jueves, 3 de diciembre de 2015

BARBERÍA

BARBERÍA Tito Ortiz.- Cuando yo nací, no existían las peluquerías de caballeros, sólo las barberías. Unos establecimientos que lucían a ambos lados de la fachada, unas franjas blancas, azules y rojas, que ya de lejos hacían visible el tipo de local del que se trataba y, los servicios que en el se prestaban. Ya no eran los famosos barberos cirujanos del siglo XIII, que lo mismo te cortaban el pelo, la barba, sacaban una muela, hacían sangrías, trepanaciones, o te blanqueaban los dientes con agua fuerte, así como suena y a las bravas. Los barberos que yo conocí eran gentes amables, dicharacheros, con unos sillones abatibles a prueba de bombas. Con un periódico local y otro deportivo, revistas atrasadas, tebeos, la radio encendida en una repisa con tapete de croché, y una sillita pequeña, para implementar el sillón y que los niños quedáramos a la altura del espejo y no por debajo. Solían tener colgado un almanaque, con una señorita en bañador de muy buen ver. El bañador, digo, y ponían a punto sus navajas deslizándolas por un artilugio con mango de madera, compuesto por una doble banda de cuero. Hubo un tiempo en que también tuvimos barbero de cabecera. A mi casa iba a pelarnos, el Guardia Civil barbero oficial del cuartel de Las Palmas, el amigo Pepe, que cuando acababa su turno, cogía todos sus bártulos en una cartera de buen material de recias hebillas, y visitaba casa por casa a los conocidos para sacarse un sobre sueldo. Por un módico precio, te pelaba, o afeitaba en su caso, sin necesidad de salir de casa ni tener que esperar la vez. Lo único que había que hacer era sacar una silla al rellano de la escalera, y quitar una de las sábanas de la cama, que él te rodeaba por el cuello ajustándola con un nudo, y al instante comenzaba a sonar el repiqueteo a lo claqué, de aquella vieja tijera, que cortaba con precisión todo el pelo que sobresalía de aquel peine de hueso amarillento. El barbero te cortaba los pelillos de las fosas nasales, los de las orejas, incluso aquellos muy largos de las cejas, siempre que el cliente diera su consentimiento, porque había algunos que esto último lo consideraban una mariconada. El hombre y el oso... Barberos de toda la vida, que dependiendo del cliente, eran del Madrid o del BarÇa, de Curro Romero o de Paula, de Falange o contaban chistes de Franco a sottovoche, todo con tal de que estuvieras a gusto, satisfecho con la conversación y con el servicio. Con los polvos de talco para el cogote, insuflados con el dosificador de goma manual, con la brocha para la barba untada en la barra de jabón, con el cepillo que retira de la cara los molestos pelillos cortados y con la conversación más machista de la historia, porque para eso las barberías eran terreno vetado a las mujeres. Yo he visto interrumpir un afeitado con navaja recién afilada, para salir a la puerta y piropear a una morena que pasaba, de esas de rompe y rasga. Ese era mi barrio del Albayzín, apasionado en los derbis futbolísticos contra Haza Grande, y en el requiebro, con el sempiterno respeto al cabo Colomera y al Guardia Segundo, Quintero. Con sus barberos en la placeta del Salvador, o en la de San Miguel El Bajo. Que más da. Barberos que cuando todavía no se cortaba el pelo a navaja, te lo cortaban con la llama de una vela, pero el profesional de postín era el que mejor manejaba la tijera, el que mejor masajeaba con Floy, la loción del gángster estadounidense, el que más brillantina te ponía para salir de allí con el pelo pegado y reluciente, como recién lamido por una vaca. Luego los tiempos empezaron a cambiar, y la revolución de las barberías comenzó con la llegada del Abrótano Macho, con la colonia, Barón Dandy – la única que tiene el honor de oler a sudor – el librito de papel Bambú del bueno, los tirantes de broche que no necesitan botones en los pantalones, y la nueva hornada de barberos, que comenzaron haciendo cursos de moda en el sindicato vertical, pasaron a llamarse peluqueros, y últimamente, estilistas. Si a uno de éstos se te ocurre decirle que te afeite, te mirará de arriba abajo con desprecio absoluto, y girando la cara a otro lado te dirá que él... él es un artista, y se sentirá ofendido de por vida. Yo no reivindico la figura del barbero sacamuelas, porque para eso ya tengo a mi buen amigo el doctor Cutando, que trata mis dientes de maravilla, pero no me parece normal, que cada vez sea más difícil encontrar un barbero que afeite a sus clientes, menos mal que mi amigo Isidro, sigue junto al mercado de san Agustín, sabiendo de éstos menesteres, cada día más demandados por criaturas sensatas, porque como te deja un afeitado a navaja en la barbería, no te dejas tu en casa la cara, ni que te afeites con el cuchillo que lo hacia el gran jefe, Toro Sentado. ¿Para cuando un módulo de Formación Profesional? En el que se forme a jóvenes en el noble arte del afeitado y del recorte de la barba, que incluso pudieran ir a domicilio ofreciendo buena técnica y mejor charla. Hombres y mujeres jóvenes, que en sus establecimientos, ofrezcan a sus clientes la delicia de un buen afeitado con apurado porcelanesco, lo mismo que les hacen a las damas la depilación de piernas e ingles, y ningún/a profesional se da por ofendido/a por esto, es más, lo entienden como algo propio de su trabajo. Es esa línea, yo intentaría hacerme también las axilas, el entrecejo y hasta la coronilla, porque yo en realidad lo que siempre he querido ser es... camarlengo.

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