jueves, 8 de enero de 2015
CIEGO EN GRANADA
CIEGO EN GRANADA
Tito Ortiz.-
Despatarrado el burro, con el mismo compás abierto, con el que Curro Romero se abría por verónicas, la estampa era de belleza tal, que yo me quedaba embobado con mis ojos de niño, viendo el ritual de aquel aguador, que con rapidez y eficacia, apenas con un hilillo de agua de sus cántaras, traída desde la Fuente del Avellano, mojaba y restregaba el borde del multiusado vaso, para evitar boqueras e infecciones en el siguiente sediento, que pusiera en el, sus labios por el módico precio de dos reales de peseta, aquellos del agujerito, y saciara la sed del viandante, en el Arco de Las Cucharas, a la entrada de la plaza de Bibarrambla. Con la barbilla en el pecho, gustándose, como cuando Paula perfilaba la media verónica, el aguador escanciaba con su chisporroteo habitual, el agua fresca y cristalina de la margen izquierda del río que da oro, recogida junto al carmen del miedo, aquel abandonado a los pies de las escuelas del Ave María, del que los viejos contaban haber escuchado por las noches, lamentos de encadenados que deambulaban, mientras luces blanquecinas vagaban por el interior de la viejas cristaleras, estancia otrora salón de baile de unos marqueses venidos a menos. Los visillos de encaje, habían perdido el blanco inmaculado de sus rosetones, para acercarse mas al sepia de una postal antigua, como aquella foto en la que el abuelo, luciendo el uniforme del Tabor de Regulares, con su camisa color garbanzo, como manda la ordenanza, con su faja roja melillera, presumía de Sulham al viento sahariano, y de su Tarbuch, que le fue impuesto por el oficial al mando, en ceremonia de alta alcurnia, tras la cual tuvo que invitar a churros a todos los componentes, mientras sonaban los acordes de las chirimías en La Nuba.
Condecorado en la vigilancia de islas, islotes y peñones, había sido el orgullo de su Tabor, el año que se hundió el Titánic durante la toma de, Haddu Al-lal u Kaddur. Mientras la Gran Guerra destruía Europa, el se afanaba en consolidar las posiciones españolas en África, muy especialmente, en el Desastre de Annual, y en los felices años veinte, mientras sus vecinos fundaban la Hermandad del Cristo del Silencio en Granada, el se batía el cobre, en Taguaid, donde continuó hasta que en 1958, falleció el protectorado. Condecorado, laureado, y felicitado varias veces en la Orden del Día (Descubrirse a la Orden), metió su barra de jabón, la brocha y su navaja barbera en la vieja maleta de madera atada con una correa, y regresó al Albayzín, con tan suculenta nómina de retirado de los gloriosos ejércitos de Franco, que ni derecho a entrar en el economato le dejaron. Hasta tal punto creció su infortunio, que se vio obligado a trabajar de trapero por las casas, cambiando ropa vieja por un tazón o un plato de yeso blanquecino.
Laureado en África, y pregonero de miserias en Granada, el condecorado caballero del Tabor de Regulares de Melilla, se ponía orgulloso sobre sus harapos, el fajín rojo que tantas veces había lucido, mientras se jugaba la vida en los desiertos africanos, recordando el oropel de un pasado no muy lejano, en el que poner en juego la vida propia, no merecía más que una palmada en la espalda de su oficial al mando, y con eso se daba por más que satisfecho. Ahora, cuando el borlo del Tarbuch no repiqueteaba en su frente, ni las chirimias invitaban al desfile parsimonioso de los señores de la guerra de uniforme color garbanzo, que tanto los diferenciaba del ritmo legionario. El aguador decía: Los legionarios desfilan como huyendo de la quema, en cambio, nosotros los Regulares, lo hacemos con el empaque y el señorío de un vals vienés en un salón de Versalles. Esa es la diferencia. Todas somos tropas en África, pero el señorío de un Regular, no es comparable. Camisas verdes abiertas hasta el ombligo, no pueden compararse con la elegancia de una capa al viento, con el paso más lento y armonioso que jamás se haya descrito en un militar desfilando. Siempre ha habido clases. Y mientras relataba una y otra vez, viejas historias de escaramuzas en Alhucemas, el aguador, con movimientos mecánicos, enjuagaba una y otra vez el vaso y escanciaba a los viandantes, agua fresquita del Avellano, con cuyas ramas verdes, había tapizado las metálicas cántaras, para que los rayos de sol tardarán más en zaherirla con su temperatura. De trapero abandonado a su suerte, consiguió vender peines, brillantina y pastillas de jabón de estraperlo, hasta poder comprarse unas cántaras de segunda mano, y un amigo fiel, emparentado con Platero, al que puso por nombre, ”Voluntario”, en recuerdo al día en que él mismo, siendo un chiquillo, se acercó al banderín de enganche, procurando quitar una boca de las que se sentaban a comer en su casa, donde sobraban cucharas y faltaban platos. Por cierto; Ni se les ocurra pensar que mi aguador del Arco de Las Cucharas, tiene algo que ver con ese engendro, que un mal día se colocó en la Plaza de La Romanilla. Quién hizo eso, primero, no había visto un aguador granadino en su vida. Y segundo; sentía mucha, pero que mucha pena por ser... Ciego en Granada.
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