CALLE
DEL CARNERO
Tito
Ortiz.-
Más que de abrigo, el maestro
López Vázquez era de chaleco de lana bajo la chaqueta, camisa y corbata, para
este tiempo. Tenía buena planta, buen pelo ondulado y, solía vestir bien,
incluso, para trabajar en su estudio, situado en el domicilio familiar. Un
carmen granadino situado en la estrecha calle del Carnero, frente a la
Alhambra, polarizada en sus extremos por la Casa Ágreda y el convento de La
Concepción. Por su lateral diestro, el Carmen lindaba con una casa vecinal
entonces, otrora de la alta nobleza, en la que, al parecer, de algunos vecinos,
sucedían sucesos paranormales por hechos turbios de un pasado de leyenda, Pero
lo cierto es que, en la vivienda del pintor y académico, lo único paranormal
que ocurría, era la visita esporádica del cronista, que contaba con licencia
para no tener que anunciarse con la debida antelación.
Nada más llegar, Trini, la
amable esposa, disponía de un tentempié y viandas, dependiendo de la hora del
día, para que los dos pudiéramos charlar amigablemente, ya fuera en el estudio
o en el jardín. La conversación podía ir desde la última exposición que
habíamos visto, el cuadro que estaba restaurando, el que estaba pintando, o
sobre su época de formación, en la que tuvo la oportunidad de conocer y
aprender de excelentes maestros que marcaron su futuro como restaurador o
pintor.
ASÍ EMPEZÓ TODO
Manuel López Vázquez me
hablaba con nostalgia y agradecimiento, de cómo entró en el taller del maestro
Navas Parejo –no sin buenas recomendaciones- haciendo el meritoriaje habitual
de aquellos años, o sea, barrer y hacer los recados. Él había nacido en la
primavera de 1920, y tuvo la oportunidad de entrar también en el taller del
pintor y restaurador, Rafael Latorre, donde aprendió las técnicas y oficios de
pintor y restaurador. En el estudio del maestro se fraguó no solo su vocación
artística, sino también sus desvelos por la ciudad y su patrimonio. Y tuvo
además la oportunidad de escuchar y admirar a grandes personajes de la época
relacionados con el mundo del arte, como Fernando de los Ríos, Manuel Gómez
Moreno, Emilio Orozco Díaz, Natalio Rivas o José María López Mezquita. Y
escuchando a tan ilustres personajes, fue forjando su trabajo y su pasión por
Granada y el patrimonio monumental y artístico de la ciudad que lo vio nacer.
Durante toda su vida fue un gran escuchante, empapándose de todo lo que pudiera
enriquecer su formación y el producto de su trabajo, centrado primero en la
restauración, hasta que, pasados los años, comenzó su trayectoria como pintor. En
la Escuela de Artes y Oficios, con Joaquín Capulino, estudió y practicó el
dibujo, obteniendo los títulos de pintor y restaurador. Durante el comienzo de
su carrera, se dedica al análisis de la pintura de los maestros "primitivos
flamencos" del siglo xv como, Van der Weyden, Bouts y Memling y reproduce
las tablas existentes en la Capilla Real de Granada y la tabla de la Virgen de
la Rosa, de Gerard Daviden, en la Abadía
del Sacro Monte. No en vano, su discurso de entrada en la Real Academia de
Bellas Artes Nuestra Señora de Las Angustias de Granada, versa sobre la
confección de la tabla flamenca, desde su ensamblaje y construcción, hasta la
última pincelada. Antes, había estudiado el Barroco, especialmente la escuela
granadina de pintura de Alonso Cano, de la mano del profesor Orozco Díaz.
Concurrió a varias exposiciones colectivas y se presentó individualmente en la
Casa de América de Granada en 1957, iniciando así su etapa como autor.
LA TERTULIA ENRIQUECE
Jamás rechazó una conversación
con enjundia, como las que mantuvimos en el Museo de Bellas Artes alhambreño,
junto a Enrique Pareja y Francisco
González de La Oliva, en presencia de Juan Ortiz Fernández, que siempre dejó
testimonio gráfico para la posteridad, que debería ir desempolvando y,
exponerlo en sala adecuada para general conocimiento de la parroquia, De la
misma manera, su presencia era habitual al medio día de los viernes, en La Trastienda de Fernando Miranda, o en las
tardes del inolvidables Café Suizo, asunto este que saco a colación, consciente
de que, ya hay alguna generación granatensis a la que, hay que explicarle que
era aquello del, Café Suizo, sobre todo si en la puerta había un letrero en el
que rezaba: “Café Granada”, pero lo cierto es que, aún perdura en la memoria de
muchos, aquel salón de estética y
costumbres, a la belle époque, que en la Granada de los años sesenta y setenta,
marcó el latir de una ciudad provinciana, con el travestismo de acoger por las
mañanas a tratantes de ganado, maestros de obras, corredores y rentistas,
mientras que por la tarde se convertía en un ateneo donde cultivar las bellas
artes en todo su esplendor. Lugar obligado de cita para todo aquel que tuviera
una mínima inquietud cultural o artística, al traspasar su puerta giratoria, te
atrevías a entrar en un mundo, donde se exigía un mínimo de inteligencia y un
mucho de audacia creativa. Tardes y noches en los que, saboreando un blanco y
negro, se pergeñaba un nuevo estreno de teatro, un concierto, la edición de un
poemario o la irrupción de una novela en mayor o menor medida, comprometida con
la España de entonces, aunque en el Suizo, la clandestinidad fue siempre muy sutil
y a veces hasta consentida.
Fue el gran maestro y
académico, Manuel López Vázquez, quién en un alarde de gestación primorosa,
dejó para la posteridad pintada una obra en la que, se reconstruye una tarde
cualquiera con muchos de los que allí éramos habituales, en amena charla
cafetera, sobre mesas de mármol blanco y jarras de agua transparente.
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