miércoles, 23 de enero de 2019
SAN MARTÍN
SAN MARTÍN
Tito Ortiz.-
Ahora que ya ha entrado el frío este invierno, suelo echarme la pañosa por los hombros, siguiendo la tradición de mi abuelo, Rafael Rubio Carmelino. Una prenda tan española como la capa, suele siempre atraer las miradas de los viandantes, cosa que en mi juventud llevé con ciertas dificultades, pero como ya peino canas, la cosa es más llevadera. Recuerdo con mucha ilusión, aquellos primeros años de la década de los setenta del siglo pasado, cuando acompañaba a una docena de venerables ancianos, que en la festividad de San Martín de Tours, acudían ataviados con su capa, a escuchar misa a Santa Ana, sorprendiéndose de que un joven adolescente, les acompañara también con su prenda más venerada. Siempre me trataron con gran cariño y simpatía. Pero he de reconocer, que la idea de fundar la asociación granadina de “Amigos de la Capa española” fue de, Antonio Sánchez Ramírez, “El Compadre”, alma máter de llevar a cabo el proyecto. Él ya tenía una larga trayectoria en reflotar hermandades que ya no salían a las calles, como la de los Escolapios, o de fundarlas, como fue el caso de la Hermandad del Rocío granatensis. Nos convocó en la recientemente desaparecida bodega “Espadafor” de la calle Tinajilla, y junto con el Gobernador Civil de entonces, José Guirao, Antonio María Claret García, Arcadio Ortega, Luís Garzón, y otros, entre los toneles, redactamos los estatutos que al día siguiente fueron presentados en las oficinas del gobierno, y una vez erigida la asociación, tuvieron a bien elegirme primer presidente de los amigos de la capa. En Espadafor comenzábamos las reuniones, brindando por nuestro Patrón, San Martín de Tours, aquel santo del siglo IV, que ante un mendigo aterido de frío a las puertas de la ciudad de Amiens, no dudó en partir su capa por la mitad, y compartirla con aquel hombre desvalido. El segundo brindis era siempre a la memoria de Juanito Espadafor, que nos dejó prematuramente y al que todos admirábamos. En su memoria, alguien tocaba una guitarra melancólica, de la que brotaban acordes de la tuna del distrito, cantares de la tierra y sones rocieros. Y presumíamos de quién tenía la capa más antigua y de mejor paño. Yo tuve la suerte de que mi abuela Juana, me la regalara cuando a los dieciocho años aprobé el carnet de conducir. La encargó a medida en la “Sastrería Nueva”, en Reyes Católicos, casi llegando a Plaza Nueva. El paño vino de Béjar, en Salamanca, igualmente el broche de cierre, de estilo charro, y la confeccionó el mismo sastre que le había hecho el traje de novio a mi padre. Aquel gran profesional, con un pulso envidiable y gusto exquisito, cortó los bajos sin dobladillo, como manda la tradición. Las vueltas de terciopelo rojo sangre de toro, y con esa daré mi último paseo, cuando san Martín quiera. Entre las barricas de Espadafor, rendíamos culto a tan excepcional prenda, aunque el mayor homenaje que se puede hacer es lucirla por la calle. Las tertulias eran amenas y artísticas, sin omitir cualquier tema de actualidad o de interés general, y en pocos meses, se nos fueron agregando gran cantidad de hombres y mujeres, orgullosos de no sentirse solos o raros, por vestir la capa española. Allí confluimos gentes de toda ideología, religión y condición humana, que convivimos fraternalmente, pese a ser muy diferentes, unidos por una prenda de vestir milenaria, pero que solo en España, se mantiene en el tiempo, como parte imprescindible de la vestimenta de gran gala. Puede complementarse con sombrero o no, pero solo pasearla ya es un lujo. Larga vida a la capa.
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