CORONATOC-LICAS
Tito Ortiz.-
No hay más que salir a la calle para, comprobar con pavor, como el 98% de los ciudadanos, no lleva la mascarilla bien puesta, con lo cual, es como el que tiene tos y se rasca el escroto. Una mala praxis en la colocación sobre el rostro de esta defensa, puede llevarnos a contagios varios y a la morgue en el peor de los casos. Por eso yo, todavía no me la he puesto. Hay mucho santón de la sanidad, dando lecciones de cómo se tiene uno que quitar la mascarilla, pero pocos o ninguno, de cómo hay que ponérsela. Si te fijas por la calle, abundan los que se la ajustan por debajo de la nariz, que es como si no la llevaras. Los que se la colocan mal y se les empañan las gafas, que terminan por quitárselas. Y luego los patéticos que las llevan a modo de “protege cuellos”, a la altura de la garganta, y los que en un alarde de “soplapollez”, las mantienen sobre la cabeza a modo de gafa de sol, por si el virus les entra por la sesera.
Haciendo gala de una ignorancia o temeridad extremas, hay quien se ha preocupado mucho más por diseñar mascarillas “guay”, que van desde las bordadas a mano, de lunares para las ferias, con una sonrisa pintada en el frontal del paso, o las de ganchillo o punto de cruz, que aprender a colocársela para que cumpla la función de proteger a quien la lleva, o a los que temerariamente se le acercan. Las colas a la entrada de los supermercados o las panaderías, se han convertido en la constatación de la antología del disparate, en el que se ha convertido la conveniencia de llevar mascarilla, sin atenerse a unas mínimas normas de racionalidad sanitaria, que conviertan la aportación al rostro, en algo útil y no la patochada más audaz, para el estornudo más exigente. Por cierto, aquellas que se pueden lavar, no necesariamente hay que esperar a que se queden de pie, sobre el taquillón de la entrada al llegar de la calle. Antes de que se pongan color sepia, hay que meterlas en agua caliente, detergente y desinfectante. Algunas por su aspecto, parecen portar coronavirus suficientes para infectar tres veces la tierra en su globalidad.
Y qué decir de esos vecinos que todos tenemos, que jamás han practicado otro deporte que no fuera el levantamiento de vidrio en barra fija, y que con la posibilidad de salir a hacer deporte, se han comprado por primera vez un chándal y, se han dado al trote cochinero, preparando las próximas olimpiadas de Los Bérchules. Yo tengo unos cuantos de estos en mi urbanización, y fue patético observarles como regresaban el primer día de asueto para el deporte individual. Tres llegaron cojeando por rozaduras de las zapatillas de deporte, unos artilugios infernales que jamás habían calzado ni en su más tierna juventud. Y al menos dos, fueron el hazmerreír de propios y extraños, porque llegaron a casa con las etiquetas del Carrefour, pendiendo de sus ropajes deportivos.
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