miércoles, 27 de mayo de 2015
SACRAMENTO
SACRAMENTO
Tito Ortiz.-
Sólo un valiente como, Miguel Sánchez Ruzafa, puede abordar el hecho sacrificado y tenaz, de poner en pie sobre las tablas del Isabel La Católica, la zarzuela prácticamente desconocida, “Sacramento” de nuestro paisano, Luís Megías Castilla, ambientada en nuestro internacional e incomparable barrio del Sacromonte, y sus gentes irrepetibles. Obra en cuyo pentagrama se intuye el aroma flamenco, ha necesitado de una labor extraordinaria de arqueología musical por parte de Ruzafa, para llegar a captar toda la intensidad que Megias quiso imprimirle, y que apenas dejó para la posteridad en media docena de instrumentos, que el de Sax, ha tenido que orquestar en toda su dimensión. Con la formación titular del teatro, y la Asociación Musical Federico García Lorca, Ruzafa y Palomar Faubel, constantes y disciplinados como cuando estaban en la Banda de Música de La Novena Región Militar a las órdenes de Julio Marabotto Brocco, se empecinan – que Dios los premie por ello – en ofrecernos cada pocos meses, lo mejor de nuestro acervo musical granadino, en la mayoría de las ocasiones desconocido, desde el desinterés y la generosidad para con ésta ciudad que espero algún día les rinda tributo de admiración, por todo lo que musicalmente están haciendo por ella.
Devolver a la memoria de Granada, -desmemoriada con inusual frecuencia-, la figura de Luis Megias Castilla, es valorar con justicia la trayectoria de un músico, que de no haber coincidido en el tiempo, con otros de especial significación, hubiera alcanzado las cotas de popularidad, que si obtuvieron sus coetáneos, y que en justicia a él, le debemos. Ruzafa y su olfato investigador, nos obliga a interesarnos por éste gran artista granadino de principios del siglo XX, que llegó a dominar una docena de instrumentos de cuerda, incluidos los de plectro, y que desde himnos a obras ligeras, por formación y devoción, se adentró en la composición y en la dirección de orquesta y otras formaciones, entre ellas la banda municipal, sin la que es imposible explicar, la historia musical de nuestra ciudad en los dos últimos siglos. Megías Castilla fue un músico pleno, imbricado con su tierra hasta el punto de aportar su arte, a las tradiciones populares y festivas, desde un punto de vista cultural y enriquecedor. Su zarzuela “Sacramento”, de haber contado desde un principio con la orquestación que Ruzafa le ha practicado, no dudamos que hubiera entrado en el circuito de la época, y hubiera pasado entonces, a ser una más del repertorio del mal llamado, género chico, junto a otras obras de similar calado que por su tipismo y costumbrismo, se han venido representando con la frecuencia habitual de éstas obras líricas. Luís Megias Castilla, fue un músico vocacional, que pese a su juventud, antes de ser proclamada la república, ya estaba considerado como un profesional de reconocido prestigio, como lo demostraba su pluriempleo en materia docente e interpretativa, pues no hay que olvidar que en aquellos primeros años del siglo XX, no era nada fácil sobrevivir con un solo sueldo, por muy bien que sonara el instrumento, de ahí que tuviera que compatibilizar, tanto su labor creadora, como la interpretativa o la dirección de formaciones, dedicadas a la música religiosa, clásica o profana, como era obligado a un músico de aquellos años, que pretendiera comer un par de veces al día y formar una familia, cuyos hijos también lo hicieran. Por eso éstos tres últimos días de Mayo, tenemos que abarrotar el Isabel La Católica, como homenaje a esos granadinos que tanto dieron por nosotros, retratándonos en una música que va pegada a nuestra epidermis, como el gran Luís Megías Castilla.
Debemos los granadinos agradecer, tanto a Ruzafa como a Lirio José, y a todos los hombres y mujeres que les siguen ciegamente en el trabajo ilusionante de trabajar por nuestro patrimonio musical, el hecho de desempolvarlo, si no, desenterrarlo como es el caso, y elevarlo a la categoría de repertorio con la normalidad de quienes son movidos sólo por el desinterés y el deseo de agradar a los demás, con dos instrumentos que valen su peso en oro: La Orquesta Titular del Teatro Isabel La Católica, y la Asociación Músico Coral, Federico García Lorca, dos formaciones de cuya solvencia musical nadie duda, y que de residir en otra ciudad, estamos seguros que ya habrían alcanzado los máximos reconocimientos. Pero los granadinos... ya se sabe que para reconocer a los nuestros, nos tienen que dar con un ladrillo en el codo, como para pagar la “conviá”. Que como no pongan tapa en ese bar, es que ni lo pisamos.
domingo, 10 de mayo de 2015
EL HERALDO DE GRANADA
EL HERALDO DE GRANADA
Tito Ortiz.-
Destapose el jubón el ilustrado y, al tiempo asomaron colganderas sus vergüenzas, de hasta tal punto sorprendentes para su edad, que la gentil doncella, quedose prendada de tales atributos y mostrose apetecida de ser saciada. Moza recia de campesina estirpe, jamás hubiere sospechado, que aquel sesentón escribano, al servicio del conde duque, calzara de forma tan menesterosa, bajo aquella apariencia de encorvadura natural de su espalda, nariz acabalgada suficiente para sostener media docena de binóculos, andares espaciosos, pero aún tiempo, galante y cariñoso, chispeante en la ocurrencia, y modélico en la galanura. Bajo los párpados plegados de su rostro, el juvenil verde de sus ojos, contrastaba con el semblante obediente de su cara, fiel a los años reflejados en el acta bautismal de su colegiata. Soldado del imperio en ultramar, sus escarceos amorosos con damas bien casadas, le habían cosechado no pocas escaramuzas, de las que saldó con fortuna, gracias a su habilidad con la espada, tan sólo superada por su pluma. Condición de bachiller tenía el anciano, y esto propició que la nobleza protegiera sus hazañas de juventud, tanto en lejanos terrenos conquistados, como en cercanas alcobas nobiliarias.
Dada su formación, experiencia, y sobre todo, su discreción a prueba de sangre comprobada, gozó el letrado militar del favor sin condiciones, de familias por la corte bien tratadas. Vivió sin estrechuras, gozando de privilegios y favores merecidos, dada su fidelidad sin límites, y lealtad a fuego comprobada. Discreto a más no poder en reuniones, sincero en el juicio demandado, nunca tomó iniciativa que no le correspondiera, ni presumió de saberes, tampoco de protecciones, ni de inquebrantables adhesiones. Sabedor de altos secretos a él confesados, jamás sus labios osaron mancillar la confianza de sus amos, más al contrario, con el pasar de los años, se fue solidificando la rectitud de su proceder jamás cambiado, ni aunque se hallara envuelto en juegos, chanzas, o altercados. Siempre su juicioso proceder exacto, mantuvo a salvo lo escuchado, sin dar oportunidad, por pueril que ésta fuera, de arriesgar el contenido de su mente, que acaso ser en otra cabeza almacenado, bien pudiera haber sido vomitado, en noches de posadas y tabernas, en presencia de casquivanas criaturas, de holgados escotes y muslos prensiles, de los que a determinadas horas de la negra madrugada, es del todo imposible zafarse, y menos aún, escurrirse por lo ebúrneo de sus nalgas.
Debilidad probada tuvo siempre el infanzón, al bruñido de unos glúteos sin sus bragas, a los pezones de unas ubres levantadas, y a los labios de una moza enamorada, pues no hay espigón que pueda detener, el oleaje embravecido de una hembra acalorada, cuando se planta ante su presa, arremangándose el refajo, desbridándose el corpiño y, soltando al viento su melena con resuello de tempestad en su garganta. A veces, los aguerridos turcos en batalla, no atemorizaron tanto al heraldo de Granada. Hombre de aplomo y prestancia, que ahora con rubor se espanta, de ese infortunado descuido que sus noblezas ensalza, a los ojos de una mujer de experiencia bien probada, en asuntos de entrepierna, entre su alcoba y la de su ama, ya que de por sí tiene asumido, que en ocasiones contadas, cuando el conde-duque reclama, cuán doncella enamorada, satisface al caballero de la casa, sin olvidar que en buena lid, éste también la agasaja, no sólo con lisonjas al oído recitadas, sino que a placer deja caer su lengua, por donde ella le señala, y de aquesta forma los dos, con deleite sobre la almohada, gozan de los placeres a pachas, sin que terminada la contienda bajo el dosel celebrada, haya lugar al enojo por desnivelada balanza. Ambos muy al contrario, chascarrillean con holganza, a cerca de su intercambio de fluidos en el tálamo celebrada, por el señor de la casa, y la mujer de confianza. La misma que ahora sonríe ante el heraldo, bien plantada, admitiendo sin convicción que no haría ascos al acreditado bachiller, si al punto le asegurara, que en justa correspondencia ella también gozara, ya que es de justicia, que la romana en horizontal se apalancara, e hiciese para que sea así, lo que fuere pertinente, el bachiller de la españas, aquel que en época de épicas y cantares, salió airoso en multitud de ocasiones de iguales trances, pues no debe tomarse a burla, su más que acreditada semblanza, que en cuestiones de amoríos, no le fue nunca a la zaga, ni al mismísimo Tenorio, y mucho menos, a su predecesor, El Burlador de Sevilla.
Se emboza el heraldo sobre su faz ajada, esboza sonrisa entre socarrona y resignada, se atusa el mostacho, toca el amplio sombrero por su ala, y con ademán de reverencia, al tiempo que excusa la insinuación de la dama, inicia la huida por la puerta a la antesala. Todo, con tal de no tener que argumentar ante dama tan lozana, que un músculo agarrotado, próstata maligna llamada, le hace temer lo peor, cuando de dar la talla se trata. Que no son los decenios amortizados, ni tan siquiera la vista cansada, que es un dolor omnipotente, que por las ingles té apresa, cuán torniquete hilarante, que al sonar de las deseosas trompetas, a base de escozor, dolor y picante, le hace al caballero levar la puerta de su pescante, renunciando sin querer a lo que siempre deseó antes. Ay, señor, con lo que yo he sido de galante.
viernes, 8 de mayo de 2015
UN MARCHENERO DE PRÓ
UN MARCHENERO DE PRO
Tito Ortiz.-
Nos estábamos tomando un vino costa en la barra del Bar Provincias, acompañado de unas alcaparras en vinagre, cuando le confesé mi admiración por Pepe Marchena. En ese momento, Enrique Morente, me puso la mano en el hombro, y dijo: coge el vaso y vamos a sentarnos, que eso requiere una conversación. A partir de ahí, el de la Cuesta de San Gregorio, comenzó a desgranar su sapiencia a cerca de la trayectoria humana y artística de, José Tejada Martín, conocido en sus comienzos como, “El Niño de Marchena”. Yo que casi lo había dicho con la boca chica, pensando que le podía molestar, pero todo lo contrario. Enrique, tenía toda la enciclopedia del cante en la cabeza, con el historial de cada uno de sus intérpretes, y de Marchena, lo sabía todo, lo cantaba todo, y se recreaba en anécdotas que pocos conocíamos. De Pepe Marchena me contó, que su aportación al flamenco había sido tan importante, que había puesto de acuerdo a insignes artistas, incluso aquellos que no conocían el flamenco. Porque, que Carmen Amaya dijera, que era una pena que no fuera gitano, eso era un piropo como para perder el sentido. Lo mismo que Concha Piquer, o Andrés Segovia elogiaron su arte. Pero conseguir que don Manuel de Falla dijera, que Pepe Marchena atesoraba en su voz, la pureza cristalina de un manantial serrano, o que Greta Garbo afirmara que el fuego de la raza española, crepitaba en la hoguera de su cante, era ya un reconocimiento de extraordinarias dimensiones, que fue jalonado por el mismísimo, Charles Chaplin, que sostuvo a cerca del marchenero, que lo envidiaba porque al oírlo, las mujeres se emocionaban, mientras que con él, solo se reían. Y todo éste rosario de historia del flamenco, fue salpimentado por Morente, con inicios, acabás o, medios cantes de Marchena, entre los que no faltaron fandangos, de los que algún tozudo todavía mantiene que se trata de un cante menor. Unas malagueñas de quejío hondo, o una colombiana que no hay “dortores”. Ese Morente Marchenero, cantándome al oído por la calle Oficios, camino de “El Faquilla”, queda sólo para mí, y las estrellas que iban alumbrando nuestros pasos en dirección al Realejo.
Morente, ha sido de los pocos cantaores – tal vez el único - con los que he podido hablar de flamenco y música, sin tener que cambiar de registro mental para hacerme entender. El pentagrama melódico de Enrique, abarcaba todas las corcheas y semicorcheas, fusas y semifusas, y sobre todo, todas las musas, que un genio necesita para atraer la atención tanto de una mente cerrada, como de otra cultivada. El diálogo sencillo y directo del sumo pontífice del flamenco, era de una clarividencia, que se hacía entender con la sutileza embriagadora de un Gustav Mahaler, en el Adagietto de su quinta sinfónía. Para que te gustara Morente, no necesitabas saber de flamenco, esa era la grandeza de la genialidad creadora morentiana. Tu vas al arte, por Morente, si además de eso, té quedas en el flamenco... ole tú.
Había muchos morentes, en Morente. La historia oficial dice que aprendió de, “El de La Matrona”, y “Aurelio Sellés”, pero no es menos cierto que a pesar de estar muertos, también aprendió de Chacón, de La Niña de Los Peines y hasta del mismísimo Juanito Valderrama, del que sin sonrojarse, se mostraba admirador y discípulo, al menos, así lo sostuvo ante mí. De Valderrama admiraba Enrique, su amplio conocimiento de todos los cantes, su garganta de privilegio para bordarlos, y su magisterio involuntario, repudiado por grupúsculos de talibanes flamencos, que nunca le perdonaron que sabiendo más que ellos, y ganándoles la partida en el pulso creativo, abarcara la actuación en el cine, y la interpretación de la copla, algo a lo que ellos no podían aspirar, ni viviendo cien vidas. Enrique Morente, valoraba la aportación de Valderrama al arte gitano andaluz, como una de las imprescindibles para comprender el verdadero significado de lo hondo. Al contar la historia del flamenco, sin menospreciar a nadie, Enrique mantenía que para que ésta estuviera completa, había que contar con Marchena y Valderrama, incluso con la Niña de La Puebla, a la que respetaba y admiraba con auténtica devoción. Abierto a todos los estilos flamencos y sobre todo, a todas las músicas, Morente era un creador, que se dejaba impregnar por todos aquello que pudiera enriquecer su creatividad, ya fuera un coro de voces búlgaras, El gran Sabicas, o los rokeros, Lagartija Nick. Un creador como él, sin límites en el arte, podía permitirse el lujo de abrir el abanico de su flamenco, hasta salpicar con su aire, otras artes con aroma en primera persona. El Chanel número cinco del flamenco, es lo que tiene.
Que un artista de cualquier rama, reconozca sus influencias, sus gustos, sus referentes y devociones, lejos de empequeñecerlo, lo hace más grande, a los ojos de quienes los admiran. A Enrique Morente, le escuché en repetidas ocasiones, los elogios más cariñosos y sapientes, que Camarón haya podido recibir de persona alguna. Del que podría considerarse su máximo competidor, Morente no dudó nunca en admirarlo y reconocerle su genialidad interpretativa, lo que deja entrever, la grandeza de alma y la categoría humana y artística del albaicinero, con respecto al de la Isla de san Fernando. Tuve la gran suerte de presentarlos a los dos en varias ocasiones, incluso en aquel mano a mano de la peña Frasquito Yerbagüena, que llovió y hubo de suspenderse, para celebrarlo una semana más tarde bajo techado, en los jardines Neptuno. Los que tuvimos la suerte de compartir camerinos con ellos, sabemos de su admiración mutua y de la cordialidad que reinaba en sus encuentros. Los gitanos que vinieron, hasta de Francia para ver a Camarón, se rompieron la camisa, cuando Morente abrió la noche por tangos. Es de esas noches, que no se te borran de la memoria ni a martillazos, fue un lujo estar allí, junto a ellos y ver como el público no los dejaba bajarse del escenario. Esa educación exquisita de Morente ejerciendo como anfitrión, y ese decir flamenco con mando en plaza, cautivó a unos y otros, porque al final, por muchas vueltas que le demos, la verdad no tiene más que un camino, y cuando un genio domina su arte, con el, domina a las masas. Enrique Morente, ha sido lo mejor que entre dos siglos, le ha pasado a Granada, y su quejio, eterno e inapagable.
domingo, 3 de mayo de 2015
BISCÚTER MON AMOUR
BISCÚTER MON AMOUR
Tito Ortiz.-
La chiquillería del bajo Albayzín éramos así. Todos una piña, más que amigos, hermanos, que nos alegrábamos de lo que ocurría en casa del vecino, como si fuera en la nuestra. Cuando el padre de Felipe Castro, apareció en el callejón del Señor, número trece, con la primera televisión del barrio, los gritos y vivas se escucharon hasta en la casa de La Lona durante varios días. Y más, cuando nos permitían entrar a sentarnos en el suelo a ver por las tardes, “Silla de Pista”, con Boliche y Chapinete, o el “Telepequediario”. Así que en el ángulo que forman las calles, Hospital del Corpus Christi y de Peregrinos, entre la muralla natural de la calle de Elvira, y la Cuesta de San Gregorio hasta llegar a la Cruz Verde, todos éramos uno. Sus familias eran mi familia y la mía las suyas. No llamábamos a la puerta para entrar, un día merendabas en una casa y al otro en la siguiente, al tercero tocaba en la tuya, y todo se hacía con una naturalidad de lo que era justo y normal en la época. Compartir un humilde hoyuelo de pan de hogaza con aceite, era motivo de alegría. Un día te lo daba tu madre, y al siguiente cualquier vecina. El barrio imprime carácter, y une a las criaturas con unos lazos más fuertes, que la sangre del mismo grupo, o un idéntico ADN. Todavía saludo a aquella niña rubia de ojos celestes, que ahora vive junto al mercado de san Agustín, como si acabáramos de jugar al escondite o de saltar a la comba. Por eso dábamos saltos de júbilo, el día que el padre de, José Carlos, al que llamábamos “El Gasolinas”, porque su progenitor se dedicaba a reparar los surtidores de las estaciones de servicio, cambió su viejo Biscúter, - aquel que los niños le ayudábamos a aparcar levantándolo en peso – por un modernísimo Gordini, aquello constituyó un auténtico revuelo en el barrio. Aquello nos colocaba a todos en el nivel social de los del barrio de la Magdalena, o como mínimo, del Realejo. La vida estaba cambiando y nosotros éramos testigos de excepción, con derecho a disfrutarlo y sobre todo, contarlo.
El Biscúter de “El Gasolinas no era ninguna tontería. En su momento significó dejar atrás la moto, Lambretta con sidecar, donde su madre, fallecida prematuramente, se sentaba con un pañuelo anudado al cuello para no despeinarse, y dar el paso cualitativo de acceder a las cuatro ruedas, sin puertas ni techo, pero cuatro rudas, aquello no fue considerado nunca una cuestión baladí sino, todo lo contrario. Pero esto de acceder ya a un coche de cuatro puertas, con su techo y su maletero, esto era ya entrar en la época moderna con futuro. Cuando fray Marcelino salió a la puerta de los Hospitalicos, revestido con roquete de encaje blanco y estola al cuello, escoltado por mí, de monaguillo, que sostenía en la mano diestra, el calderillo de bronce con el agua bendita y sujetaba con la otra el hisopo, el silencio se hizo alrededor del coche, que de azul azafata, brillante y reluciente, acababa de llegar del concesionario para ser bendecido. Cuando el agustino recoleto alzó la voz para leer una oración, y encomendar la suerte del nuevo vehículo a san Cristóbal, patrón de los conductores, el silencio se hizo en la muchedumbre que rodeaba el vehículo en la calle de Elvira, hasta llegar incluso a cortar el tráfico. Pronto curiosos venidos de otras calles, y vecinas asomadas a los balcones, dieron fe del acto, y cuando fray Marcelino rociaba de agua bendita el coche, impartiendo a la vez su bendición sobre el automóvil, las gentes, respetuosas, después de persignarse, dieron unos vivas al coche, otros al propietario, mientras éste lo ponía en marcha y daba unos acelerones para que la gente le aplaudiera, hacía sonar el claxon lateral junto al volante, y encendía y apagaba los intermitentes, convirtiendo el momento en una pequeña feria, que los niños vivimos con pasión, y alborozo tal, que yo salí escopetado a la sacristía, solté el hisopo, me quite mi sotana de monaguillo y el roquete, uniéndome a mis amigos que en número aproximado de un centenar, salimos detrás del coche del padre de “El Gasolinas”, dando gritos de alegría, hasta que éste se nos perdió por plaza Nueva, camino de La Alhambra, donde se hizo unas fotos, en la placeta de Los Aljibes, con el Albayzín como fondo. Antes había colocado ceremoniosamente junto al cristal trasero, un cojín de croché de vistosos colores regalado ex profeso por una vecina, y en el salpicadero unas fotos de su mujer e hijos, y una estampa de fray Leopoldo, en quién confiaba más, que en san Cristóbal.
Con el tiempo, el Gordini fue cogiendo fama de coche de las viudas, porque al tener tracción trasera, y pesar muy poco por delante, al adquirir velocidad levantaba el morro como las lanchas motoras, lo que le hacía perder estabilidad y estrellarse con una facilidad extraordinaria, con el resultado casi siempre de la muerte del conductor como mínimo. Como a grandes males, grandes remedios, muchos utilizaron el maletero delantero del Gordini, para cargarlo con sacos de arena y ladrillos, para que pesara más y no se levantara tanto, logrando así de manera rudimentaria, una mayor seguridad en la conducción. En fin, que empezaban las preocupaciones para los conductores, cuando hasta entonces, todo había sido disfrutar de la libertad, de aquel Biscúter, que se puso a la venta el año que yo nací, que se arrancaba con un cable, se aparcaba levantándolo en peso con una mano, y sus nueve caballos eran más que suficientes para disfrutar, a pesar de que su motor fuera el de una moto ínfima, sus frenos dudosos, su tracción sólo a la rueda derecha, y su forma y comodidad, la de una “zapatilla”, como fue conocido hasta que desapareció de nuestras carreteras. ¡Qué daría yo hoy por un Biscúter!. Pero sobre todo, porque viniera acompañado de aquellos tiempos de ilusión y alegría.
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