martes, 30 de mayo de 2017
BUTES, BÚOS Y CALAMANDURRIOS
BUTES, BÚHOS Y CALAMANDURRIOS
Tito Ortiz.-
Estaba yo el otro día poniendo orden en mi despacho –asunto éste del todo imposible- y entre cajones, mesa y estanterías, fueron saliendo libros, cartas, dípticos de exposiciones, y toda clase de documentos similares sin graduación, entre ellos, algunos correspondientes a las exposiciones y actos culturales, que el siglo pasado organizábamos en la segunda planta de pub, Prieto’s de la calle Alhamar, donde el bueno de Juan Prieto, volcaba todo su entusiasmo, para dinamizar a la Granada culta. Pintura, música, poesía, narrativa, y magia. Sí magia. Juan incluyó desde el primer momento la magia como una más de las artes a cultivar. Para ello contaba con la colaboración imprescindible del mago, Miguel Aparicio, ideólogo y fundador de la “poemagia”, el primero que se atrevió a poner la magia al servicio de la poesía y viceversa. No menos interesantes eran sus dibujos, cuyos personajes inspiraron una de las exposiciones en Prieto’s, que llevaba por título el de éste artículo. Miguel, de voz recia y bondad infinita, era un hombre bueno, que cultivaba la amistad como el mejor de los bienes recibidos por el hombre, y que dedicó gran parte de su vida, a la enseñanza de sus trucos, para que estos perduraran cuando él ya no estuviera. Miguel, te sacaba una moneda de la oreja, y a continuación, la sonrisa inocente que tu creías habías perdido siendo niño. Y sin tiempo para reaccionar, te cortaba con una tijera, una cuerda en tres partes, que unía ante tus ojos absortos con tan solo deslizar la yema de sus dedos. Mientras, en el transcurso del momento mágico, te había recitado a los clásicos, o regalado un poema personal, creado para la ocasión. Miguel Aparicio, nos regalaba su magia y su amistad a borbotones, mostrándonos el As de picas, que tu habías escondido recónditamente en la baraja, sin que él lo hubiera visto, y todo ante un auditorio heterodoxo y exigente, con personajes de la Granada profunda, como un melancólico, Pepiniqui, o un nonagenario dicharachero, Marino Antequera. La segunda planta del pub Prieto’s se convirtió por un tiempo mágico, en el ateneo granatensis de las bellas artes, con un maestro de ceremonias al que todavía no se le ha hecho justicia, dado que Juan Prieto, nunca militó en nada, tan solo en su independencia y buen criterio de mecenas por amor al arte. Desde el bar de enfrente, su padre asistía con la sabiduría de los mayores, a la labor de su hijo con la fe puesta en él, tanto como en el Cristo de Moclín. Cada tarde, y sin previa cita, la ciudad más viva se daba cita en el lugar, con tertulias dinamizadoras, que agitaban la cultura capitalina, en clara alternativa al adoctrinamiento de la oficialidad, abriendo puertas a un campo, que en aquellos años, algunos creían suyo y de pleno dominio para dirigir la cultura, algo realmente imposible, si hablamos de una creatividad libre en cualquier actividad artística o en el cultivo de las humanidades, hoy día desterradas de la enseñanza, para adocenarnos y empaquetarnos en lo conveniente para el sistema. Seamos sensatos, pidamos lo imposible, que Juan Prieto vuelva a su pub, y que allí nos esté esperando, Miguel Aparicio. Para un mago, no hay nada irrealizable.
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