ERMITA
DEL SANTO SEPULCRO
Tito
Ortiz.-
De siempre he mantenido que,
la larga y ancha sombra de la Alhambra, mantiene ocultos otros monumentos
granadinos que, por si solos, en cualquier otra ciudad harían de ella una gran
urbe monumental y artística de primer orden. Por no hacer la lista muy larga,
hablo por ejemplo de, La Cartuja, San Jerónimo, La Catedral, La Abadía del
Sacromonte, o La Capilla Real. Admitiendo que somos conocidos en todo el mundo
por lo que tenemos en la Colina Roja, que es un auténtico tesoro, no deberíamos
perder de vista los restantes y, sobre todo, aquellos que más necesitan de
nuestra ayuda para su conservación.
Hablo de un lugar idílico, las
piedras sobre las que se asienta desde 1633, la Ermita del Santo Sepulcro
sacromontana, a pocos metros ya de la última subida a La Abadía. Lugar de
encanto y embrujo, se me antoja necesitado de una manita que, lo resucite de su
estado de conservación y lo coloque en el lugar que le corresponde por su
importancia histórica.
ASÍ SURGIÓ
Su origen está en 1633, cuando
los terciarios franciscanos erigieron un Vía Crucis entre la Cuesta del Chapiz
y la ermita, que se construirá posteriormente en 1636. En 1644 se pidió permiso
al arzobispo para formalizar el Vía Crucis y durante toda esta época se construyeron
las cruces que jalonaban las estaciones. Fue la cofradía de la Orden Tercera de
San Francisco que tenía su sede en el convento de San Francisco Casa Grande
(Hoy sede del MADOC) será la pionera en desarrollarse como una corporación de
vía sacrainiciando esta práctica devocional, según el cronista Francisco
Henríquez de Jorquera, en 1633, con un recorrido que partía de las casas del
Chapiz y que continuaba por “la calle de la Amargura” que les conducía hasta el
cerro de Valparaiso, donde se encontraba la abadía del Sacromonte (fundada en
1610), que desde 1595 se había convertido en un importante centro de
peregrinación, impulsado por el “descubrimiento” de los restos de San Cecilio,
primer obispo de la ciudad, y de otros santos mártires. Un desatado fervor
popular pobló el camino de cruces pétreas y de madera ofrendadas por
particulares, instituciones y corporaciones gremiales o profesionales
(ganapanes o palanquines de la plaza de Bibarrambla, hortelanos, mercaderes del
hierro, a las que se fueron sumando oratorios y capillas que finalizaban en la
ermita del Santo Sepulcro.
JUAN RUIZ JIMÉNEZ
Henríquez de Jorquera nos da
buena cuenta de este recorrido (c. 1640) y describe con precisión algunas de
sus cruces más significativas:
“Tenga el primer lugar en
cuanto cruces el Sacro Monte Ilipulitano y la Sacra Vía de los Terceros de la
gran casa de nuestro seráfico San Francisco, que comienzan desde las
principales casas del Chapiz y acaba en el monte Calvario y Resurrección de
Nuestro Señor Jesucristo, que están fundados al principio y subida de la cuesta
del dicho Sacro Monte Ilipulitano, obra de grande admiración e igual costa
hecha por la devoción y limosna de los hermanos terceros que frecuentaban esta
vía sacra todos los viernes del año por la noche. Son muchas cruces de piedra
repartidas a corta distancia donde se meditan los pasos de la pasión”.
El académico granadino, Juan
Ruiz Jiménez, en un trabajo extraordinario y preciosista, detalla los
entresijos de este vía crucis de una manera brillante y, la importancia de la
ermita del Santo Sepulcro, sumergiéndonos en aquel siglo XVII.
Los hermanos cofrades y la
gente que se sumaba al vía crucis comenzarían el recorrido previo desde su sede
en el convento de San Francisco Casa Grande (lugar en el que guardarían los
enseres que portaban en la procesión) para dirigirse a la iglesia de San Pedro
y San Pablo, donde tras un acto de arrepentimiento y el rezo de la primeras
oraciones continuaban el itinerario por las tres estaciones previas que
realizaban antes de llegar a las casas del Chapiz, donde había, según Van der
Hammen, “una imagen de Nuestra Señora”, y que, como he apuntado, era donde daba
comienzo la vía dolorosa. El vía crucis constaba de catorce estaciones, en cada
una de las cuales se obtenían treinta indulgencias plenarias y se sacaban dos
ánimas del purgatorio si se cumplía con unos ciertos requisitos. Van der Hammen
precisa los pasajes de meditación y oraciones que se realizaban en cada una de
las estaciones, así como la distancia que separaba cada una de ellas.
RETORNO
Terminado el recorrido en la
ermita del Santo Sepulcro, ya en el Sacromonte, subían hasta la colegiata,
donde continuaban con distintos rezos durante la visita a los hornos en los que
habían recibido martirio San Cecilio y sus compañeros y a la iglesia de la
abadía. En esta última, tenía lugar una plática que estaba a cargo de uno de
los canónigos de esta institución y las disciplinas de los cofrades, ajenas a
la exposición pública característica de las procesiones de disciplinantes de otras
cofradías penitenciales. Durante el regreso a la ciudad, “se viene diciendo la
corona de Nuestra Señora para que, así como a la ida se hizo conmemoración de
la sagrada pasión de Christo, señor nuestro, a la venida se haga de los gozos
de su purísima madre”. A lo largo del camino se iban recitando otras oraciones
marianas correspondientes a los siete misterios gozosos y se obtenían nuevas
indulgencias. Llegados a las casas del Chapiz, postrados ante la imagen de la
Virgen, decían una última oración con la que concluía el vía crucis.
Finalmente, volvían a pasar por la iglesia de San Pedro: “donde con la
bendición del cura o de otro sacerdote se van a sus casas, casi a la media
noche y esto es todo el año, -los viernes y el miércoles de ceniza- aunque llueva”.