ORA PRO NOBIS
Tito Ortiz.-
En éste martes santo, día de recogimiento, de semana santa ausente y teátricos varios, recuerdo con nostalgia que era precisamente hoy, cuando la Virgen de La Aurora se echaba a la calle, y sus cofrades pisábamos las pasarelas que El Batallón Mixto de Ingenieros instalaba en el acceso a San Miguel, y en los primeros escalones de la cuesta de San Gregorio Bético, para que los costaleros realizaran mejor su trabajo. Eran las mismas pasarelas que se ponían en el viejo Los Cármenes, los días de grandes partidos, tirando parte de la tapia para un mejor y más rápido acceso de la afición. La Banda de Cornetas y Tambores era dirigida por el sargento Patricio, y el Cuerpo General de Policía, escoltaba de paisano el paso de La Aurora, porque la virgen llevaba joyas en su pecherín de un valor incalculable. En aquellos años sesenta del siglo pasado, La Virgen de La Alhambra, salía el jueves santo, acompañada por un Escuadrón de Caballería de la Guardia Civil en traje de gran gala, haciendo sonar sus cornetines, al estilo del brigada Rafael.
Esta mañana, mientras me tambaleaba poniéndome los calcetines a la pata coja – según mi manual de instrucciones – me ha venido a la memoria la imagen de mi Papa más admirado, y gracias al cual no he perdido la fe en la iglesia católica, hasta la llegada de Francisco. Soy de los que moriré arrodillándome ante la memoria de Juan XXIII, como ejemplo de hombre santo, actual con su tiempo, sumo hacedor del Concilio Vaticano II, cuyas conclusiones se quedaron en agua de borrajas, gracias a los que le sucedieron en la silla gestatoria. Un asunto muy del estilo de la iglesia instituida y su enorme maquinaria trasnochada, a la que es imposible engrasar y poner al día, por mor de las reticencia de unos cardenales muy acomodados a vivir a cuerpo de rey, con prebendas heredadas de sus predecesores. Por eso me ha sorprendido tan gratamente, que mi admirado, Jorge Mario Bergoglio, al que las balas le deben silbar en los oídos, haya decidido rebajarle el sueldo a su cardenales en un veinte por ciento, aplicando un mínimo de coherencia y honradez con los tiempos pandémicos que corren. Cobrando cada uno de ellos unos cinco mil euros al mes, digo yo que, sin mujer e hijos que mantener, y viviendo y comiendo de gorra la mayoría de las veces, no les importará a sus eminencias reverendísimas, desprenderse de tan inocua cantidad, en favor de sostener un Estado Vaticano, que redunda en beneficio de todos, pero muy especialmente… De ellos mismos. Son gestos como este, los que me hacen mantener la confianza en un Papa, que se abre paso a codazos en el mundo hermético y acorazado de los suyos, y al que yo – he de confesarlo – teniendo en cuenta el precedente histórico de Juan Pablo I, negué que tuviera oportunidad de cobrar ni un trienio de antigüedad en su cargo. Pero no saben cómo celebro haberme equivocado. Desde aquí, ruego una oración por nuestro Papa… Y que nos dure mucho.