domingo, 3 de mayo de 2015
BISCÚTER MON AMOUR
BISCÚTER MON AMOUR
Tito Ortiz.-
La chiquillería del bajo Albayzín éramos así. Todos una piña, más que amigos, hermanos, que nos alegrábamos de lo que ocurría en casa del vecino, como si fuera en la nuestra. Cuando el padre de Felipe Castro, apareció en el callejón del Señor, número trece, con la primera televisión del barrio, los gritos y vivas se escucharon hasta en la casa de La Lona durante varios días. Y más, cuando nos permitían entrar a sentarnos en el suelo a ver por las tardes, “Silla de Pista”, con Boliche y Chapinete, o el “Telepequediario”. Así que en el ángulo que forman las calles, Hospital del Corpus Christi y de Peregrinos, entre la muralla natural de la calle de Elvira, y la Cuesta de San Gregorio hasta llegar a la Cruz Verde, todos éramos uno. Sus familias eran mi familia y la mía las suyas. No llamábamos a la puerta para entrar, un día merendabas en una casa y al otro en la siguiente, al tercero tocaba en la tuya, y todo se hacía con una naturalidad de lo que era justo y normal en la época. Compartir un humilde hoyuelo de pan de hogaza con aceite, era motivo de alegría. Un día te lo daba tu madre, y al siguiente cualquier vecina. El barrio imprime carácter, y une a las criaturas con unos lazos más fuertes, que la sangre del mismo grupo, o un idéntico ADN. Todavía saludo a aquella niña rubia de ojos celestes, que ahora vive junto al mercado de san Agustín, como si acabáramos de jugar al escondite o de saltar a la comba. Por eso dábamos saltos de júbilo, el día que el padre de, José Carlos, al que llamábamos “El Gasolinas”, porque su progenitor se dedicaba a reparar los surtidores de las estaciones de servicio, cambió su viejo Biscúter, - aquel que los niños le ayudábamos a aparcar levantándolo en peso – por un modernísimo Gordini, aquello constituyó un auténtico revuelo en el barrio. Aquello nos colocaba a todos en el nivel social de los del barrio de la Magdalena, o como mínimo, del Realejo. La vida estaba cambiando y nosotros éramos testigos de excepción, con derecho a disfrutarlo y sobre todo, contarlo.
El Biscúter de “El Gasolinas no era ninguna tontería. En su momento significó dejar atrás la moto, Lambretta con sidecar, donde su madre, fallecida prematuramente, se sentaba con un pañuelo anudado al cuello para no despeinarse, y dar el paso cualitativo de acceder a las cuatro ruedas, sin puertas ni techo, pero cuatro rudas, aquello no fue considerado nunca una cuestión baladí sino, todo lo contrario. Pero esto de acceder ya a un coche de cuatro puertas, con su techo y su maletero, esto era ya entrar en la época moderna con futuro. Cuando fray Marcelino salió a la puerta de los Hospitalicos, revestido con roquete de encaje blanco y estola al cuello, escoltado por mí, de monaguillo, que sostenía en la mano diestra, el calderillo de bronce con el agua bendita y sujetaba con la otra el hisopo, el silencio se hizo alrededor del coche, que de azul azafata, brillante y reluciente, acababa de llegar del concesionario para ser bendecido. Cuando el agustino recoleto alzó la voz para leer una oración, y encomendar la suerte del nuevo vehículo a san Cristóbal, patrón de los conductores, el silencio se hizo en la muchedumbre que rodeaba el vehículo en la calle de Elvira, hasta llegar incluso a cortar el tráfico. Pronto curiosos venidos de otras calles, y vecinas asomadas a los balcones, dieron fe del acto, y cuando fray Marcelino rociaba de agua bendita el coche, impartiendo a la vez su bendición sobre el automóvil, las gentes, respetuosas, después de persignarse, dieron unos vivas al coche, otros al propietario, mientras éste lo ponía en marcha y daba unos acelerones para que la gente le aplaudiera, hacía sonar el claxon lateral junto al volante, y encendía y apagaba los intermitentes, convirtiendo el momento en una pequeña feria, que los niños vivimos con pasión, y alborozo tal, que yo salí escopetado a la sacristía, solté el hisopo, me quite mi sotana de monaguillo y el roquete, uniéndome a mis amigos que en número aproximado de un centenar, salimos detrás del coche del padre de “El Gasolinas”, dando gritos de alegría, hasta que éste se nos perdió por plaza Nueva, camino de La Alhambra, donde se hizo unas fotos, en la placeta de Los Aljibes, con el Albayzín como fondo. Antes había colocado ceremoniosamente junto al cristal trasero, un cojín de croché de vistosos colores regalado ex profeso por una vecina, y en el salpicadero unas fotos de su mujer e hijos, y una estampa de fray Leopoldo, en quién confiaba más, que en san Cristóbal.
Con el tiempo, el Gordini fue cogiendo fama de coche de las viudas, porque al tener tracción trasera, y pesar muy poco por delante, al adquirir velocidad levantaba el morro como las lanchas motoras, lo que le hacía perder estabilidad y estrellarse con una facilidad extraordinaria, con el resultado casi siempre de la muerte del conductor como mínimo. Como a grandes males, grandes remedios, muchos utilizaron el maletero delantero del Gordini, para cargarlo con sacos de arena y ladrillos, para que pesara más y no se levantara tanto, logrando así de manera rudimentaria, una mayor seguridad en la conducción. En fin, que empezaban las preocupaciones para los conductores, cuando hasta entonces, todo había sido disfrutar de la libertad, de aquel Biscúter, que se puso a la venta el año que yo nací, que se arrancaba con un cable, se aparcaba levantándolo en peso con una mano, y sus nueve caballos eran más que suficientes para disfrutar, a pesar de que su motor fuera el de una moto ínfima, sus frenos dudosos, su tracción sólo a la rueda derecha, y su forma y comodidad, la de una “zapatilla”, como fue conocido hasta que desapareció de nuestras carreteras. ¡Qué daría yo hoy por un Biscúter!. Pero sobre todo, porque viniera acompañado de aquellos tiempos de ilusión y alegría.
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