lunes, 23 de mayo de 2016
PLACETA
PLACETA
Tito Ortiz.-
Estábamos jugando a la lima en la placeta de Las Minas, y en esto que apareció un “guri”, conminándonos a interrumpir tan arriesgado juego. La lima ya se sabe, se juega clavando el instrumento por la parte del puño de madera que se le ha quitado, y queda un pincho al aire que como no sea muy ducho el lanzador, en lograr clavarla en el barro de la calle, te la puedes llevar atravesada en el pie, en el mismo lugar donde clavaron a Jesucristo. No fueron una ni dos, sino varias, las veces que había que tirar La Cuesta de María La Miel abajo, por San Gregorio, corriendo en brazos con un infante que sangraba por la extremidad inferior, hasta llegar a la Casa de Socorro, para que le desclavaran la lima de entre el Cuboides y el Navicular. Pero así de arriesgados eran los juegos de niños de los años cincuenta en el Albayzín. Claro que las niñas no se arriesgaban tanto. Saltar a la comba con una cuerda era más llevadero, aunque tuvieran que hacerlo sujetándose con las manos la falda a las piernas, ante nuestra ansiosa mirada por descubrir algo por encima de los calcetines. Jugar a la Rueda de Chuchurumbel, pasa un carro lleno de miel, tampoco entrañaba especial riesgo si tenemos en cuenta que las criaturas se cogían de la mano progresando en círculo. Distinto era cuando la lista del barrio, aprovechaba para abrir el círculo y girar en zig zag, a modo de látigo, para que la última terminara escalabrada, o descoyuntada en el menor de los casos.
Reincorporada la lima al cajón de las herramientas del padre de Juanito, y desaparecido el “guindilla”, nos disponíamos a emigrar a la placeta de La Charca, con la pelota de Paquito. Siempre costaba elegir al que hacía de portero, porque todos queríamos ser delanteros y meter chupinazos, como aquellos que rompían los cristales de las ventanas vecinales, y que como por arte de magia, hacían aparecer al instante a un vecino tranviario de profesión, y con muy mal carácter, que tirando de Serdañí, dejaba la pelota echa jirones esparcida por el empedrado, y se acabó lo que se daba. Todavía nos quedaba el recurso de jugar a las bolas. Los pobres con las de barro, y los pudientes con las de cristal y los bolines metálicos, que tan cotizados estaban por aquellos entonces. Hacer un hoyo en la tierra, golpear una bola con otra y medir las cuartas con una mano, parecía no molestar a nadie. Una vez aburridos convenientemente, porque Manolín era un fiera jugando y nos ganaba todas las bolas, nos quedaba el recurso de irnos hasta la placeta del Gallo, para ver a las niñas jugar al Diabolo, y comprobar quién lo tiraba más lejos hacia arriba y lo recogía con proverbial precisión. Había alguna especializada en demasía, que lo recibía por la espalda, todo un prodigio de la habilidad con dos palitos unidos por una cuerda, que hacían diabluras con el carrete de goma. Lo de jugar en la Placeta de Los Negros a Churro, Pico o Terna, ya requería estar en forma, y engañar convenientemente al adversario con las señales de los dedos fuera de su vista. Pero todo esto venía, a que no hay cosa más hermosa que llamar a una plaza, placeta. De los pocos sitios donde esto ocurre, es en mi Albayzín, ese barrio que agoniza lentamente, con el recuerdo de mi amigo Benítez Carrasco: Placeta de El Salvador: Tres acacias en el aire… y mí madre en el balcón. No se puede expresar más en un sólo renglón.
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