domingo, 9 de diciembre de 2018

NAVIDAD EN LA GRANADA DE MIS RECUERDOS

NAVIDAD EN LA GRANADA DE MIS RECUERDOS Tito Ortiz.- Bajábamos del Albayzín a Granada, buscando los elementos necesarios para montar el portalico de Belén. Durante todo el año, pero sobre todo con la vuelta al cole, mis hermanos y yo nos afanamos en ir haciendo figuras de barro, cogido de la margen izquierda del Dauro. Con nuestras torpes manos dábamos forma a la masa, que dependiendo de la zona del río donde la hubiéramos cogido, tenía un color de barro rojizo amarronado, o también podía salirte de un gris marengo casi negro. No teníamos horno, así que con aquel Sol de Otoño que apenas calentaba, sobre un papel de periódico, las dejábamos secar en la ventana, a la espera de que una vez duras, se dejaran pintar convenientemente. Luego vendrían los colores a la acuarela, los remates, y una vez listas, comprobar con tristeza en el escaparate de Mariscal, que sus figuras no tenían nada que ver con las nuestras, porque las suyas si que eran figuras de barro en condiciones, para un belén o para lo que fuera. Porque sus bandoleros, gitanas, caballos y jacas eran de un postín de señorío nato. Yo me quedaba embelesado en el escaparate, espachurrando la cara contra el cristal, pensando cuando mis figuras se parecerían a las suyas, y cuando mis casas hechas con planchas de corcho, y pintadas con lo primero que había por casa, se parecerían a las suyas. Los comienzos de esta familia de artesanos son de la mano del barrista Antonio Jiménez Rada, nacido en Granada, en 1873, que se inició en el taller de la Calle Gracia, 6, perteneciente a la Familia Román. Después de varios años trabajando en Granada y casado con Encarnación Mariscal, Rada marcha a Sevilla, estableciéndose en Triana, en la Calle San Jacinto. Estuvo allí al mando de un acomodado taller con varios empleados en pintura y barro. De este taller trianero salieron numerosas figuras de belén y barros costumbristas herederos del gusto romántico. Durante esta época en Sevilla tendrá como principales discípulos y aprendices a sus hijos Francisco Jiménez Mariscal y José Jiménez Mariscal. En su etapa en Sevilla, y como mayor galardón se le otorgó la medalla de oro de la Exposición Iberoamericana en 1929. A mediados de los años treinta coincidiendo con el ascenso de la República, Rada abandona Sevilla y vuelve a su ciudad natal, su primogénito, Francisco emigraría a Brasil, y sus dos hijos José Jiménez Mariscal y Josefa Jiménez Mariscal, retomarán el taller situado en la Calle Gracia, 6, volviendo a salir infinidad de figuras religiosas y populares. Rada también participaba en obras de mayor envergadura, como la colaboración con su primo, el escultor Torres Rada, para labrar el águila que corona la esquina de Gran Vía con reyes católicos. Antonio Jiménez Rada murió tras varios años alejados del oficio a causa de su demencia senil, el 10 de diciembre de 1949.Parte de su obra se puede apreciar en el Museo Casa de los Tiros de Granada. Visita que yo siempre recomiendo. La labor del maestro fue continuada por sus hijos, José y Josefa. José trabajaba con su padre hasta comienzos de los años cincuenta, realizando unas figuras muy finas y delicadas, decoradas con pigmentación al huevo. Por algún tiempo el taller adoptará la firma de RADA E HIJO, durante esta época, se formarán barristas como José Lozano López. Una vez fallecido su padre Antonio JIMÉNEZ Rada, José Jiménez MARISCAL continúa la estela familiar. Su obra, de notable calidad y fama y su labor docente en la escuela social Bermúdez de Castro, hacen de él la personalidad destacada del barrismo granadino del s.XX, de su taller saldrán toreros, majos, majas, y escenas populares, en formatos de los 15 hasta los 100 centímetros. Durante los años 80 y 90, resurgen nuevos talleres en Granada de discípulos de la familia Jiménez Rada y Mariscal, el ya mencionado José Lozano, y Manuel Collado García, como discípulo de José Jiménez Mariscal, y alumno suyo en la escuela Bermúdez de Castro. Mi amigo Manuel Ocón Rojas, tiene en su colección particular, lo mejor que salió de las manos de Collado, desde las figuras clásicas para un belén, a las utilizadas en la representación de la Pasión. Figuras únicas e inimitables que, con el fallecimiento del artista, adquieren un valor incalculable. En septiembre de 1995, José Jiménez Mariscal muere y prosiguen hasta nuestros días, el arte de su hijo, Jesús Jiménez Mariscal y sus nietos. Herederos del buen hacer, continúan con el taller de Barristas siguiendo las mismas técnicas aprendidas de su abuelo y su padre, aplicando óleos sobre las figuras, tinturas al huevo o al aceite, y se rescata la técnica del estofado. Se retoma el modelado de figuras costumbristas y se comienza a elaborar nuevas figuras para la elaboración del Nacimiento Tradicional. Los barros de mariscal, como popularmente le llamamos los granadinos, son un arte único, que puede admirarse hasta en el palacio de La Zarzuela. Sus nacimientos no tienen comparación, y desde el siglo XIX, con su trabajo, han puesto a Granada en un mapa particular y único, el del belenismo mundial. Los niños del Albayzín siempre los tuvimos como el referente a seguir, aunque para mi fue cosa imposible. Pero había que montar el belén en mi casa, a coste cero, y eso pasaba por que todo fuera realizado a lo Juan Palomo. La máquina de coser Alfa, a la que se le escondía el cabezal basculante, quedaba convertida desde el ocho de Diciembre al siete de enero, en la mesa repisa necesaria para exponer el misterio. Listas las figuras de barro, algunas con caras, gestos y posturas, más propias de la casa del terror, resuelto el portal, el molino y el castillo de Herodes, más el pozo, con el corcho ya referenciado, había que poner el musgo como base, asunto éste que requería de toda una tarde, en la que en compañía de otros, nos atrevíamos a bajar por el callejón de Santa Ana, a la margen izquierda del Dauro y arrancar de los filos y pegados a las piedras los trozos necesario del musgo que, cuidadosamente transportábamos en un cubo de zinc, hasta colocarlos estratégicamente en el portalico. Para realizar las distintas alturas, veredas y caminos, además de las cuevas, nos íbamos a la estación del ferrocarril, y allí cogíamos de la escombrera, los restos del carbón calcinado, que, junto con la carbonilla, daban un aspecto de realismo al belén, difícil de conseguir en aquellos entonces, de manera gratis. Puesto que el nacimiento se ponía en el rincón del comedor donde estorbara menos durante tantos días, para dar el efecto de la noche, comprábamos en Costales, metro y medio de papel de embalar, de color azul azafata, que pegábamos a la pared con una masilla de harina, y sobre el que yo dibujaba con una tiza y poco acierto, la estrella de oriente que guiaba a los reyes, una media luna y un puñado de estrellas menores repartidas por aquella pared empapelada de noche oscura. Con los años fui perfeccionando la técnica, y las estrellas ya las recortaba de papel de aluminio y las pegaba en el papel con Pegamento y medio. Como no podía comprar el artilugio bomba que me permitiera dotar de agua natural el río, me acercaba hasta Cristamol, en la calle Álvaro de Bazán, y les pedía unos restos de los cristales que iban a tirar, que, colocados con cierto gracejo en el cauce del belén, daban por sus reflejos el aspecto de agua. Como no había dinero para comprar luces, yo le pedía al padre Marcelino de los hospitalicos tres cabos de vela, que, colocados a la distancia precisa sobre las figuras y las casas, al apagar la luz del comedor, daban cierta imagen de nocturnidad, durante unos instantes, aunque visto ahora desde la distancia, lo que de verdad daba la impresión era de una escena espeluznante de película de terror, por la fealdad de las figuras y todo lo allí expuesto. Mi belén era tan horroroso, que ganaba mucho con las luces del comedor encendidas, o al menos, daba menos miedo. Si apagabas la luz de la casa y encendías las tres velas, seamos sinceros… era de infarto. Por aquellos días, ya las calles de Granada se hacían eco del sonido de unos villancicos y de los balidos de ovejas adiestradas para callejear sin miedo a perderlas. Los Hermanos Obreros de María, salían cada tarde de su internado en la calle San Juan de Los Reyes, revestidos los niños de pastorcillos, con zambombas, panderetas y carrañacas, envueltos por un rebaño de ovejas, anunciando con su cantar de villancicos, la representación del belén viviente más famoso de la comarca. A su paso, paraban en la puerta de los comercios granadinos para recoger alguna limosna, con la colaboración también de algunos viandantes. Un belén que representaba con diálogos perfectos, desde la llegada de José y María a la posada, el alumbramiento, la adoración de los magos y la posterior huida a Egipto, con animales como, pollos, pavos, borregos, burros, y todos los actuantes caracterizados de la época. Papeles que llevaban a cabo los niños internos, entre los que se encontraba mi compadre, el cantaor de Haza Grande, Ángel Rodríguez “Chanquete”, con la colaboración de la única mujer en el papel de María. No hay que olvidar que el internado era solo para chicos. Se trataba de mi vecina y amiga Rosarito, que vivía en el Callejón del Señor, número 15, en la Calderería albayzinera, que desde hace un año representa su papel en el tablao de la Gloria. Con un cerco de tela metálica, para evitar su estampida, en la plaza de la Trinidad, los pavos con sus glugluteos, anunciaban que estaban listos para ser la cena de nochebuena. Los chiquillos nos acercábamos para disfrutar del espectáculo, y nos animábamos a imitar su peculiar sonido, al que ellos respondían, alcanzando el concierto cotas de hilaridad, hasta que el pavero con su vara nos obligaba a poner pies en polvorosa, mientras intentaba aplacar a la piara que nosotros habíamos enloquecido. Los que compraban el pavo para llevárselo a casa y tener la cena de noche buena, eran unos valientes, porque al pavo había que mantenerlo en sitio adecuado hasta el día 24, y luego venía lo peor. ¿Quién mata el pavo?, sobre todo teniendo en cuenta que los niños ya le habíamos cogido cariño al animal, le habíamos dado de comer, de beber, y hasta le habíamos puesto nombre. El drama era importante. Al animal había que sacrificarlo fuera del alcance de la vista de los más pequeños, y en no pocas ocasiones, mi admirado Miranda por aquellos días navideños, sacaba chistes en mi periódico Ideal de escenas grotescas con el pavo en familia. Recuerdo una en la que todos reunidos a la mesa, con las manos juntas rezaban… Bendice señor estos alimentos que vamos a tomar… mientras que el cabeza de familia, con un gran cuchillo en la mano, corría por el comedor detrás del pavo que pedía el indulto. Afortunadamente, el correr de los años ya nos permite, comprar el pavo envasado al vacío, sin necesidad de hacer amistad con el previamente, ni ponerle nombre. Sienta mejor al estómago un pavo anónimo. En la plaza de Bibarrambla y en los soportales de Correos, zambombas y carrañacas se amontonan en el suelo, junto a un brazado de carrizos de repuesto, porque lo suyo es que después de probar el sonido de la zambomba elegida, el vendedor te regale un par de carrizos de repuesto, porque la noche buena es larga y bien pudiera ocurrir, que, en el fragor de la batalla, el que lleva puesto se parta. Ya se sabe aquello famoso de ahora la toco yo, no me toca a mí, yo la pedí antes. Mi abuela no se peleaba por tocarla, cogía la escoba de barrer con recia caña, abría la puerta del piso, y frotando la parte distal contra la madera, conseguía un sonido igual o mejor que el de la mejor zambomba. ¡De las que berrean! Pregonaba el hombre, que nos aconsejaba como mantener el pellejo terso cuando lleváramos un rato de villancicos hilvanados y la piel o cedía o se mojaba por las gotas que caían de las manos para frotar. La dejabas descansar un rato junto a la lumbre, o le restregabas un ajo y aquello era mano de santo. El pellejo recobraba su tersura sonora como por arte de magia y vuelta a los villancicos. A los niños nos compraban unas más pequeñitas que tenían el carrizo fijo y gordo, así no se nos escapaba ni lo sacábamos por nuestra impericia. Las carrañacas también tenían su truco para tocarlas bien. Aquellas tablas dentadas con hermosas puntillas clavadas que albergaban en su interior dos o tres pedazos de hojalata, requerían de fuerza y destreza para acompañar a compás los cantos vecinales, no exentos de cierta picardía. En el portal de belén hay un viejo haciendo botas, se le escapó la lezna, y se pinchó las pelotas. En el portal de belén hay un viejo haciendo gachas, se le escapó la sartén y acudieron las muchachas. En aquel Albayzín de postguerra, mi tío cantaba con fuerza un villancico republicano: San José como era carpintero, sacaba muchas virutas, y todo el dinero que ganaba, se lo gastaba en putas. Allí todos mas rojos que el carmín, pero celebrando el nacimiento del niño Dios, como el primero. Y entre aguardiente de garrafa comprado en las bodegas de Manolillo frente a los hospitalicos, y los mantecados que hacía Paca, la mujer de Pepe el Músico, que como molde para la masa utilizaba un vaso de chato de vino, la noche tomaba unos visos espectaculares de diversión para grandes y pequeños, porque a los niños también nos ponían a tono. Nos ofrecían un dedal de menta o de ponche, de lo que más nos gustara, y claro, inmediatamente nos poníamos afinados con el personal. Que juerga. Hoy terminarían todos en comisaría, bien por los cánticos inapropiados o por darle alcohol a los niños, cosa que era costumbre, porque en mi casa nunca faltó una botella de Quina Santa Catalina, que menuda cucharada sopera nos daba mi madre antes de comer, para que no dejáramos ni una miga en el plato. En aquellos tiempos era todo normal y recomendado, hoy terminarían en la cárcel. Los tres reyes bajo un templete en Bibarrambla eran habituales en aquellos días de navidad. Sus pobres vestimentas, sus capas raídas, sus barbas y pelucas de estropajo, sus coronas de hojalata, daban un aspecto muy cutre a la escena, pero los niños queríamos verlos, y nuestros padres nos obligaban a hacernos una foto con ellos, asunto ese que nos hacía enmudecer, poner cara de circunstancias y pasar un mal rato, sino no nos poníamos a llorar sin consuelo los mas pequeños, ante la insistencia de sus padres para que, sentados en las rodillas de alguno de aquellos reyes disfrazados, el fotógrafo inmortalizara el momento en el que en plena niñez, los reyes magos nos dieron un mal rato, cuando nos acercamos a darle la carta con nuestras pretensiones. Algunos aguantábamos el tipo, pero al escuchar el estruendo de aquel flash adosado a la vieja máquina de carrete en blanco y negro, que necesitaba una batería colgada al hombro para soltar aquel fogonazo blanquecino que te dejaba ciego por unos instantes, aquello nos parecía el relámpago de una terrible tormenta, cerrábamos los ojos y empezaba el llanto de un gran susto. Menos mal que al principio de la plaza, en el acceso por la calle Príncipe, estaba aquel fotógrafo de guardapolvos gris, con su máquina de madera sobre un trípode, que tenía adosado como un gran túnel de tela negra, por donde él metía la cabeza y miraba una y otra vez, hasta conseguir que te mantuvieras inhiesto sobre aquel enorme caballo de cartón, casi de tamaño natural. En el momento preciso, quitaba una especie de tapón metálico unido a una cadenita, volvía a ponerlo protegiendo el objetivo y la foto estaba lista. Por mi casa está todavía. Mí padre me sujeta por la espalda sin que se le vea la mano, aunque el jinete permanece agarrado con fuerza a la corbata de su progenitor, solo por si acaso el caballo decidiera echar a andar. La noche buena empezaba un poco más tarde de comer a medio día, cuando los vecinos con unos mantecados y unos polvorones en un plato de duralex, y una botella de aguardiente con una copa pequeña de aquellas que tenían una rayita roja cercana al borde en la otra, iban pasando de puerta en puerta para desearte feliz navidad y obligarte a comerte un polvorón del gancho, llamados así por aclamación popular, ya que al ponértelo en la boca, aquel bloque de yeso se te pegaba al cielo de la boca, y como no hicieras el gancho con el dedo, allí palmabas sin respiración. Momento que el vecino aprovechaba para llenarte la copita de matarratas de garrafón con aroma a anís del trepador, para que pudieras tragarte aquella masa asesina, y poder respirar. Un villancico por aquí, otro por allá, y cuando querías acordar ya era la hora de cenar. Mesa con manjares que iban desde un boniato asado, a un pollo para treinta, y a comer sin demora porque había que asistir a la Misa del Gallo. Mi madre nos empezaba a recomponer, como a eso de las once y media de la noche. Nos ponía el mejor abrigo heredado de los mayores, lustraba los zapatos de Segarra, y una vez todos listos y bien “embufandados” para no coger frío, bajábamos por el callejón de Los Hospitalicos hasta la Iglesia de los agustinos recoletos, donde cada año escuchábamos la misa del gallo a las doce en punto de la noche. Una misa de gran gala, con toda la iglesia encendida, repleta de incienso hasta la asfixia, con Fray Francisco al armonio, luciendo aquella solemne voz de bajo profundo a lo Justino Díaz. La misa del gallo era la única a la que asistíamos sin rechistar, seguramente por los efluvios del alcohol ingestado durante el día, que hacía que casi todos los fieles tuvieran un esbozo de sonrisa angelical en sus rostros, y algunos, hasta un ligero balanceo cuando la liturgia preconciliar de entonces, les obligaba a ponerse en pie. Una misa en latín y de espaldas a los fieles, te permitía asistir un poco piripi porque el oficiante estaba a lo suyo y no tenía ojos en la nunca. Cosa distinta era cuando algún vecino en “ajopollo” decidía comulgar, por muchos pellizcos que la parienta le daba en el brazo tirando de el para que volviera a sentarse en el banco. De un traspiés salía al pasillo central, se ponía en cola, recomponía la figura, inhiesto el esqueleto, mirada legionaria al santa sanctórum, hasta llegar al reclinatorio para recibir la comunión. En abriendo la boca para recibir la sagrada forma de manos del sacerdote, algunos curas tuvieron que recibir asistencia sanitaria por dedos tostados, de la altísima graduación que salía de aquellas fauces, pero si el señor nos quiere, y más en noche buena, que no nos perdonará el señor. Al día siguiente, primer día de pascua, mi madre nos llevaba a los almacenes, El 95, en la plaza de bibarrambla, en cuyos escaparates, estaban los juguetes de nuestros sueños. Desde la Mariquita Pérez, a los camiones de bomberos de hojalata, a los que había que darle cuerda para que andaran. De las espadas al estilo mosquetero, al revolver de Gary Cooper. Bicicletas y diábolos, cuerdas para saltar a la comba con asideros de madera y cascabeles en los puños, indios, caowois, aros de madera. (Explicar). Y justo al lado, aquel escaparate estrechito repleto de artículos de broma. Desde cerillas que explotaban al encenderlas, petardos para camuflarlos en el interior de los cigarrillos. Aún recuerdo la que me dio mi padre, el día de los santos inocentes que le puse uno. A simuladores de dedos cortados, o mierdas extraordinariamente reales. El día que le pusimos una debajo del sillón a don Cristóbal, nuestro maestro en la placeta de Ramírez, cuando entró en clase y vio el pastel, pidió que saliera el responsable y al encontrarse con el más absoluto silencio. Nos puso en fila y uno a uno fuimos pasando por sus dominios, recibiendo los efectos escalofriantes, de aquella rama de palmera seca que utilizaba con normalidad, contra las travesuras, o cuando no te sabías la lección, lo mismo daba. Dos días sin poder sentarte y, no dijeras nada en casa, porque entonces te caía otra que no era menor. También se vendían allí, chacolines, caretas, y otros monstruos sin clasificar, con tal de hacer reír. Vacaciones, chicharrones, una vieja con calzones. Nunca supe que quería decir aquello con respecto a la vieja, pero nosotros lo cantábamos a voz en grito. La Navidad en Granada era así.

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