LA TIZA
Tito Ortiz.-
La semana pasada, vi en éstas mismas páginas, como mi amigo – y casi hermano – Pepe Torres, Marqués de Castañeda y de La Mancha, más Vizconde de “Las Titas”, como con una tiza marcaba sobre la bicentenaria barra de su establecimiento emblemático, la distancia social a la que deben situarse los clientes de su tabernáculo. Y en ese momento, comprendí la importancia que ha tenido a lo largo de la historia, ese trocito de yeso blanco que ha marcado momentos históricos de centenarias generaciones, pues el producto en cuestión dicen los historiadores que ya se usaba en el antiguo Egipto.
Mi primer contacto con la tiza fue en mi más tierna infancia. Cuando llegué a párvulos, por toda libreta, llevaba una pizarra de tamaño casi folio, en la que aprendí las primeras letras usando un pizarrín, que al poco tiempo me cambiaron por una tiza y con ella vino mi conocimiento de la escritura. Sobre la gran pizarra de la clase, a la que otros llamaban “Encerado”, el maestro nos sacaba a que dibujáramos el mapa de España y sus cincuenta y tres provincias. La tiza era nuestra herramienta de trabajo y conocimiento, que tenía su complemento en lo que veíamos al salir de clase. En los colmados, carnicerías y pastelerías, los precios de los productos eran visibles gracias a la tiza. A la puerta de los mesones y restaurantes, con tiza se hacía constar el plato del día y la especialidad de la casa. En las tabernas, los toneles denunciaban su contenido escrito con tiza, y no había un camarero bien vestido, si tras de la barra, no lucía un mandil atado a la cintura y una tiza sujeta en la oreja, para llevar la cuenta de la consumición, frente a los clientes sobre la misma barra de madera. En los toneles con solera firmaban los famosos con una tiza, la misma con la que las niñas pintaban en el suelo de nuestras calles y plazas, para jugar a La Rayuela, sin olvidarse atrás el tejo. Con una tiza, en esa edad en la que estamos a punto de traspasar de la infancia a la pubertad, dibujé mi primer corazón traspasado por una flecha, y las iniciales de la niña que me volvía loco en el colegio.
Con una tiza, los zapateros pintaban un círculo alrededor del agujero en la suela de nuestros zapatos, para calcular el tamaño de la pieza con que taparla y evitar así echar medias suelas. Con una tiza se escribían las iniciales en la tablilla de una cruz, sobre la tumba de los pobres al final de su vida, la misma con la que al principio de sus años, los habían medido sobre el marco de la puerta de su casa, para comprobar con alegría como iban creciendo. Con una tiza, mi añorado profesor de Anatomía, don Miguel Guirao, pintaba en la pizarra con perfección “velazquiana”, cualquier hueso de nuestro cuerpo humano, y yo como delegado de clase, pasaba un mal rato al tener que borrarla después de su magistral lección. Y es que la tiza… Con pasarle un dedo se borra.
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