martes, 9 de mayo de 2017
LA MUERTE NOS IGUALA A TODOS
LA MUERTE NOS IGUALA A TODOS
Tito Ortiz.-
No existe en el mundo un baremo más exacto y justiciero que el de la muerte. En ese instante en el que dejamos de respirar, y el médico se acerca a los familiares para darles la oportunidad de donar tus órganos, ahí, es cuando te das cuenta que da lo mismo que seas rico o pobre, ilustrado o analfabeto, trabajador en paro, registrador de la propiedad, o liberado sindical, la muerte nos coloca a todos a la misma altura en un pedestal homologado, en el que todos somos iguales. La faena es que para llegar a esa igualdad, tienes que abandonar éste mundo, y darte de alta en autónomos del otro barrio, porque ni después de muerto te libras de cotizar. Pero si la muerte nos iguala a todos, la enfermedad nos empareja, y ahí tampoco hay distinciones, a no ser que seas pudiente y te permitas una clínica privada, que los hay, pero la mayoría coincidimos en los hospitales públicos, donde sin hacer distingos, te asignan nada más llegar, un pijama celeste desteñido, a no ser que seas un pijo como yo, y optes por esa batita de lunares, en azul o verde, enlazada a la espalda por unas cintitas, que permiten al viandante de pasillos, verte la rajita del culo con toda naturalidad, asunto éste, que en la sanidad pública tiene su punto, porque en artículo mortis, ir por los pasillos con tu gotero y tu pompi al viento, es una licencia que para lo que te queda de vida, nadie te la tiene en cuenta. Antes de morir, yo fui inquilino que la 419-1, en la cuarta planta de Ruiz De Alda, donde pasé ratos muy agradables pese a estar diciéndole adiós a la vida. En principio porque el trato recibido desde los doctores, Cózar, Vázquez y Martínez Morcillo, hasta el personal de enfermería y limpieza, ha sido exquisito, y después, porque mi compañero de habitación, Rafael, me dio la oportunidad de recobrar la confianza en el ser humano, y el trato cariñoso y amable entre dos desconocidos, que lo único que compartíamos hasta nuestro encuentro, era el diagnóstico de un buen cáncer, que es lo menos que se despacha, para que entre personas sensatas se valore lo importante de la vida. Rafael me hablaba con ilusión de adolescente, de su pueblo, Fonelas, y de sus tierras volcadas sobre los baños de Alicún de Ortega, de su tractor con aire acondicionado, y de lo bien que vive ahora en Peligros con su mujer, Nieves. La enfermedad nos emparejó, compartimos habitación, y despojados de toda hojarasca, coincidíamos en lamentarnos, que precisamente ahora que nos habíamos jubilado, y podíamos disfrutar de nuestro tiempo y nuestros nietos, la vida nos enfrentaba a esa enfermedad innombrable, a la que por otra parte, no estábamos dispuestos a regalarle nuestra osamenta sin ofrecer resistencia. Sepan aquellos que no estén al corriente, que del cáncer también se sale. De hecho, Rafael y yo hemos quedado en vernos pronto, para tomarnos una copa de Ribera del Duero, a ser posible bueno, y seguir hablando, como si no hubiéramos salido de la cuarta planta de Ruiz de Alda. Si la muerte nos iguala, recuerden que la enfermedad nos empareja, y a veces tenemos la suerte de compartir esos momentos trágicos, con personas como Rafael, que éste año va a tener una buena cosecha de cereal. Va por ti, nuevo amigo.
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