LOS FIELES DIFUNTOS
Tito Ortiz.-
En un par de días, estaremos celebrando el de todos los santos y los fieles difuntos, pese a que éste mundo globalizado, nos ha introducido en un concepto de celebración, que para los niños de mí época, era una cosa impensable. Llevo varias jornadas recorriendo las tiendas del ramo, para que mis nietos den con el disfraz adecuado, a cada cual más terrorífico, porque incluso en algunos colegios, se les anima a ir de esa guisa el día de las vísperas. Ellos se lo pasan de miedo – nunca mejor dicho – pero no sé hasta qué punto, esta nueva forma de celebración desvirtúa lo que antaño celebrábamos con tanto recogimiento, venerando a los que se había ido al otro mundo.
Es verdad que si recurrimos a la historia de la humanidad, el Samhain era la festividad céltica de origen druídico, que se celebraba entre el crepúsculo del 31 de octubre y el del 1 de noviembre, y que señalaba el inicio del invierno y el año nuevo. Durante este período, los celtas aplazaban su trabajo cotidiano y las leyes de la naturaleza quedaban en suspenso; los humanos podían visitar el mundo de los muertos y los difuntos podían recorrer la tierra, los demonios se manifestaban y las hadas revoloteaban. Dicho esto, con la llegada del cristianismo, la iglesia nos indica que debemos honrar a los santos y los difuntos, de una forma menos pagana, acercándonos más al evangelio, y los rituales propios de nuestra religión mayoritaria.
BONIATOS Y MARIPOSAS
Para los que han tenido la suerte de nacer después que yo, les cuento como era nuestro particular, Halloween.
Mi tío, el pintor granadino, Rafael López Marín, falleció víctima de la tuberculosis, con tan solo 29 años, el día 29 del 9 de 1959, ya la insistencia del nueve era muy mosqueante en casa, porque su padre, mi abuelo Rafael, había fallecido también el 29 del 9 de 1949, así que algunos lo tomaron en la familia como una maldición bíblica, que nos condenaba a castañetear los dientes, mirándonos los unos a los otros, a ver a quién le tocaba expirar el próximo día de san Miguel. Pero mi abuela Juana, mujer de pocas creencias decidió que aquel día de todos los santos de 1959, debería acercarse más a la tradición religiosa, adoptando las costumbres de la época, para exorcizar aquella jugarreta del destino, para con la familia.
La mañana del día de todos los santos, me cogió de la mano y con varias provisiones en un cesto de mimbre, subimos al cementerio. Antes de entrar, compró unos crisantemos, y nos dirigimos al Patio de San José, el último del cementerio, donde estaba enterrado mi tío. Para llegar hasta su tumba, teníamos que bordear la tapia del patio de los ahorcados, que separaba los cuerpos de aquellos que habían “ofendido a Dios” quitándose la vida, por lo que se les castigaba a ser enterrados en tierra no bendecida.
Colocadas las flores en un jarrón sobre la tumba de mi tío, la abuela sacó del cesto un tazón de loza, lo llenó con aceite y agua, abrió una cajita de mariposas “San Juan Bosco”, puso tres a flotar en el líquido y las encendió, procediendo con el rosario en su mano a rezar desde aquel instante. Llegó la noche, y de un envoltorio de papel de estraza, sacó un boniato para cada uno, que previamente había asado en el brasero de picón que nos calentaba desde caída la tarde. Al sonar el toque de ánimas a las tres de la madrugada en el campanil de la ermita, la abuela dirigió sus rezos a las ánimas benditas del purgatorio, y así hasta el amanecer del día de todos los difuntos.
EL SEÑOR DEL CEMENTERIO
Con los primeros rayos del sol, mi abuela me cogió de la mano, en lo que yo creí que era la despedida del recinto, pero nada más lejos de la realidad. Volvimos al paseo central del campo santo, para seguir rezando ante la imagen del Señor del Cementerio, como decía ella que se llamaba, aunque después supe que, al fallecer el célebre médico y filántropo Manuel Rodríguez Torres, se produjo una espontánea afluencia de personas a su tumba para manifestarle gratitud por la entrega y dedicación que el difunto había prestado en vida a los más necesitados. Con el paso del tiempo las oraciones que los fieles dedicaban por el alma del difunto terminaron dirigiéndose a la escultura neoclásica del “Cristo despojado de sus vestiduras” que preside el panteón. Poco a poco se fue conformando la creencia popular de que el Cristo hacía milagros, convirtiéndose en un lugar de constante peregrinación. Y cuando yo creí que nos marchábamos, me volví a equivocar, porque volvimos a la tumba de mí tío, donde un señor con una cámara fotográfica colgada al cuello nos estaba esperando. Allí posamos junto a la cruz y la inscripción mortuoria, y de esta forma, días más tarde recibimos en casa varias copias de aquella foto, que era la tradición de la época hacerse en la tumba de nuestros muertos.
Han pasado sesenta y tres años de aquel día de los santos y de los fieles difuntos. A mí no se me ocurriría hacer pasar a mis nietos por lo que yo pasé. Tal vez el término medio sea la virtud, y tengamos que admitir que con este Halloween, los más pequeños se divierten de lo lindo, dejándonos libertad plena a los mayores, para que recordemos a los que se han ido, de la manera más conveniente a nuestras creencias. Tengamos en cuenta que la imposición a la fuerza, no es buena para nadie, porque siempre hay un efecto rebote. ¡Vivan los huesos de santo y los buñuelos rellenos de crema!
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