TRAS LA MASCARILLA
Tito Ortiz.-
Dije en su día, y mantengo, que no hay un solo modelo estándar de malafollá granatensis. Existen variedades arrevistadas de estos personajes, entre los que yo destacaría dos fundamentalmente: El denominado por mí “Oledor de excrementos” que, es ese individuo que al pasar junto a él, observamos que lleva siempre el ceño más fruncido que el corpiño de María Antonieta, en una actitud como si sobre el labio superior, y sujeto por la nariz, portara un zurullo de mierda común. Se distingue también porque al hablar, se nota que está peleado con el mundo y suele soltar exabruptos a modo de contestaciones. Otra variante es la de aquel que, con cara de póker en las reuniones, atento a la conversación, y escatimando todo gesto facial que pudiera delatar lo que va a soltar, apostilla con dardo certero, cargado de humor negro o ironía. Y así podría seguir describiendo hasta siete tipos de malafondingas que tengo censados, pero no quisiera que el espacio concedido para éste artículo, se me fuera en la descripción, impidiéndome llegar a lo que venía.
Me he traído a mí mismo ante el teclado, para hablar de una situación producto de la pandemia, que tiene su etiología en el uso de la mascarilla. Este artefacto protector que portamos – va para dos años – en la cara, al tiempo que nos impide contagiarnos, nos permite una mayor libertad de pensamiento, y lo que es mejor, de palabra. Gracias a la mascarilla, nos hemos desinhibido de tal forma, que nos desahogamos con cosas que antes no verbalizábamos por temor a ser escuchados. La mascarilla nos permite tras el saludo en el portal, llamar malafollá a ese vecino huraño e insolidario, que en las reuniones de la comunidad, no está de acuerdo en nada, y solo asiste para incordiar y molestar. Basta con saludarlo y dejar que se aleje dos pasos para que no oiga nuestra sentencia pronunciada a sottovoce tras la mascarilla. Otra prueba de que ha disminuido nuestra represión oral al llevar mascarilla es que, al cruzarnos con una dama de buen ver, antes de la pandemia manteníamos los labios sellados para no ser tildados de machistas. Ahora, como si nos poseyera el espíritu de Pepe Blanco, mientras hierven los garbanzos del cocidito madrileño en la buhardilla, nos atrevemos a decir – como él lo haría - ¡Vaya hembra de postín!
Está claro que la mascarilla ha venido a liberarnos, y eso se lo tenemos que agradecer a la pandemia. No hay nada más gratificante que, al recibir una orden de tu jefe, como siempre mal dada y a destiempo, en cuanto nos damos la vuelta y lo dejamos atrás, podemos jurar en arameo acordándonos de todo su árbol genealógico, sin que éste se cosque, y eso te relaja una barbaridad. En misa también es muy socorrida, sobre todo para los que fuimos monaguillos preconciliares, de la misa en latín y de espaldas a los fieles. Cuando nos toca rezar el Padre Nuestro, nadie advierte que nosotros seguimos rezando aquel primero en español, y que todavía no hemos adaptado la nueva letra que cambia la oración. Total que, como siga hablando de las ventajas de la mascarilla, no nos la quitamos en la vida, y si no, al tiempo.
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