A LA PLAYA
Tito Ortiz.-
El lunes íbamos a la barbería
de Agustín, en la calle de Elvira, para comprar los tiques de la excursión a la
playa del próximo domingo, antes de que se acabaran. El barbero organizaba un
viaje a la playa cada domingo. Primero, en los años cincuenta fuimos
transportados en unas camionetas con bancos de madera, para ascender después en
los años sesenta a, desvencijados autocares tapizados de escay para que
hicieras ventosa durante el trayecto. Con ceniceros en los respaldos para fumar
como carreros y, ventanillas protegidas por cortinas de recia tela, para
protegernos del sol durante el trayecto a Motril, que nunca bajaba de las tres
horas.
La tarde del sábado era de
preparativos culinarios: Protegidos en fiambreras metálicas metíamos pimientos
verdes fritos, carne empanada, tortilla de patatas y, aparte, una sandía y una
gaseosa Sanitex que tenía más fuerza que La Pitusa o La Casera. Con esas
provisiones en la nevera portátil, a la que se añadía un cuarto de barra de
hielo comprada la misma mañana en la fábrica, “La Siberia” del Escudo del
Carmen, nos dirigíamos a la plaza de Santa Ana antes del amanecer, donde nos
esperaba el transporte.
Agustín junto al conductor
pasaba lista para no dejarse a nadie, esperaba a los dormilones que eran
contundentemente abucheados al entrar y ocupar sus asientos, recogía los tiques
y cerraba la puerta. El conductor arrancaba y hale… A la playa. No habíamos
llegado al puente del Genil cuando ya había saltado un espontaneo buscando la
colaboración de todos con el famoso canto: “Para ser conductor de primera,
acelera, acelera…” Aquello era como el día de la marmota, pero de domingo a
domingo.
PARADAS AL GUSTO DEL
CONSUMIDOR
Al llegar a la curva de
entrada a Dúrcal se llevaba a cabo la primera parada en el llamado, Pilar del
Mono que, el 8 de mayo de 1902, se hizo la solicitud para poder hacer una
fuente de agua / pilar cerca de la carretera, junto al puente nuevo. Este pilar
es parada obligatoria de todos los ciclistas y de muchas de las personas que
viajaban por la antigua carretera de Granada a Motril. Su agua es fresca
durante todo el año y sus dos caños suelen estar llenos de gente con garrafas.
Allí llenábamos cantimploras y damajuanas para echar todo el día en la playa y
continuábamos la ruta, hasta llegar a la Venta de Las Angustias, cercana al
desvío de Lanjarón. En este lugar se evacuaban aguas menores, se tomaba algo
fresquito o café los que no habían desayunado y, a golpe de silbato, todos a
bordo de nuevo y adelante. El bueno de Agustín siempre pasaba lista después de
cada parada, porque siempre había un rezagado y, no era cosa de dejarlo en
tierra.
La tercera parada era
obligatoria en Vélez de Banaudalla, donde comprábamos los pestiños para llevar
a casa y sorprender a la familia. La más que acreditada fama de los pestiños
veleños viene de antiguo, de su pasado árabe, secundada después por la
incorporación de sus no menos afamados roscos, solo aptos para paladares finos.
Y de esta guisa nos disponíamos a pasar por los caracolillos de Vélez, lugar
muy acreditado para aquellas criaturas propicias al mareo, incluso al vómito
que, solo se reponían cuando atravesábamos el túnel de La Gorgoracha y al salir
de él, por fin veíamos el mar al espontáneo grito de: ¡Ahí está la playa!
Bajábamos por La Rambla y parábamos a probar un trozo de torta real, ese dulce
inconfundible y único de Motril. Se cree que este postre es de ascendencia
morisca por sus ingredientes, aunque no se sabe si ha habido cambios en la
receta original. La de la familia Videras data del año 1840 y hasta ahora
permanece en secreto. Su degustación era uno de los momentos más importantes
del viaje a la playa.
ESTANCIA Y RETORNO
Por fin a medio día llegábamos
a la playa de las tres erres junto a la aceitera. Cogíamos cuatro cañas y con
una sábana, improvisábamos una sombrilla donde refugiarnos y el primer baño. Si
soplaba Poniente, la comida la ingeríamos con arena en suspensión, nada que no
pudiera evitarse con un buen trago de gaseosa y a seguir disfrutando de la
playa. Nadie llevaba protector solar, eso era para los débiles, así que, a
continuar con el baño, unas ahogadillas, unos saltos al agua desde los hombros
del familiar y a eso de la caída de la tarde un cansancio y un sopor que se
hacía sentir a la entrada del autobús para el regreso, todos derrotados como si
viniéramos de la guerra.
En la subida a Granada, nadie
cantaba, algunos se quejaban de las quemaduras, otros dormían y no se te
ocurriera tocarle los hombros a nadie por si te caía la del pulpo. Ya no
parábamos en ningún sitio, lo único que deseábamos era llegar cuanto antes a
casa y descansar, sobre todo porque los mayores al día siguiente tenían que
trabajar y, a ver como iban a llegar con aquellos cuerpos desmadejados y
achicharrados por el sol.
Menos mal que nosotros
teníamos el remedio en casa. En tiempos en que no sabíamos lo que era el
aftersun, mi abuela nos preparaba un “mejungue” con el que nos curaba en dos
días. En un tazón echaba un buen chorreón de aceite de oliva, otro de vinagre,
y con un terrón de hielo en la mano, nos iba untando la pócima por cara,
hombros, espalda, pecho, muslos y piernas, y así, hasta en tres ocasiones antes
de acostarnos. A la mañana siguiente, las sábanas y nosotros mismos olíamos a
pipirrana, pero gracias a aquel invento, podíamos vestirnos y hacer vida
normal.
Gracias abuela Juana
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