UN CAFÉ YEYÉ
Tito Ortiz.-
Aunque ya hay alguna generación granatensis a la que, hay que explicarle que era aquello del, Café Suizo, sobre todo si en la puerta había un letrero en el que rezaba: Café Granada, lo cierto es que aún perdura en la memoria de muchos, aquel salón de estética y costumbres, a la belle époque, que en la Granada de los años sesenta y setenta, marcó el latir de una ciudad provinciana, con el travestismo de acoger por las mañanas a tratantes de ganado, maestros de obras, corredores y rentistas, mientras que por la tarde se convertía en un ateneo donde cultivar las bellas artes en todo su esplendor. Lugar obligado de cita para todo aquel que tuviera una mínima inquietud cultural o artística, al traspasar su puerta giratoria, te atrevías a entrar en un mundo, donde se exigía un mínimo de inteligencia y un mucho de audacia creativa. Tardes y noches en los que, saboreando un blanco y negro, se pergeñaba un nuevo estreno de teatro, un concierto, la edición de un poemario o la irrupción de una novela en mayor o menor medida, comprometida con la España de entonces, aunque en el Suizo, la clandestinidad fue siempre muy sutil y a veces hasta consentida.
Fue el gran maestro y académico, Manuel López Vázquez, quién en un alarde de gestación primorosa, dejó para la posteridad pintada una obra en la que, se reconstruye una tarde cualquiera con muchos de los que allí éramos habituales, en amena charla cafetera, sobre mesas de mármol blanco y jarras de agua transparente. Pero ahora hay sido el poeta, escritor y académico de Buenas Letras, Arcadio Ortega Muñoz, quién ha plasmado en sabios renglones, la imagen escrita de esos personajes pintados por López Vázquez en el histórico café. Y, además, Arcadio la ha complementado con otros que, por razones de espacio, no cupieron en el original pintado, pero que los folios han absorbido con total naturalidad. La obra de Ortega Muñoz es el, complemento perfecto para el famoso cuadro, que le da razón de ser y existir. La enorme capacidad descriptiva que Arcadio, tiene para descifrar al lector una situación, un paisaje o un personaje, enriquece el cuadro, reflejando fielmente una época de una Granada, que se abría a otros mundos por venir, sin dejar a un lado un ligero perfume decadente del que nunca pudo huir, de ahí su belleza y su verdad. Entre párrafos y entrecomillados, aporta el autor a modo de desahogo, de interludio o entre acto, una redacción a veces acorde con lo que antecede y a veces no, más propia del poeta que Arcadio lleva siempre dentro, y del que no logra desembarazarse en su prosa y mucho menos en su narrativa. El lector lo agradece, en principio por descanso de la nómina aportada en algunas ocasiones, y en otras, porque advertimos con claridad meridiana las dos facetas de este poeta escritor, o del escritor poeta, porque me cuesta – a veces – mucho trabajo, desligar esas dos personalidades en muchas de las obras arcadianas.