miércoles, 28 de agosto de 2019

SEÑORITA, MI CONFERENCIA CON…

SEÑORITA, MI CONFERENCIA CON…

Hubo un tiempo en el que, hablar por teléfono de un pueblo a otro requería paciencia y templanza. Centralitas de cables manuales, con señoritas que hacían posible el milagro, nos conectaban, pero siempre con demora.

Tito Ortiz.-

Ahora que Telefónica está arrancando de nuestras aceras y parques las últimas cabinas telefónicas, dos grandes mitos se me vienen abajo. El inmortal Miguel Gila, con su inolvidable teléfono de baquelita negra, preguntando cuanta demora tienen su conferencia y Mercero con López Vázquez, ganando premios internacionales en un momento de la España gris, al dejar al actor encerrado en una cabina que dio la vuelta al mundo. Sé que a los más jóvenes, que nacen ya con un móvil en la mano, esto les sonara a batallita del abuelo, pero como abuelo que soy, no me resisto a contarles cómo era eso de hablar por teléfono en mis tiempos, y conste que yo nací después del Cuaternario, y de los dolores, claro. Porque ahora con el celular – que dicen los hispano hablantes – pulsas un botón y hablas con alguien en  la otra parte del mundo al instante, pero en mis años tiernos, que yo también los tuve, hablar de una provincia a otra podía llevar incluso un par de días.

LOCUTORIOS

Nací cuando en Granada había pocos teléfonos y los números eran de tan solo cuatro cifras. Por ejemplo, el de María “La del Teniente” como la llamábamos, porque su marido era militar, era el 2224, y la familia era tan estupenda, que nos permitía a los vecinos dar su número a los familiares lejanos, para que en caso de desgracia o alumbramiento, nos dieran tres voces por el balcón para acudir al teléfono y ser informados del evento por nuestro familiar. Para conectar con la familia lejana sin urgencia, o sea, porque el Pepe estaba haciendo la mili en Melilla, o para comprobar cómo iba el embarazo de Purita que se casó y marchó a vivir a Las Palmas, para eso se utilizaba el locutorio de Reyes Católicos, frente a la Sastrería Ruiz, esquina a calle Abenamar. El local tenía un amplio mostrador atendido por pacientes señoritas, que tomaban nota de tu llamada a donde fuera, calculaban la demora, quedándose siempre cortas, y te invitaban a sentarte a esperar ser llamado, para asignarte una cabina donde poder hablar con tu interlocutor, que pese a ser de madera y con puertas para cerrar, la privacidad era imposible, porque la calidad del sonido era tan mala, que te obligaba a desgañitarte para que, el que había al otro lado te entendiera. Unas veces la comunicación se cortaba sin más, otras tú lo oías a él pero él no te oía a ti, y ya el colmo del esperpento era cuando se entrecruzaban otras conversaciones, y no solo te impedían escuchar a tu familiar, sino, que te enterabas de la vida y milagros de gentes lejanas, a veces incluso en otro idioma, lo que hacía del hecho de hablar por teléfono con tu familia, una serie de historias interminables, a cada cual más absurda o desternillante.

PRIVACIDAD

Que tu llamada fuera privada y que solo la escucharais los protagonistas, era solo cuestión de buena voluntad de la señorita que la hacía posible, ya que al tratarse de conexiones manuales, si ella quería escuchar lo que hablabais, la centralita se lo permitía técnicamente sin ningún problema. El resto dependía de la operadora y la medida de su curiosidad y discreción. Algunas tenían que dormir al lado del aparato, sobre todo en los pueblos, por si por la noche ocurriera alguna desgracia o emergencia. Cuando por fin terminabas de hablar y colgabas, te acercabas al mostrador, decías el número de tu cabina, y la señorita miraba el contador correspondiente, contaba los pasos gastados, el importe por cada paso, y te cobraba la llamada. Años después llegaron los números de seis cifras. El mío fue el 228084, y después los prefijos para diferenciarnos de cada provincia y poder conferenciar sin necesidad de poner una operadora de por medio. Se acabó el llamar al 09 para solicitar una conferencia terminando diciendo aquello famoso de: ¿Señorita tiene mucha demora? Llegaron las primeras cabinas en las calles y los teléfonos públicos en bares y restaurantes. Se accionaban con unas fichas de cobre con ranuras, que comprabas al precio de tres pesetas, y te permitían hablar durante tres minutos. Después las fichas dieron paso a las monedas de curso legal y a las tarjetas de prepago. Ahora nos toca decir adiós a las cabinas, en un tiempo tan moderno, que incluso, ya puedes hablar por teléfono desde tu reloj, y viéndole la cara a tu interlocutor. Cuando me veo bajando desde el Albayzín, de la mano de mi madre, hasta el locutorio de Telefónica, para hablar con mi padre que se encontraba en Alcaudete, barnizando el ayuntamiento, tras el aviso llegado al domicilio, y hoy con sus ochenta y cinco años,  la veo hablando con mis hermanos por su móvil, me parece ciencia ficción. Y es que los de la década de los cincuenta, hemos vivido cosas para llenar tres vidas. Esto va que vuela y la suerte es poder contarlo.

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