martes, 1 de mayo de 2018

ANFITEATRO

ANFITEATRO Tito Ortiz.- Cuando el metropolitano llega a, Anfiteatro, volvemos a pensar en el pasado romano de Maracena, pero en realidad aquí no hay gladiadores, ni leones a los que echarles cristianos, en realidad estamos en una zona multiusos para espectáculos varios al aire libre, que con buen acierto lleva el nombre de nuestro cantante, Carlos Cano, en cuya memoria se ha vuelto a llevar a cabo un ciclo capitalino importante, honrando aquel amigo con el que jugué a las bolas en Plaza Nueva. José Carlos, como le conocía, era siete años mayor que yo, y con él aprendí juegos como el de las canicas, la lima, el abejorro y, churro pico o terna. Él bajaba de La Cuesta Rodrigo del Campo, yo de La Calderería, y en la plaza, junto a las carteleras de los cines, María La Aguaora, Chalo el de los periódicos y Luisa la de las tortas, discurrían nuestros juegos a los que en ocasiones se unía Fernandito Miranda, el de la Trastienda. Durante un tiempo le perdí la pista, pregunté por el en el taller de talla, escultura y dorado de Javier Castro, y me dijeron que había emigrado a buscarse las habichuelas por Europa, porque aquí la cosa estaba cortita para la juventud. Justo el año en que Massiel ganó Eurovisión, lo recuperé en Radio Popular bajo la tutela de Juan de Loxa, dando las primeras pinceladas a un movimiento que exportarían a toda España: “Manifiesto Canción del Sur”, abrió las puertas de la Universidad donde fueron acogidos como agua de mayo, para despertar conciencias muy aletargadas en la Granada de aquella época. Es un orgullo que este anfiteatro lleve su nombre, el de un buen hombre comprometido con su tiempo, que militó de granaíno hasta los tuétanos, paseando el nombre de nuestra ciudad por el mundo con su guitarra por bandera, aquella que, en los primeros tiempos, transportaba en una funda de plástico con cuadros escoceses en verde, como no podía ser de otra manera, porque el verde fue siempre su esperanza y la nuestra. Los dos veníamos de hacer cola en la calle Horno de Marina, para que nos dieran a primeras horas de la mañana, la leche americana, gracias a los vales gratuitos que recogíamos en la parroquia de Santa Ana. Dos niños con lecheras de plástico en las manos, llenas de sabañones por el frío de aquellos inviernos de mantas cuarteleras que pesan, pero no abrigan. Un zagalón y un niño que mientras vuelven a casa, con máximo cuidado de que no se derrame ni una gota de leche, quedan para jugar por la tarde en Plaza Nueva, para cambiar tebeos en el “jorobaillo” de la Placeta del Corpus Cristi, o para alquilarlos por una “perragorda” y poder leerlos allí de pie, sin alejarte ni llevártelos a casa, mientras algún amigo, en lugar de gastarse el dinero en leer, compra su primer cigarro de aquellos “Peninsulares” que traían más estacas que hoja de tabaco, produciendo las primeras toses de la calada, porque si no tosías, es que no te habías tragado la bocanada y eso era de mariquitas. Mientras, Carlos soñaba como yo con un mundo mejor, él con todas sus canciones en la cabeza, con la rebeldía ante el sistema que a priori nos condenaba al ostracismo de nuestros padres, y al que ambos dimos la vuelta como un calcetín para alcanzar nuestras ilusiones. Como nos reíamos de esos tiempos cuando cada uno bregaba en lo suyo, poco antes de que un aneurisma de aorta hereditario me privara de aquel compañero de juegos infantiles y penurias, pero también, de tantas y tantas alegrías.

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