LAS CALDERERÍAS
Tito Ortiz.-
En la frontera natural que
separa el Albayzín de la Granada moderna, hay dos calles muy antiguas, de antes
de la reconquista, que deben su nombre al gremio de artesanos que las poblaban.
Aquí los caldereros que trabajaban el metal, tenían sus talleres y fraguas
junto a sus viviendas. La Calderería Nueva comprende el acceso desde la calle
de Elvira, hasta la placeta de San Gregorio Bético y, en aquellos años
cincuenta del siglo pasado, aunque ya no había ni rastro de los antiguos
caldereros, estaba poblada por una serie de tiendas al paso de los vecinos, que
incluían las viviendas de los tenderos.
Al inicio de la cuesta,
recuerdo en la esquina de la izquierda, la panadería de Ana que, si al salir de
ella tomabas dirección a la calle de Elvira, podías refrescarte en el famoso
Pilar de El Toro, que, por aquellos años, fue trasladado a la Plaza de Santa
Ana, donde hoy luce para las fotos de turistas y viandantes. Este pilar daba
también su nombre a la Droguería existente al inicio de la calle y, a la posada
que existía enfrente. Siguiendo la cuesta, que ahora llaman la calle de las
teterías, estaba la tienda de confecciones de María, con artículos para todos
los bolsillos y una joyería relojería, con precios asequibles a la vecindad. A
mitad de la Calderería Nueva, Pepico exponía invadiendo la calle, una batea
enorme con papas nuevas y de la sierra. Algo más arriba y a la izquierda estaba
Félix, que vendía galletas María, embutidos y leche del día, de vaca y cabra de
Puleva en botella de cristal, el mismo envase que se utilizaba para los batidos
de chocolate o vainilla, y que luego había que llevar vacíos para que te dieran
los nuevos rellenos.
Pasando el transformador de la
luz que daba al callejón del Correo Viejo estaba la carbonera que, como su
propio nombre indica, vendía carbón, cisco, picón y petróleo por litros para
las modernas hornillas. Enfrente estaba “Manolico”, con los canastos de fruta y
verdura en la puerta, ayudado por su mujer, a la que dios solo le concedió la
virtud de traer niñas al mundo, con las ganas que tenía Manuel de tener un
futbolista. Siguiendo en ascenso y en la esquina de la Cuesta Marañas había una
acreditada pastelería, cuya familia progresó con el tiempo y pudo bajar a La
Gran Vía para inaugurar la cafetería Olimpia. Enfrente estaba Garzón, con los
sacos de legumbres en la puerta y los bacalaos colgados del techo. En el
mostrador nunca faltaba una caja redonda de madera, repleta de arenques. En la
puerta de al lado, la pastelería “La mallorquina”, y enfrente “El Vesubio” la
tienda de caramelos al peso, junto al maní a granel y las pipas con sal. La
Calderería Nueva finalizaba al entrar en la placeta de san Gregorio con la
churrería de la familia Ferrer que, cuando finalizaba de hacer los
“tejeringos”, comenzaba a freír las patatas más ricas de los contornos.
CALDERERÍA VIEJA
Esta calle comienza en la
placeta de San Gil, con la entrada al patio de Los Hospitalícos de Agustinos
Recoletos, lugar en el que Don Andrés Manjón y más tarde su sobrino, dejaban el
burro en el que bajaban del Sacromonte, mientras hacían sus gestiones por el
centro. A la derecha la relojería de Pepe, la barbería de Paco, la aparadora
que ponía cremalleras, cosía bolsos, reparaba las carreras en las medias de
seda y de cristal, y reponía los botones metálicos de los uniformes. Siguiendo
el ascenso, la perfumería que vendía colonia a granel, la imprenta papelería de
“Pepín” y Pepe el de las papas fritas. Y de esta forma llegamos a mitad de la
calle con la placeta del Corpus Crhisti y la puerta tapiada de lo que siglos
atrás fue entrada principal al convento. Y avanzando en la Calderería Vieja,
Antonio “El Jorobao” que alquilaba tebeos, los cambiaba y vendía a escondidas
preservativos de estraperlo. Frente a él, otro Antonio, éste venido de Diezma
arreglaba zapatos y, en su mismo local, cada año por cuaresma, se repartían los
hábitos de la Hermandad de La Aurora, donde su sobrino era mayordomo. En el
portal de al lado, Antonio el tapicero, rellenando de crin los asientos de
sillas y butacas. Enfrente el bar de los hermanos, frente a la casa de La
Parra, una corrala de vecinos con un patio enorme, donde José García Osuna,
propietario de “Casa Ninguno”, mataba los cerdos cuyos manjares vendía al otro
lado de la calle, con aquellos excelentes “chicharrones” de imborrable recuerdo.
Con el tiempo, agrandó el negocio y lo trasladó al final de la calle, en la
confluencia de las dos Caldererías, en cuyos escaparates y por estos días, con
motivo de la olla de san Antón, revestía a los cerdos con trajes castizos,
alrededor de una lumbre de papel de celofán rojo, donde aparentemente cocía en
un perol todos los ingredientes de tan rico manjar granatensis. Pasados los
años, fui a entrevistarlo a su flamante supermercado del barrio de Los
Pajaritos, recordamos juntos aquellos años cincuenta y sesenta, cuando estaba
iniciando el negocio en Las Caldererías y me enseñó la extraordinaria colección
de gorros militares que tenía en su despacho. Junto al patio de La Para, estaba
la “Mamamía” una mujer que se dedicaba a criar los hijos de otras mujeres que
no podían atenderlos. Al otro lado de Calderería Vieja, estaba Manolo el de las
novelas, que las alquilaba o cambiaba. Eran todas del FBI o de Marcial La
Fuente Estefanía, también vendía hilos, encajes, botones, agujas y alfileres,
imperdibles y presillas. Aquellas gentes humildes y sencillas de las dos
caldererías, conformaban la frontera natural entre el Albayzín y Granada.
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