martes, 1 de noviembre de 2016
SE ME HA MUERTO EL CANARIO
SE ME HA MUERTO EL CANARIO
Tito Ortiz.-
No había forma de cerrar el ataúd. Por más que apretábamos todos sobre la tapa, aquello no bajaba hasta encajar y poder echar la llave. Una cosa que nunca he comprendido. Para qué poner cerradura con llave en un féretro. ¿Alguien espera que el muerto levante la tapa y salga andando?. De todas formas, era raro que no pudiéramos ajustar la tapa con el fiambre dentro, si el de la funeraria, La Soledad, se había tirado un buen rato tomándole medidas al bueno de Anselmo, que con la mirada en la lámpara del techo, y sin parpadear, lo esperaba desde que su corazón dejó de latir a eso de la hora de la siesta. Concha su viuda, solo escuchó desde el comedor, donde pegada a la radio prestaba atención al capítulo correspondiente de “ Ama Rosa”, un ronquido más largo y fuerte de lo normal. Después, cuando entró a despertarlo para que le cambiara el agua al canario y le pusiera alpiste, Anselmo no le respondió, a pesar de que insistentemente, prestaba mucha atención a los desconchones del techo. Concha salió a la calle dando gritos, los vecinos se arremolinaron, vino el médico a confirmar lo que todo el mundo sabía, que Anselmo no respiraba, y al rato llegaron los de las pompas fúnebres, que entraron al dormitorio y tirando de metro, anotaron el área del cuadrado, la hipotenusa, los catetos, la raíz cuadrada de pi, catorce dieciséis, y ante la viuda, tiraron de álbum plastificado para que eligiera violín, acorde a su bolsillo, porque Anselmo llevaba años sin pagar el seguro de decesos, importe que mensualmente y a escondidas de su contraria, empleaba en paquetes de celtas cortos sin emboquillar, y tintillos con casera, alternos en días laborables.
La tapa no cedía. Anselmo no había engordado desde que había sido tasado por los de la corbata negra. Por mucho que el vientre se expanda postmorten por el asunto de los gases, no lo hace hasta el extremo de impedir cerrar la caja. Anselmo era corpulento, y más con sus manos entrelazadas a la altura del ombligo, pero no hasta el punto de dejar la caja entreabierta, como un bocadillo de pringá del puchero. Mientras nosotros dábamos vueltas alrededor del finado, para dar con la clave de poder embutirlo definitivamente, en el pijama de pino barnizado a la goma laca, Concha no para de barrer las cascarillas de alpiste, restos de pequeñas plumas, y alguna que otra cagarruta del canario, ajena a todo lo que sucedía en el comedor, donde habían arrinconado el repostero, para que presidiera la estancia, el orondo cadáver de Anselmo, que por momentos se iba poniendo amarillo, a la luz de sus cuatro cirios, ante la mirada atenta e impertérrita del crucifijo colocado tras su cabeza. Concha, absorta en el barrer, bajo la percha de la jaula del canario, unas veces murmuraba y otras rezaba a modo de letanía, lo que todos achacaron a la impresión recibida por la inesperada muerte de su marido. Por fin a mi hermano Falo, técnico titulado en el manejo de cadáveres y cajas mortuorias, se le ocurrió que lo único que nos quedaba por intentar, era bajar al finado al suelo, y sentándonos en la tapa, hacer que ésta bajara hasta lograr echar la llave en la cerradura. Dicho y hecho. Tomamos impulso al unísono, levantamos nuestras posaderas a la vez, y nos dejamos caer con tal fuerza, que la tapa se juntó con la base de la caja, y en un pispás, Falo, con la habilidad y rapidez de la cobra del Nilo, dio media vuelta a la llave, cerrando herméticamente el catafalco, y dándole con ello al bueno de Anselmo, la privacidad requerida, para un maullado digno en su propio velatorio. Durante la acción, escuchamos un ligero chasquido, que achacamos a la presión de la tapa, sobre el receptáculo donde posaba el finado, y no le dimos mayor importancia. Tras el entierro, nadie echó de menos al canario, aquel animalito que era el ojo derecho de Anselmo, al que prodigaba sus cuidados y carantoñas, ante la mirada en ángulo de Concha, que siempre juró venganza, y supo esperar su oportunidad. Cuando pusieron a su marido muerto en el féretro, esperó a estar sola, y colocó hábilmente bajo su espalda, la jaula con el pájaro objeto de su odio. Desde entonces canta con pasión aquello famoso de: Pun catapún chimpún, que se me ha muerto el canario...
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