho más difícil explicarle que todos esos cantes entran al toque por Soleá, ahí ya el orondo alemán, comenzaba a tener palpitaciones, los ojos se le volvían blancos y me pedía por piedad una sangría bajo el sauce que cubría el viejo kiosco de madera pintado en verde, de La Mimbre, lugar donde el eco de la Cuesta de Los Chinos, devolvía mis torpes intentos de demostrarle por qué La Media Granaína, era más difícil de interpretar que la Granaína entera, y que ambas podían confundirse con la entrada por Malagueñas. Ahí era donde Günter Hässy se desesperaba y me decía que era imposible que, el arte flamenco, fuera más difícil de estudiar que la música clásica, así que yo le recitaba de carrerilla para ponerlo más nervioso, la lista de los compositores nacionalistas que se habían acercado al flamenco, sin llegar al contacto íntimo transcrito a un pentagrama, del que podía presumir Manuel de Falla, pero claro, por muy adusto que fuera el músico de La Antequeruela, en algún sitio de sus cromosomas, tenía que tener por fuerza, la enjundia de La Perla de Cádiz, El Mellizo, o el mismísimo, Pericón. Como yo no hablo alemán y Günter entonces tampoco español, ambos teníamos que esperar la traducción de nuestros argumentos, a cargo de un compañero de la orquesta, que había estudiado nuestro idioma con un profesor mexicano, con lo cual, era desternillante ver al corpulento y rubio alemán, decir cosas como: ¡Buenos días compadre?, O, ahora mismito nos vamos cuate. Aquella gira andaluza fue inolvidable, y yo sigo estudiando el flamenco, por si Günter aparece por aquí de nuevo, cosa que suele hacer con cierta frecuencia. Tengo previsto explicarle, el cambio de Manolito María, en la Seguiriya, a ver si ya le da un síncope y no hay sangría que lo remedie.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)