LIBERTAD, A LA INTEMPERIE
Tito Ortiz.-
Vino a visitar Granada a finales de los setenta del siglo pasado, el embajador de EE.UU en España, Terence Thodman. Alto como, Barack Obama, y orondo como Peter Ustinov, sus pasos sobre el salón del hotel Alhambra Palace, hacían cimbrear el suelo centenario, proyectado por el Duque de San Pedro de Galatino, con el visto bueno de su amigo, Alfonso XIII. En principio no estaba previsto que hiciera declaraciones, pero mi director de Patria me mandó a ver que conseguía, y yo, aprovechando mi vieja amistad con James, miembro del FBI, camuflado de su asesor cultural que venía en su séquito, conseguí sentarlo junto al piano durante unos minutos. Mi amigo y yo, habíamos colaborado en el pasado, cuando me dedicaba a esos menesteres.
Tras las preguntas obligadas de. que le había parecido la ciudad, el Sacromonte y la Alhambra, me permití preguntarle a cerca de una circunstancia que yo advertía en las teleseries de entonces como, “Canción Triste de Hill Street”, en la que un teniente de la policía, vestido de indigente, de esos que se calientan las manos en una fogata hecha sobre un bidón, resolvía casos a base de su trato con los sin techo, y de no revelar su verdadera identidad hasta el punto de que, cuando alguien le preguntaba por su vida, su respuesta era un ladrido extraordinario, al más puro estilo de un pastor alemán. A lo que yo iba era a que, me parecía muy extraño, que el país más rico del mundo, tuviera esa cantidad ingente de personas sin hogar, que vivían en las calles o debajo de un puente tapadas con cartones, comiendo de la caridad de los vecinos o de lo que encontraban en los contenedores.
El embajador, lejos de mostrarse receloso por mi pregunta, la aceptó de buen grado, diciéndome que ese era precisamente uno de los síntomas de la riqueza estadounidense. El país que comandaba el mundo, el que había llegado a la Luna y el de las grandes fortunas, había - sin pretenderlo – generado una situación no deseada, con una exclusión social, de la que el progreso no sabía salir del todo, tal vez incluso, por la propia voluntad de algunos de los que formaban el colectivo, que en cualquier caso, no podían ser todos, claro. Pero que se estaban poniendo en marcha los mecanismos necesarios, para disminuir esa gran desigualdad en la sociedad más avanzada del mundo.
Los años han pasado, y los sin techo siguen allí, y lejos de disminuir, hoy son ya multitud. Los norteamericanos no han erradicado la indigencia social. Y nosotros, un país democrático y avanzado, no podíamos ser menos, así que tampoco hemos hecho lo necesario para sacar a los pobres de solemnidad de nuestras calles y portales. Cada año por estas fechas, nuestros políticos nos dicen que están en ello, que trabajan para que nadie duerma en la calle y viva de la caridad, pero nuestras aceras y soportales dicen que no somos capaces de, abordad este problema de países avanzadísimos, donde la riqueza no solo aumenta en el mismo lado de la sociedad, sino que, aleja cada vez más a estas criaturas humanas, de una aproximación a la dignidad del hombre y sus derechos fundamentales. ¡Qué asco de vida!
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