martes, 28 de noviembre de 2017
DÍLAR
DÍLAR
Tito Ortiz. -
Cuando vas en el metro y oyes por megafonía… próxima estación, Dílar. Te imaginas que ya estás allí, junto al Parque Nacional, Natural y artificial de Sierra Nevada. Que en cuanto pongas un pie en el andén, ya estás al lado del picacho Veleta, cerca del santuario de Nuestra Señora de Las Nieves, pero nada más lejos de la realidad. La sierra la ves de lejos. A un lado de la calle unos edificios de viviendas que pretenden ser modernos, con los bajos aún por alquilar en su mayoría, y al otro, una fábrica de supositorios contra el estreñimiento. Vamos que el paisaje para una estación de metro en superficie, es como para chillar. En ese momento me acuerdo de la manía de algunos vecinos y vecinas de Maracena, que, desde los periodos de prueba, se empeñaron en embestir al metro, como si de una actividad laboral más se tratara. De aquel descerebrado, que nada más inaugurar el transporte de más éxito de todos los tiempos en Granada, se metió por el túnel con su bicicleta, y al que yo estaría dándole con la alpargata en el culo todavía. O de aquella mamá, que, en un alarde de malabarismo humano, entrando con sus dos hijos al vagón, consiguió por arte de “birlibirloque”, que los niños viajaran al instante, mientras ella declamaba a voz en grito, El Adiós a la Vida, de rodillas en la estación.
La historia del metro de Granada es tan rica y profusa, que solo escribirla desde el momento de su concepción hasta la fecha, daría para una estupenda enciclopedia, de unos ocho o diez tomos, de aquellas que yo vendía con Rafael Velázquez, en cómodos plazos, puerta a puerta. Y ya que hablamos de libros, aprovechando lo desangelada e impersonal que es esta estación metropolitana llamada, de Dílar, saco del bolsillo la última obra de mi hermano, Antonio Enrique, titulada, “El Espejo de Los Vivos”, y un billete de ida y vuelta hasta Albolote con regreso a Armilla. Con este trayecto me ha bastado para dar cuenta de la obra más cruel y encarnizada, que el gran escritor, poeta y académico granadino, exiliado en Accitania, ha tenido los bemoles de abordar, despojándose de todo atavismo costumbrista de la sociedad que nos alberga y nos ha visto nacer. El Espejo de Los Vivos, es una obra de madurez, pero no solo profesional o académica, sino de una madurez humana y una inteligencia al alcance de muy pocos. Se muestra aquí, Antonio Enrique, en el sospechoso último tercio de su vida y la mía, no solo ligero de equipaje, sino, sin el. Y su lucidez es tanta, que ya tutea a Dios y le pregunta sin tapujos. Eso que usted, querido lector, y yo, hemos querido hacer siempre, y a lo que no nos hemos atrevido. Desde su inteligencia desbordada, el autor se desnuda ante el universo, enfrentándose al alma y la divinidad, con la valentía que solo poseen los elegidos, para hacernos el trabajo sucio a los contempladores de la vida, que necesitamos de éstos aguerridos vanguardistas, como él, para que pregunten a la naturaleza suprema, lo que nosotros quisimos siempre preguntar y no nos atrevimos. Desde este vagón del metro y habiendo terminado de leer, El Espejo de Los Vivos, desaconsejo la lectura de este libro, a toda persona inteligente. La prohíbo terminantemente a aquellas que además de ser inteligentes, sean propensas a la depresión, o lo que es peor, se pregunten, que hacen aquí, quienes somos, de dónde venimos y mucho menos a donde vamos. Ésta última creación de mi hermano Antonio Enrique, es – aparte la obra de un iluminati por los dioses que quieren ser desenmascarados – un cañonazo a la línea de flotación de la humanidad, que hasta ahora vivía tan tranquila. ¡Sálvese el que pueda!
martes, 21 de noviembre de 2017
PARQUE TECNOLÓGICO
PARQUE TECNOLÓGICO
Tito Ortiz. -
Mejor hubiera sido llamar a esta estación del metropolitano, Parque Necrológico. Por qué si no, el tren te deja cercano al hospital, Alejandro Otero, que una vez decidido el nombre, ahora los que se lo pusieron, reniegan y se empeñan en llamarlo el hospital del “peteese”, o una aberración mayor: El Nuevo Clínico. La Junta nunca ha tenido en Granada mentes acertadas para poner nombres a nada, ni siquiera a sus candidatos, no iban a acertar ahora con el de una estación del metro, sería para tirarse a las vías. Me gusta, Parque Necrológico – si como es el caso – el apeadero te deja a tiro de piedra de las facultades de salud, medicina, fisio y otras zarandajas, que tienen que ver con tus enfermedades varias. Pero el colmo de los colmos, lo que ya acierta en la diana con claridad, es ponerle a la parada, Parque Necrológico, dado que donde de verdad te deja y más cerca, es en la puerta del Instituto de Medicina Legal, o sea, en el lugar donde te harán la autopsia, o lo que viene a ser lo mismo: Te abrirán el cráneo para pesarte los sesos, te rajarán el pecho en forma de i griega, para extraerte el güajerro y el mondongo, y luego llamarán a Pimentel para que te arregle el rostrillo, y presentarte medio decente a la familia. El nombre debe ser cambiado por mi propuesta, al igual que las máquinas que te venden los billetes de éste exitoso medio de transporte, que ya ha conseguido la confianza de nativos y visitantes. Y digo que hay que cambiar las máquinas expendedoras, porque seguramente se compraron para la fecha prevista de inauguración del metro, pero como el asunto se ha retrasado unos diez años, cuando han querido ponerlas a funcionar ya se han quedado antiguas y obsoletas. No hay más que fijarse en sus prestaciones. A duras penas te dejan sacar un billete para un viaje, si se lo pides de ida y vuelta, ya le estás complicando la vida, pero si quieres que se bloquee durante días, lo único que tienes que hacer es meter tu tarjeta para recargarla con un billete de cincuenta euros, ahí ya tienes todos los trenes perdidos, porque la máquina en cuestión, no admite los billetes de cincuenta euros, a no ser que sean del año de maría castaña, cuando fue fabricada. Si los billetes son de los nuevos que te acaba de dar el cajero, el artefacto con botones entra en un estado de pánico, llegando a convulsionar, ante el espanto de todos los viandantes, que se creen que lo que has tratado de hacer es robar la recaudación y que por eso te rodean, los asistentes samaritanos del metro con niqui beige y gorrilla blanca, los vigilantes jurados de reflectante indumentaria y los revisores de traje azul marino, tipo funeraria, muy apropiado para la estación metropolitana donde nos encontramos. La del Parque Necrológico. Otra de las gracias que tiene la maquinita en cuestión, es que no te permite poner la cifra con la que quieres recargar la tarjeta, sino que debes hacerlo con múltiplos de cinco euros. Así que, si quieres ponerle veinte euros, debes pulsar cuatro veces el botoncito dichoso, de tal manera, que, si porque ya has perdido varios trenes, estás nervioso y has pulsado cinco veces en lugar de cuatro, o vuelves a empezar la operación desde el principio abortando todo lo hecho, o te rascas el bolsillo cinco euros más de lo que habías previsto. El metro es nuevo, las máquinas expendedoras son del año de la polka, y la media de edad de los viajeros… un horror. Menos mal que es apearnos, y ya estamos en la sala de autopsias y con el doctor Botella midiéndonos los huesos.
martes, 14 de noviembre de 2017
SIERRA NEVADA
SIERRA NEVADA
Tito Ortiz.-
Voy en el metropolitano y los altavoces anuncian que llegamos a la estación llamada, “Sierra Nevada”. Cierro los ojos y oigo a los esquiadores con sus botas rígidas abandonar el tren, con sus tablas al hombro y los bastones en la mano camino del telecabina Al-Ándalus. Abro los ojos y lo que se advierte es que, la mayoría de los viajeros abandonan el transporte con atuendo muy distinto, camino de la escalera que da acceso al Centro Comercial Nevada, mientras otros entran con bolsas en las manos, producto de las compras. Me pregunto a qué mente perversa se le habrá ocurrido llamarle a ésta parada como a la estación de esquí. Hubiera sido más fácil llamarla, Centro Comercial Nevada, y todo sería muy natural. Y ya en un alarde de ingenio ponerle apeadero, “Tomás Olivo”. Lo mismo así, el empresario se ablandaría, y rebajaría de manera considerable la indemnización millonaria que le pide a La Junta de Andalucía, por los daños y perjuicios ocasionados durante la suspensión de las obras.
Estamos en otoño se caen las hojas de los árboles, y el pelo de los granadinos. Los vagones decorados con gris clarito en el suelo y blanco en las paredes, dejan ver a las claras, los manojos de pelos desprendidos de las cabezas que cada día utilizan el metro. Resulta sorprendente observar el montón de cabellos que los usuarios nos dejamos, durante nuestra estancia en el vagón. Algunos expertos dicen que es por el estrés, otros porque es época de caída, y los que más, por cierta falta de higiene diaria, que hace que éstos se depositen en el metro, en lugar de en el cepillo de peinarse o en el plato de la ducha. Es cierto que algunas individualidades compañeras de viaje, muestran sin rubor su falta de aseo personal, incluso expelen un aroma que atestigua y corrobora la tragedia. La otra mañana, un chico que se apeó en la parada del Parque Tecnológico, cercana a las facultades, no solo desprendía cierto perfume de sus ropajes, como si viniera directamente de la campaña de África, sino que, lo acompañaba de una mochila mugrienta al hombro, al aroma de calcetín sudado en las trincheras, con más cosas en su interior, que la de Juanito Oiarzabal subiendo uno de sus ochomiles. Y como complemento, lucía un peinado extraño, como realizado con una toalla reseca, que jamás hubiera estado dentro de una lavadora. Dicen que se trata de una moda informal, pero yo creo que éste look, es producto de un despertador impertinente, que te lanza directamente de la cama a la calle sin pasar por el baño, a no ser que prefieras llegar tarde a clase. El caso es que a este viajero no le importaba, dada su actitud de mirada perdida al horizonte, pero a los que íbamos a su alrededor, nos hizo pagar una penitencia innecesaria, que se convirtió en un suspiro de alivio y un entrecruce de miradas cómplices a media sonrisa, cuando con alivio lo vimos abandonar el vagón. El metro de Granada, más que aumentar la plantilla de revisores para aquellos que se cuelan sin pagar – que los hay y yo los he visto – debería contratar una serie de inspectores de higiene, que, apostados en cada estación, impidieran el paso a los viajeros desprovistos de las elementales normas de higiene, por respeto a las criaturas humanas con las que hay que compartir habitáculo. Y hablando de higiene, son necesariamente urgentes unos servicios públicos, aunque solo sea en las estaciones subterráneas, incluso para aquellos que ya no tenemos próstata.
martes, 7 de noviembre de 2017
FERNANDO DE LOS RÍOS
FERNANDO DE LOS RÍOS
Tito Ortiz.-
Lo primero que me llamó la atención durante mis años de madrileño, es que cuando iba al trabajo en metro, había un porcentaje elevadísimo de pasajeros que leían durante el trayecto. Era moneda corriente de cambio, ver a señoras y señores leyendo la prensa, y, sobre todo, libros. Mi cuñado Martín Feriche, afirma que en sus muchos años como usuario del metro, se ha leído la biblioteca de Alejandría, y parte de la de Murcia. Lo primero que pensé cuando por fin se inauguró el metro de Granada, es que volvería a ver aquellas escenas de jóvenes camino de la Universidad, devorando el best seller del momento, pero ni por esas, y eso que el metro atraviesa terreno universitario, pero no. Claro que el que quiera leer en el metro de Granada, no lo tiene fácil. Se trata del único tren del mundo en el que personas del común de los humanos, tienen prohibido sentarse. Si prestan atención a los cartelitos de quienes pueden hacerlo, se darán cuenta que, de la excepción, se ha hecho la regla. Para empezar, se trata del medio de transporte universal que menos asientos pone a disposición de sus clientes, pero ojo, de las doscientas veintiuna plazas del convoy, tan solo unas cincuenta permiten sentarse, de las cuales, unas están reservadas para embarazadas, ancianos, personas con discapacidad física, carritos de bebé, sillas de ruedas, bicicletas y chuchos adoptados en la perrera municipal, con lo cual, es imposible que tú te puedas sentar en el metro de Granada, y menos a leer. Yo aconsejo, adoptar la postura de los flamencos en La Laguna de Fuente de Piedra. Se trata de tener la altura suficiente como para agarrarse a la barra superior, puesta exprofeso para aprobar las oposiciones a los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, encoger una pierna para no ocupar mucha superficie en la plataforma, y con la mano libre, sujetar con precisión un libro abierto a la altura de los ojos, y luego confiar en un buen samaritano que esté cerca, para que te pase la hoja, porque tú no puedes ni respirar. Cuando más facilidad hay para este menester, es cuando juega el Granada en casa, y en horario de tiendas en el Centro comercial Nevada.
Menos mal que éstos jóvenes graduados del futuro lo que hacen, es fijar la mirada en la pantalla de su móvil y no despegarla hasta llegar a destino. Unos, con mini cascos puestos muestran la visión perdida al infinito, escuchando seguramente la música que les gusta. Otros, hablan con alguien al otro lado en voz alta, pensando que nadie los oye, y lo peor es que, como no te des cuenta de que llevan los auriculares, parecen locos escapados de un manicomio cercano, aunque la mayoría lo que hacen es wasapear, o sea, se escriben a la velocidad de la luz con solo dos dedos, con alguien que al otro lado del mundo les contesta en tiempo real. Y esa actitud que parece del todo inofensiva, a veces se convierte en una agresión en toda regla. El otro día, cuando intentaba apearme en la estación de Recogidas, antes de poner un pie en el andén, vino hacia mí un fornido adolescente, con el teléfono a la altura de sus ojos, sin ver nada más que su pantalla, moviendo los dedos con la rapidez con que Fredy Manostejieras te poda el bonsái de la entrada. La colisión fue inevitable. No me vio, se empotró contra mí, y al instante caí de rodillas con su Aifon introducido en mi boca. El resultado ha sido de una paleta partida, dos fundas y tres empastes. Mi dentista está encantado.
jueves, 2 de noviembre de 2017
DAVID, POR SOLEÁ
DAVID, POR SOLEÁ
Tito Ortiz.-
Me llamó mi entrañable e inolvidable amigo, - el también pintor - Ignacio Belda, conminándome a sesión matinal de tertulia artística en aquel despacho compartido de la Caja General de Ahorros y Monte de Piedad de Granada, para conocer a un paisano que pretendía volver a su tierra. David González López – lo de “Zaafra” vino después – inauguraba aquella tarde en las postrimerías del mes de marzo de 1978. En aquella Granada y aquella España, pletóricas de entusiasmo por la transición política, David hacía su presentación oficial como pintor en su tierra, desde su exilio voluntario en Cataluña. Quería pulsar el ambiente granadino, con vistas a un posible retorno, que efectivamente se llevó a cabo años después. Una vez más, aquel pasillo que por las mañanas era atravesado por tareas burocráticas propias de la caja, por las tardes se convirtió en una sala de exposiciones, en la que David mostró su arte desnudo de artificio. Sus paisajes mediterráneos, sus retratos, aquellos fondos casi cubistas en los que comenzábamos a vislumbrar a un pintor moderno, capaz de abordar con buen tino cualquier lenguaje plástico. Aquella primera exposición en su Granada cosechó un éxito rotundo, y nos dejó advertir a un artista con varias dicciones, y todas notables. Sobresalía su exquisito dibujo, los tonos pastel de su paleta, y su búsqueda constante de la perfección, a veces con los objetos más sencillos. A David le bastaba un cartón de una caja de embalar y un lápiz, para conseguir plasmar un retrato en toda su dimensión, y yo doy fe de ello.
De regreso a su tierra y con su “Zaafra” granadinísimo por firma, nos fue ganando a todos en las distancias cortas. A su faceta de artista, David unía un trato personal entrañable, un tono de voz bajo y cercano, cálido en la amistad y rotundo ante el caballete. Aquí fue donde no dudó en sumergirse hasta lo más jondo del flamenco, para llevar a sus cuadros la verdad del cante, del toque y del baile, con tal acierto y galanura, que mucha gente que le admiraba como pintor, desconocía que su abanico era mucho más amplio, y que su obra tiene desgarros del alma en cada indigente pintado, huidas hasta la poesía en cada paisaje, serenidad melódica en cada retrato. Pero es cierto que el flamenco ha marcado los últimos años de su creación artística, y ahí, con la distancia de los tiempos y las técnicas, Zaafra ha sido por momentos el Julio Romero de Torres, del siglo XXI. Artista multidisciplinar, abordó con acierto, no solo el mundo de la pintura, al que añadió la escultura, el diseño, el grabado y la música, y a la hora de crear, podía inspirarse tanto con Bach, como con la Perrata en una soleá por bulerías. Su arte no ha dejado indiferente a nadie, y los que hemos tenido la suerte de tratarlo y admirarlo, perdemos ese amigo de la sonrisa franca, el abrazo fraterno y el pincel genial. Toda su creación es un disfrute para el alma, que como la suya y su obra, es inmortal.
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