Tito Ortiz.-
El viento, camuflado de palas mecánicas y abandono, se ha llevado mi calle del Aire. Si te enfrentas a la Real Chancillería, a la diestra mano, como si de las entrañas de un diapasón divino se tratara, hasta hace unos días estaba la calle del Aire. Unas edificaciones postizas desde el siglo XIX, que a modo de órgano sonoro natural, imprimían sonido en días de vendaval, a la fachada del Alto Tribunal, opuesta a la de la Cárcel Alta. Es la del Aire, una calle de mi infancia, propicia para sustos de juegos infantiles a la caída de la tarde. Idónea para una emboscada a capa y espada, en la Granada de Pérez Reverte. Sobrecogedora en desfile de ánimas, mientras suenan en su toque desde la campana de la Torre de La Vela, que antes repicó a riego en la vega. En la calle del Aire, vivía “La muñeca de cera”, una niña del colegio que nos traía locos a todos por su belleza y embrujo, y que cuando íbamos por la tarde a que don Nicolás, nos preparara en Santa Ana para tomar la primera comunión, nos obligaba a desviarnos de nuestra ruta, para pasar una y otra vez por la calle, desde San Juan de Los Reyes a Plaza Nueva, por si la casualidad nos era propicia, y teníamos la satisfacción de verla porque su madre le hubiera mandado algún recado. La calle del Aire, es como el esófago de una flauta dulce por donde en días de ventarrón, suenan las músicas naturales, marcadas en un pentagrama pétreo, con el coro de los habitan las mazmorras y van a ser ajusticiados, de un lado, y el de piadosas mujeres que plañen por el copatrón de Granada, mientras las monjas de clausura de san Gregorio Bético, oran revestidas de blanco ante la luz perpetua del Tabernáculo
Por la calle del Aire, enfermo de muerte, dio San Juan de Dios sus últimos pasos, para entrar por la puerta lateral de la casa de Los Pisa, donde diría adiós a la vida y a la Granada que amó tanto, dando origen a la fundación de la calle, Convalecencia. Mi calle del Aire, se ha quedado sorda, sin los registros que la hacían musical en días de viento, sin el misterio de una desembocadura a una plaza milenaria, que sabe lo mismo de grandes autos sacramentales, ajusticiamientos en patíbulo, batallas florales ante fuentes desaparecidas, y giros del tranvía en la plaza de santa Ana.
Calle donde se vuelan los sombreros y se vuelven los paraguas, ante los escombros del solar de la calle del Aire, lloro mi infancia y mi infortunio, los juegos del “pilla-illa”, los de “La Rueda”, “ La Lima”, “Indios y Vaqueros” emulando a Rintintín y el cabo Rusti, “Bonanza” “Los Chiripitiflaútuicos” y “Silla de Pista”, con Boliche y Chapinete. Lloro aquella vieja televisión, Vanguard, en blanco y negro, que tardaba una eternidad en encenderse, y los dos rombos que me obligaban a irme a la cama. Lloro el estudio fotográfico de mi amigo Choín, cuando todavía el color no había llegado a la fotografía, en esa calle umbría y ventosa en invierno, pero fresquita y e iluminada en verano, nuestras charlas cuando recogía alguna instantánea a publicar en Patria o la Hoja del Lunes. Su estrechez y trazado serpenteante, en no pocas ocasiones le han hecho llamarse callejón, como lo hizo Manolo Benítez Carrasco, aunque Estrella Morente, le devolvió la categoría orográfica. Fantasmagórica y risueña, la calle del Aire, granaína hasta los tuétanos, se nos ha comenzado a derrumbar, pero que nadie toque arrebato en la campana de la Audiencia, porque mientras la tengamos en la memoria, sus muros seguirán inhiestos.
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