domingo, 19 de enero de 2025

 


LAS CALDERERÍAS

 

Tito Ortiz.-

 

En la frontera natural que separa el Albayzín de la Granada moderna, hay dos calles muy antiguas, de antes de la reconquista, que deben su nombre al gremio de artesanos que las poblaban. Aquí los caldereros que trabajaban el metal, tenían sus talleres y fraguas junto a sus viviendas. La Calderería Nueva comprende el acceso desde la calle de Elvira, hasta la placeta de San Gregorio Bético y, en aquellos años cincuenta del siglo pasado, aunque ya no había ni rastro de los antiguos caldereros, estaba poblada por una serie de tiendas al paso de los vecinos, que incluían las viviendas de los tenderos.

Al inicio de la cuesta, recuerdo en la esquina de la izquierda, la panadería de Ana que, si al salir de ella tomabas dirección a la calle de Elvira, podías refrescarte en el famoso Pilar de El Toro, que, por aquellos años, fue trasladado a la Plaza de Santa Ana, donde hoy luce para las fotos de turistas y viandantes. Este pilar daba también su nombre a la Droguería existente al inicio de la calle y, a la posada que existía enfrente. Siguiendo la cuesta, que ahora llaman la calle de las teterías, estaba la tienda de confecciones de María, con artículos para todos los bolsillos y una joyería relojería, con precios asequibles a la vecindad. A mitad de la Calderería Nueva, Pepico exponía invadiendo la calle, una batea enorme con papas nuevas y de la sierra. Algo más arriba y a la izquierda estaba Félix, que vendía galletas María, embutidos y leche del día, de vaca y cabra de Puleva en botella de cristal, el mismo envase que se utilizaba para los batidos de chocolate o vainilla, y que luego había que llevar vacíos para que te dieran los nuevos rellenos.

Pasando el transformador de la luz que daba al callejón del Correo Viejo estaba la carbonera que, como su propio nombre indica, vendía carbón, cisco, picón y petróleo por litros para las modernas hornillas. Enfrente estaba “Manolico”, con los canastos de fruta y verdura en la puerta, ayudado por su mujer, a la que dios solo le concedió la virtud de traer niñas al mundo, con las ganas que tenía Manuel de tener un futbolista. Siguiendo en ascenso y en la esquina de la Cuesta Marañas había una acreditada pastelería, cuya familia progresó con el tiempo y pudo bajar a La Gran Vía para inaugurar la cafetería Olimpia. Enfrente estaba Garzón, con los sacos de legumbres en la puerta y los bacalaos colgados del techo. En el mostrador nunca faltaba una caja redonda de madera, repleta de arenques. En la puerta de al lado, la pastelería “La mallorquina”, y enfrente “El Vesubio” la tienda de caramelos al peso, junto al maní a granel y las pipas con sal. La Calderería Nueva finalizaba al entrar en la placeta de san Gregorio con la churrería de la familia Ferrer que, cuando finalizaba de hacer los “tejeringos”, comenzaba a freír las patatas más ricas de los contornos.

CALDERERÍA VIEJA

Esta calle comienza en la placeta de San Gil, con la entrada al patio de Los Hospitalícos de Agustinos Recoletos, lugar en el que Don Andrés Manjón y más tarde su sobrino, dejaban el burro en el que bajaban del Sacromonte, mientras hacían sus gestiones por el centro. A la derecha la relojería de Pepe, la barbería de Paco, la aparadora que ponía cremalleras, cosía bolsos, reparaba las carreras en las medias de seda y de cristal, y reponía los botones metálicos de los uniformes. Siguiendo el ascenso, la perfumería que vendía colonia a granel, la imprenta papelería de “Pepín” y Pepe el de las papas fritas. Y de esta forma llegamos a mitad de la calle con la placeta del Corpus Crhisti y la puerta tapiada de lo que siglos atrás fue entrada principal al convento. Y avanzando en la Calderería Vieja, Antonio “El Jorobao” que alquilaba tebeos, los cambiaba y vendía a escondidas preservativos de estraperlo. Frente a él, otro Antonio, éste venido de Diezma arreglaba zapatos y, en su mismo local, cada año por cuaresma, se repartían los hábitos de la Hermandad de La Aurora, donde su sobrino era mayordomo. En el portal de al lado, Antonio el tapicero, rellenando de crin los asientos de sillas y butacas. Enfrente el bar de los hermanos, frente a la casa de La Parra, una corrala de vecinos con un patio enorme, donde José García Osuna, propietario de “Casa Ninguno”, mataba los cerdos cuyos manjares vendía al otro lado de la calle, con aquellos excelentes “chicharrones” de imborrable recuerdo. Con el tiempo, agrandó el negocio y lo trasladó al final de la calle, en la confluencia de las dos Caldererías, en cuyos escaparates y por estos días, con motivo de la olla de san Antón, revestía a los cerdos con trajes castizos, alrededor de una lumbre de papel de celofán rojo, donde aparentemente cocía en un perol todos los ingredientes de tan rico manjar granatensis. Pasados los años, fui a entrevistarlo a su flamante supermercado del barrio de Los Pajaritos, recordamos juntos aquellos años cincuenta y sesenta, cuando estaba iniciando el negocio en Las Caldererías y me enseñó la extraordinaria colección de gorros militares que tenía en su despacho. Junto al patio de La Para, estaba la “Mamamía” una mujer que se dedicaba a criar los hijos de otras mujeres que no podían atenderlos. Al otro lado de Calderería Vieja, estaba Manolo el de las novelas, que las alquilaba o cambiaba. Eran todas del FBI o de Marcial La Fuente Estefanía, también vendía hilos, encajes, botones, agujas y alfileres, imperdibles y presillas. Aquellas gentes humildes y sencillas de las dos caldererías, conformaban la frontera natural entre el Albayzín y Granada.

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