lunes, 14 de septiembre de 2015
ESTAMOS VIVOS DE MILAGRO
ESTAMOS VIVOS DE MILAGRO
Tito Ortiz.-
Los niños de los años cincuenta, somos unos desclasados, que vivimos de chiripa. Ni siquiera tenemos el orgullo de ser niños de la guerra, que fardaban de sufrimiento y desgracia con toda la razón del mundo, porque vivieron en primera persona, como éste país se abrió en dos, como un volcán diabólico, permitiendo que la matanza entre hermanos fuera moneda de curso legal. Ni tan siquiera somos niños de la postguerra, con derecho a pasar hambre, con padres depurados o huidos al monte. Los de la década de los cincuenta, estamos socialmente en tierra de nadie, hasta el punto de que nunca se habla de la generación del cincuenta, a pesar de que fuimos discriminados hasta en el colegio, separados por sexos, obligados a hacer la primera comunión, a ser confirmados, a estudiar en El Catón y la Enciclopedia Álvarez, en colegio nacional, con crucifijo escoltado por fotos de Franco y José Antonio, sobre la cabeza del maestro. Los niños de los cincuenta vivimos, porque en el mundo tiene que haber de todo.
¿Cómo es posible sobrevivir a un ataque de hipo, si por todo remedio, te pegan en la frente una bolita de lana con saliva, cuyas hilas han sido extraídas a pellizcos, del propio jersey que llevas puesto?. Soy un niño, al que le curaron el estreñimiento, metiéndole por el culito, el rabito de una hoja de higuera, o una cerilla de aquellas del vástago marrón encerado. Cuya madre, utilizó por esponja un estropajo de esparto, y por gel cremoso e hidratante, una pastilla de jabón Lagarto, que una vez restregado por el bloque de sosa y aceite, era friccionado por mi escuálido cuerpo, dejándome escamondado, exfoliado y desparasitado para toda la semana. Las heridas se me curaban con polvos de Azol, que nada más entrar en contacto con la piel, se convertían en una piedra que a modo de costra, taponaban y emponzoñaban, más que curaban. Para el dolor de oídos, pañuelos calentados con la plancha de carbón. Para el resfriado, una untura en el pecho y la espalda con Aguarrás, y un papel de estraza en el tórax, con las cenizas calientes del brasero de picón. Sólo años después, pude acceder a los parches Sor Virginia. Para el dolor de muelas un chorreoncito de coñac en la boca, volcada hacía el lado del diente en cuestión y, luego escupir el contenido para no coger una cogorza infantil. Los piojos y las liendres me los quitaron con un mejunje casero que hacía mi madre, echando en un bote de cristal medio litro de alcohol, un buen puñado de los huesos negros de la chirimoya, y cuando aquello tenía el color amarronado, con un algodón me lo restregaba por el cuero cabelludo, y a continuación una larga sesión de pasar y pasar de liandrera, para acabar con los bichitos muertos.
Es un milagro para el que la ciencia aún no ha encontrado explicación, que los niños de los años cincuenta, todavía podamos contarlo. Crecimos por la caridad de los yanquis, a base de queso americano y leche en polvo. Cuando las costillas se me contaban a simple vista, y las cuencas de los ojos se hacían grandes y negras, hasta hundirlos, mi madre me arreaba en ayunas, una cucharada sopera de aceite de hígado de bacalao, para que el estómago se me retorciera como una toalla vieja, y las papilas gustativas me fueran castradas de por vida. Debo añadir a infancia tan infausta, que también fui zaherido, con friegas de alcohol en los pies para soportar los zapatos pequeños, que había que aprovechar hasta el sorteo de la mili. Que sangré durante años, gracias a las rozaduras de, unas indomables sandalias de Segarra. Que sobreviví - no sé como - a la misa en latín de espaldas a los fieles, a toda una noche en ayunas para poder comulgar al día siguiente, y a las preguntas insidiosas de curas pederastas en los confesionarios. Las inyecciones de Penicilina, muy moderna entonces, me hicieron unos vejigones en los cachetes, que dolían más que la propia acción del líquido lechoso rompiendo el músculo, y que tardaba más de una semana en desaparecer, hasta el punto de tener que sentarte en una postura oblicua, a modo de retorcida esfinge descangallada. Nos vacunaban rajándonos con una cuchilla los brazos y los muslos, dejándonos unas hermosas cicatrices de por vida, que aún lucimos como reses marcadas. Cuando te quemabas por tomar el sol en el río, tu abuela reunía en una perola un buen chorreón de aceite de oliva, otro no menos generoso de vinagre, y con aquel calducho ensaladero, mojaba un trozo de hielo, de la fábrica La Siberia, en el Escudo del Carmen, y te restregaba por toda la espalda, calmándote el dolor al instante, y dejándote un olor a gazpacho permanente. Eso que ahora llamamos After-Sun, es un invento que a nosotros nos ha llegado sesenta años más tarde, pero da igual, nosotros, los del cincuenta lo aguantamos todo. Si hemos sobrevivido a una dictadura, y estamos asistiendo a una regresión progresiva de la democracia, ¿qué no aguantaremos nosotros?. Apurar cielos pretendo, ya que me tratáis así, que delito cometí, contra vosotros naciendo. ¿O no?.
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