domingo, 21 de enero de 2024

 


CALLE DEL CARNERO

 

Tito Ortiz.-

 

Más que de abrigo, el maestro López Vázquez era de chaleco de lana bajo la chaqueta, camisa y corbata, para este tiempo. Tenía buena planta, buen pelo ondulado y, solía vestir bien, incluso, para trabajar en su estudio, situado en el domicilio familiar. Un carmen granadino situado en la estrecha calle del Carnero, frente a la Alhambra, polarizada en sus extremos por la Casa Ágreda y el convento de La Concepción. Por su lateral diestro, el Carmen lindaba con una casa vecinal entonces, otrora de la alta nobleza, en la que, al parecer, de algunos vecinos, sucedían sucesos paranormales por hechos turbios de un pasado de leyenda, Pero lo cierto es que, en la vivienda del pintor y académico, lo único paranormal que ocurría, era la visita esporádica del cronista, que contaba con licencia para no tener que anunciarse con la debida antelación.

Nada más llegar, Trini, la amable esposa, disponía de un tentempié y viandas, dependiendo de la hora del día, para que los dos pudiéramos charlar amigablemente, ya fuera en el estudio o en el jardín. La conversación podía ir desde la última exposición que habíamos visto, el cuadro que estaba restaurando, el que estaba pintando, o sobre su época de formación, en la que tuvo la oportunidad de conocer y aprender de excelentes maestros que marcaron su futuro como restaurador o pintor.

ASÍ EMPEZÓ TODO

Manuel López Vázquez me hablaba con nostalgia y agradecimiento, de cómo entró en el taller del maestro Navas Parejo –no sin buenas recomendaciones- haciendo el meritoriaje habitual de aquellos años, o sea, barrer y hacer los recados. Él había nacido en la primavera de 1920, y tuvo la oportunidad de entrar también en el taller del pintor y restaurador, Rafael Latorre, donde aprendió las técnicas y oficios de pintor y restaurador. En el estudio del maestro se fraguó no solo su vocación artística, sino también sus desvelos por la ciudad y su patrimonio. Y tuvo además la oportunidad de escuchar y admirar a grandes personajes de la época relacionados con el mundo del arte, como Fernando de los Ríos, Manuel Gómez Moreno, Emilio Orozco Díaz, Natalio Rivas o José María López Mezquita. Y escuchando a tan ilustres personajes, fue forjando su trabajo y su pasión por Granada y el patrimonio monumental y artístico de la ciudad que lo vio nacer. Durante toda su vida fue un gran escuchante, empapándose de todo lo que pudiera enriquecer su formación y el producto de su trabajo, centrado primero en la restauración, hasta que, pasados los años, comenzó su trayectoria como pintor. En la Escuela de Artes y Oficios, con Joaquín Capulino, estudió y practicó el dibujo, obteniendo los títulos de pintor y restaurador. Durante el comienzo de su carrera, se dedica al análisis de la pintura de los maestros "primitivos flamencos" del siglo xv como, Van der Weyden, Bouts y Memling y reproduce las tablas existentes en la Capilla Real de Granada y la tabla de la Virgen de la Rosa, de Gerard Daviden,  en la Abadía del Sacro Monte. No en vano, su discurso de entrada en la Real Academia de Bellas Artes Nuestra Señora de Las Angustias de Granada, versa sobre la confección de la tabla flamenca, desde su ensamblaje y construcción, hasta la última pincelada. Antes, había estudiado el Barroco, especialmente la escuela granadina de pintura de Alonso Cano, de la mano del profesor Orozco Díaz. Concurrió a varias exposiciones colectivas y se presentó individualmente en la Casa de América de Granada en 1957, iniciando así su etapa como autor.

LA TERTULIA ENRIQUECE

Jamás rechazó una conversación con enjundia, como las que mantuvimos en el Museo de Bellas Artes alhambreño, junto a Enrique Pareja y  Francisco González de La Oliva, en presencia de Juan Ortiz Fernández, que siempre dejó testimonio gráfico para la posteridad, que debería ir desempolvando y, exponerlo en sala adecuada para general conocimiento de la parroquia, De la misma manera, su presencia era habitual al medio día de los viernes, en  La Trastienda de Fernando Miranda, o en las tardes del inolvidables Café Suizo, asunto este que saco a colación, consciente de que, ya hay alguna generación granatensis a la que, hay que explicarle que era aquello del, Café Suizo, sobre todo si en la puerta había un letrero en el que rezaba: “Café Granada”, pero lo cierto es que, aún perdura en la memoria de muchos, aquel salón de  estética y costumbres, a la belle époque, que en la Granada de los años sesenta y setenta, marcó el latir de una ciudad provinciana, con el travestismo de acoger por las mañanas a tratantes de ganado, maestros de obras, corredores y rentistas, mientras que por la tarde se convertía en un ateneo donde cultivar las bellas artes en todo su esplendor. Lugar obligado de cita para todo aquel que tuviera una mínima inquietud cultural o artística, al traspasar su puerta giratoria, te atrevías a entrar en un mundo, donde se exigía un mínimo de inteligencia y un mucho de audacia creativa. Tardes y noches en los que, saboreando un blanco y negro, se pergeñaba un nuevo estreno de teatro, un concierto, la edición de un poemario o la irrupción de una novela en mayor o menor medida, comprometida con la España de entonces, aunque en el Suizo, la clandestinidad fue siempre muy sutil y a veces hasta consentida.

Fue el gran maestro y académico, Manuel López Vázquez, quién en un alarde de gestación primorosa, dejó para la posteridad pintada una obra en la que, se reconstruye una tarde cualquiera con muchos de los que allí éramos habituales, en amena charla cafetera, sobre mesas de mármol blanco y jarras de agua transparente.

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