martes, 26 de julio de 2016
MUERTO DE RISA
MUERTO DE RISA
Tito Ortiz.-
Cuentan que mí abuelo, Rafael Rubio, cuando bajaba del cementerio de enterrar a un hermano que había fallecido muy joven, le entró lo que entonces se hacía llamar “la risa sardónica”. Y desde la puerta del campo santo, por La mimbre y el paseo de los coches, la cuesta de Gomerez y plaza Nueva, fue riéndose a carcajadas, hasta que llegó a su casa de la calle Cetti Merien, esquina a la calle de Elvira. Y es que sin saber por qué, esto de la risa, está muy ligado a la muerte. Yo que morí – como saben – hace unos meses, ahora me río a mandíbula batiente, porque no necesito guardar la compostura, y además porque tampoco se me oye. Eso lo llevo fatal. No hay nada más frustrante que reírme y que no se me oiga. El otro día cuando Rajoy dijo que al primero que iba a llamar a consultas era al líder socialista, y luego empezó por el PNV, me dio tal ataque de risa, que hasta Miguel Gila vino a ver que me pasaba. Cuando se lo conté: No había quién nos parara a los dos, que hasta agujetas tengo en las costillas, que por cierto, si soy un espíritu y no tengo materia, ¿por qué me tienen que salir agujetas? A veces pienso que estoy muerto solo un poco, porque siento cosas de vivos. Por ejemplo: ¿a mí que me importa la política, si yo ya estoy muerto? Pues nada que no me pierdo un periódico, ni un informativo de radio, ni un telediario. ¿Cómo es posible que la política no nos deje ni después de muertos? Si al menos los políticos fueran chistosos, y se pudiera pasar con ellos un ratito como en los velatorios. Porque no me van a negar que donde más chistes se cuentan es en un velatorio. Yo cuando estaba en vida fui a alguno, que hasta la viuda nos tuvo que llamar la atención para que nos saliéramos de la tanatosala. Luego, al rato se salió ella a fumar y nos pidió que le contáramos el último del que nos reíamos. Y Ahí fue donde me di cuenta de que para reírse en un velatorio no hace falta que el chiste sea muy bueno, lo que se necesita es la tensión colectiva de estar en un sitio donde el respeto a la muerte impide la risa, pero precisamente por eso, el trasgredir la norma lo hace más atractivo. El chiste no tiene nada en sí que no tenga otro, pero contado ante el muerto, su viuda y sus hijos, pues oye, significa todo un desafío para los sentidos, liberas tensión y te dan ganas de pedir el cuarto cubalibre, que a eso íbamos porque a los velatorios se va a fumar, beber y reír. La viuda pidió un pitillo, y después de darle dos caladas que le llegaron al corvejón, me miró fijamente y me dijo: Ahora cuéntamelo a mí, que con la malfollá que tú tienes, lo mismo me haces llorar que es lo que necesito. Así que yo miré a mis amigos, la miré a ella y le dije: Allá voy, pero si te ríes, recuerda que estás en el velatorio de tu marido: Iba un día de los santos, un mocito muy presumido con un ramo de celindas en la cadera, camino de la tumba de su madre en el patio de san José, cuando todavía se daba sepultura en la tierra y apenas había nichos. Era ya caída la tarde, y al pasar junto a una tumba, de pronto, una mano salió a la superficie como caracoleando, mientras una voz de ultratumba se escuchaba decir: ¡Socorro!, ¡Ayudadme!, que estoy vivo. Y el muchacho no se lo pensó dos veces. Se fue para la mano emergente, la pisó con todas sus fuerzas girando el pie a un lado y a otro mientras decía enloquecido. ¡Vivo! ¿Qué vivo? Tú lo que estás es mal enterrado.
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