domingo, 20 de julio de 2025

 


A LA PLAYA

 

Tito Ortiz.-

 

El lunes íbamos a la barbería de Agustín, en la calle de Elvira, para comprar los tiques de la excursión a la playa del próximo domingo, antes de que se acabaran. El barbero organizaba un viaje a la playa cada domingo. Primero, en los años cincuenta fuimos transportados en unas camionetas con bancos de madera, para ascender después en los años sesenta a, desvencijados autocares tapizados de escay para que hicieras ventosa durante el trayecto. Con ceniceros en los respaldos para fumar como carreros y, ventanillas protegidas por cortinas de recia tela, para protegernos del sol durante el trayecto a Motril, que nunca bajaba de las tres horas.

La tarde del sábado era de preparativos culinarios: Protegidos en fiambreras metálicas metíamos pimientos verdes fritos, carne empanada, tortilla de patatas y, aparte, una sandía y una gaseosa Sanitex que tenía más fuerza que La Pitusa o La Casera. Con esas provisiones en la nevera portátil, a la que se añadía un cuarto de barra de hielo comprada la misma mañana en la fábrica, “La Siberia” del Escudo del Carmen, nos dirigíamos a la plaza de Santa Ana antes del amanecer, donde nos esperaba el transporte.

Agustín junto al conductor pasaba lista para no dejarse a nadie, esperaba a los dormilones que eran contundentemente abucheados al entrar y ocupar sus asientos, recogía los tiques y cerraba la puerta. El conductor arrancaba y hale… A la playa. No habíamos llegado al puente del Genil cuando ya había saltado un espontaneo buscando la colaboración de todos con el famoso canto: “Para ser conductor de primera, acelera, acelera…” Aquello era como el día de la marmota, pero de domingo a domingo.

PARADAS AL GUSTO DEL CONSUMIDOR

Al llegar a la curva de entrada a Dúrcal se llevaba a cabo la primera parada en el llamado, Pilar del Mono que, el 8 de mayo de 1902, se hizo la solicitud para poder hacer una fuente de agua / pilar cerca de la carretera, junto al puente nuevo. Este pilar es parada obligatoria de todos los ciclistas y de muchas de las personas que viajaban por la antigua carretera de Granada a Motril. Su agua es fresca durante todo el año y sus dos caños suelen estar llenos de gente con garrafas. Allí llenábamos cantimploras y damajuanas para echar todo el día en la playa y continuábamos la ruta, hasta llegar a la Venta de Las Angustias, cercana al desvío de Lanjarón. En este lugar se evacuaban aguas menores, se tomaba algo fresquito o café los que no habían desayunado y, a golpe de silbato, todos a bordo de nuevo y adelante. El bueno de Agustín siempre pasaba lista después de cada parada, porque siempre había un rezagado y, no era cosa de dejarlo en tierra.

La tercera parada era obligatoria en Vélez de Banaudalla, donde comprábamos los pestiños para llevar a casa y sorprender a la familia. La más que acreditada fama de los pestiños veleños viene de antiguo, de su pasado árabe, secundada después por la incorporación de sus no menos afamados roscos, solo aptos para paladares finos. Y de esta guisa nos disponíamos a pasar por los caracolillos de Vélez, lugar muy acreditado para aquellas criaturas propicias al mareo, incluso al vómito que, solo se reponían cuando atravesábamos el túnel de La Gorgoracha y al salir de él, por fin veíamos el mar al espontáneo grito de: ¡Ahí está la playa! Bajábamos por La Rambla y parábamos a probar un trozo de torta real, ese dulce inconfundible y único de Motril. Se cree que este postre es de ascendencia morisca por sus ingredientes, aunque no se sabe si ha habido cambios en la receta original. La de la familia Videras data del año 1840 y hasta ahora permanece en secreto. Su degustación era uno de los momentos más importantes del viaje a la playa.

ESTANCIA Y RETORNO

Por fin a medio día llegábamos a la playa de las tres erres junto a la aceitera. Cogíamos cuatro cañas y con una sábana, improvisábamos una sombrilla donde refugiarnos y el primer baño. Si soplaba Poniente, la comida la ingeríamos con arena en suspensión, nada que no pudiera evitarse con un buen trago de gaseosa y a seguir disfrutando de la playa. Nadie llevaba protector solar, eso era para los débiles, así que, a continuar con el baño, unas ahogadillas, unos saltos al agua desde los hombros del familiar y a eso de la caída de la tarde un cansancio y un sopor que se hacía sentir a la entrada del autobús para el regreso, todos derrotados como si viniéramos de la guerra.

En la subida a Granada, nadie cantaba, algunos se quejaban de las quemaduras, otros dormían y no se te ocurriera tocarle los hombros a nadie por si te caía la del pulpo. Ya no parábamos en ningún sitio, lo único que deseábamos era llegar cuanto antes a casa y descansar, sobre todo porque los mayores al día siguiente tenían que trabajar y, a ver como iban a llegar con aquellos cuerpos desmadejados y achicharrados por el sol.

Menos mal que nosotros teníamos el remedio en casa. En tiempos en que no sabíamos lo que era el aftersun, mi abuela nos preparaba un “mejungue” con el que nos curaba en dos días. En un tazón echaba un buen chorreón de aceite de oliva, otro de vinagre, y con un terrón de hielo en la mano, nos iba untando la pócima por cara, hombros, espalda, pecho, muslos y piernas, y así, hasta en tres ocasiones antes de acostarnos. A la mañana siguiente, las sábanas y nosotros mismos olíamos a pipirrana, pero gracias a aquel invento, podíamos vestirnos y hacer vida normal.

Gracias abuela Juana

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario