MANTILLA ALBAICINERA
Tito Ortiz.-
Hubo un tiempo en que los
patios y calles del Albayzín, estaban sembrados de muchachas con bastidores
que, con el primor de manos expertas, bordaban mantillas como sustento
familiar, realizando auténticas obras de arte, muy cotizadas por su origen en
el barrio granadino.
Dicen los que de esto saben
que, la mantilla es una prenda femenina popular en España, a partir del antiguo
manto, con el que tradicionalmente se cubría la mujer, y evolucionó hasta
convertirse en un elegante tocado de blonda (encaje realizado con hilo de
seda), chantilly o tul. Es habitual en procesiones de Semana Santa, en las
corridas de toros y otros eventos castizos, además de ser prenda ceremonial de
las "madrinas" en bautizos y bodas. A menudo se complementa con una
peineta.
Algunos estudios arqueológicos
fijan el origen de la mantilla en la península en la civilización ibérica, a
partir del descubrimiento de figurillas prerromanas de mujeres con tocados muy
similares. En el siglo XVII ya era habitual utilizar la mantilla de encaje como
prenda distinguida además de las de paño y mantones de seda. Sin embargo, su
uso no se generalizó entre las mujeres de la nobleza y alta burguesía hasta
finales del siglo XVIII (como se aprecia en varios retratos pintados por
Francisco de Goya), costumbre que continuó Isabel II de España, y que ya en el
siglo veinte repitió la Reina Sofía.
En cuanto a su tejido, existen
tres clases fundamentales: Mantilla de blonda o encaje de seda, con grandes
motivos florales realizados en seda más brillante, con ondulaciones en los
bordes o "puntas de castañuelas". La mantilla de Chantilly, hecha con
un ligero tejido originario de esta ciudad francesa y bordado con distintos
motivos, y la de tul, tejido delgado y transparente (confeccionado con seda,
hilo o algodón), usado a modo de imitación de las mantillas de blonda y
chantilly.
EUGENIA DE MONTIJO
A partir del siglo XVIII, la
mantilla evoluciona, se le añaden más encajes, aparece la mantilla de tres
picos, popularizada por la granadina Eugenia de Montijo, que la impone en la
corte francesa. Se comienza a usar como chal y, a finales de siglo, se comienza
a llevar con peina entre la alta sociedad. Pero su eclosión no llega hasta el
siglo XIX cuando la mantilla vive una auténtica explosión y se instaura el
binomio mantilla y peina. Nos encontramos en una España invadida por Napoleón y
unos españoles que no quieren que los franceses les impongan sus costumbres y
sus modas. En la masculina sí se toman ciertos elementos afrancesados, pero en
la femenina no, por eso se populariza el uso de la mantilla. Deja de ser un
elemento de las clases más nobles, que buscan reivindicar lo español a través
de su indumentaria, sino que también empieza a usarse entre las clases más populares,
como síntoma de rebeldía ante el invasor.
Pero no es hasta la llegada de
Isabel II al trono, cuando el uso de la mantilla se convierte en todo un icono.
Si no fuera por ella, la mantilla no sería la prenda que es hoy. A ella se le
conoce como la reina castiza y, era una reina que tenía un gusto especial por
todo lo español. Ella se ponía la mantilla y toda la corte hacía lo mismo, de
ahí que se popularizara su uso. Las jóvenes salían a pasear a la pradera de San
Isidro y lucían sus mantillas y peinas, como hacía la reina. Esta costumbre
llega a Sevilla por el vínculo de la reina y su hermana con la ciudad y. así,
el Palacio de San Telmo, que es donde se reunía la jet set de la época, se
llena de mujeres ataviadas con esta indumentaria, irradiándose a toda
Andalucía, de manera muy especial a Granada, donde se aborda su confección con
tal profesionalidad, que las bordadoras del Albayzín estaban más que cotizadas
en las provincias limítrofes. Poseer una mantilla bordada en el famoso barrio
granadino, fue en su momento, síntoma de gusto y poder adquisitivo.
SEÑAL DE REBELDÍA
Tras la Revolución Gloriosa,
el gobierno de Isabel II se ve obligado a abandonar el poder y la reina termina
exiliada en Francia. En ese contexto, se impone el reinado de Amadeo de Saboya,
algo que a los españoles parece no convencer. A los españoles no nos gustan las
imposiciones y cuando llega Amadeo de Saboya todo el pueblo se le pone en
contra y la mantilla vuelve a convertirse en un elemento de protesta. En este
contexto empieza a popularizarse el uso de sombreros entre las damas, pero las
mujeres españolas los declinan y toman la mantilla como único elemento
ornamental. Su uso se convierte en una señal de rebeldía y lo que empieza como
una revolución estética termina con el fin del reinado de Amadeo de Saboya sólo
un año después. Como dice Pilar Larrondo, a la hora de diferenciar entre las
mantillas, hay que hablar de la mantilla rectangular (o de velo de toalla),
rondeña (o de empanadilla), de pico (cuyo uso popularizó nuestra paisana
Eugenia de Montijo) o madroñera (muy típica de Ronda). Cada una de ellas puede
presentar un tipo de encaje diferente; bien de bolillo, bien de aguja o bien de
chantilly. Esta última es la más fina, también la más cara, y quizás la que
menos abunda. Una mantilla de chantilly es la más cara y valorada, sobre todo
si te la han bordado en el Albayzín, manos primorosas, mientras cantaban lo
último de Marifé de Triana o, referían en confidencia, la última carta de su
novio que estaba lejos haciendo la mili, esperando licenciarse pronto para
pasar por el altar.