lunes, 8 de junio de 2015
PIRULINEROS
PIRULINEROS
Tito Ortiz.-
Antón, Antón, Antón Pirulero, cada cual, cada cual que atienda su juego, y el que no lo atienda, pagará una prenda. Éste canto de corro como el de, A la Rueda de Chuchurumbel, pasa un Carro Lleno de Miel, son las canciones que en los cincuenta cantábamos los niños... bueno mejor dicho, las niñas, porque nosotros éramos hombres y estaba muy mal visto que jugáramos a la rueda, o a la rayuela. Esos eran juegos de ellas. El nuestro, el de los niños era “La Lima”, aunque ellas también se atrevían con aquel lanzar la lima y clavarla en el suelo. Bueno, alguno y alguna terminaron más de una vez en La Casa de Socorro, por clavarse el afilado artilugio en el pie, propio o ajeno. Lo que sí podíamos hacer todos era lamer una piruleta como era la costumbre, o mascar un chicle “Bazoka”, con una sola O, de fabricación española, aquel recio a la dentada, redondo como una perragorda, y de tres alturas al grosor de una moneda de diez reales, que aunque pequeño tambor rosa, sólo costara cincuenta céntimos de peseta, para nosotros era todo un lujo poder acceder a su compra, y competir con la chiquillería, a ver quién hacía la pompa más grande sin que se le explotara. Cuando las madres no tenían para que te compraras uno, te decían que eso era muy malo y que al final, se te caían los dientes con tanto chicle. Lo mismo ocurría si abusabas de los “pistolines”, fabricados por El Monaguillo, con aquel sabor inolvidable a mentol que tanto suavizaba la garganta y despejaba la nariz. Hubo un tiempo en que también se vendían en farmacias. Medicina pura.
Había en el Albayzín un pirulinero de grande y noble estirpe, especialista en hacer figuritas de caramelo rojo translucido, sujetas por un mondadientes, y que llevaba por las calles, hincadas en una patata, que a su vez portaba en una pica, a modo de chuzo. Hombretón alto y de recia voz, el pirulinero albaycinero, no sólo modelaba el caramelo en forma de cono penitencial a la usanza de la clásica piruleta, sino que también las hacia redondas cuán moneda de diez duros. Por diez céntimos de peseta una piruleta, cuando ya faltaba poco para que Fidel entrará en La Habana, falsamente abrazado al Ché. Era un precio razonable para la época, sobre todo teniendo en cuenta que podías elegir varias formas del caramelo, entre las ya mencionadas; La estrella, el pajarito, el martillo, o el caballito. Con el tiempo las autoridades obligaron al pirulinero, a envolverlas en un papel de celofán para protegerlas del polvo, pero en un principio, las piruletas albaycineras se vendieron desnudas, como el pregón de su hacedor. Manos, lengua y labios, terminaban del mismo color de la piruleta, sino también alguna parte de la ropa de cristianar, con lo que te llevabas una buena reprimenda, porque el caramelo, con agua fría y jabón lagarto no salía muy bien de la prenda, que dijéramos. En aquella Granada de inicio del seiscientos, era habitual escuchar el pregón de los piriluneros, entrecruzarse por el Zacatín con el de los barquilleros... ¡barquillos de canela... al rico parisien!... El de las almendras tostadas o garrapiñadas. El de las patatas asadas... perdices... el de los garbanzos tostados, el del paloduz, las almencinas y las maoletas. Estas últimas se vendían con la provisión de una caña de a cuarta, con el fin de que con el hueso del fruto, acertaras en el cogote de tu enemigo como si de una cerbatana mortal se tratara. Conseguido el objetivo... pies para que os quiero. Si en lugar de la nuca, le acertabas en la parte trasera del pabellón auricular, el asunto era ya de premio muy gordo, porque el dolor se multiplicaba por diez.
Tuvo la piruleta una postguerra de apogeo, desde su nacimiento en una humilde caldera de cobre albayzinera, al fuego del carbón de bolas, a la luz de una bombilla de diez con su limitador correspondiente, y el azúcar de estraperlo. La piruleta arrancó más de una sonrisa, a niños y niñas escuálidos, raquíticos por la poca o nula alimentación. Rapados al cero por piojos o sarna. Con los ojos hundidos en sus cuencas y las ojeras violáceas, como niños apestados en el barrio, porque sus padres habían sido fusilados o encarcelados por los nacionales, y eso era motivo de escarnio popular, y de estigma imborrable. Había madres que prohibían a los suyos jugar con ellos, sólo porque eran hijos de los rojos, y eso era lo peor que se podía ser entonces. En ese albayzín que se debatía entre los callos de “El Pañero”, y el botijo de agua que el Cabo Colomera, tenía colgado de un gancho, a la entrada del cuartel de las cuatro esquinas, todavía existía la posibilidad de la esperanza. Los niños lo sabíamos cuando íbamos al obrador de “El Coronel”, a comprar una peseta de recortes de pasteles. Sí, los restos de cortar las porciones, lo que quedaba de la crema pastelera, las esquinas de la masa o de la hoja, todo amalgamado en un papel de estraza, servía para darnos un festín, cuando el precio de un pastel no estaba al alcance del bolsillo de nuestros padres, porque tal vez no teníamos para pan y chocolate durante el recreo en el Colegio de Doña Pura, en el paredón frente a la iglesia de San José, en esa casi plazoleta, en la que años más tarde, Enrique Morente, con su mano apoyada en mi hombro, le cantó una saeta al Cristo del Silencio, que todavía resuena en los campanarios de Granada, porque su voz gira incesante, las veletas de los gallos, frente a La Alhambra.
Y pensar que todo empezó... lamiendo una piruleta. Cada vez estoy más convencido, de que ya sólo soy: un fantasma con memoria.
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