miércoles, 1 de julio de 2015
TRANSALHAMBRA
“TRANSALHAMBRA”
Tito Ortiz.-
Cuando era niño de primaria, en el Grupo Escolar Gómez Moreno de la placeta de San Nicolás, al salir de clase, me sentaba en el pretil de la plaza, de espaldas a la cruz pétrea, y de frente al monumento nazarí. Allí me relajaba mirando la belleza de lo construido en la colina roja, y cuando llevaba un rato, hacía un ejercicio de concentración, que me permitía abstraerme de los que me rodeaban, y entornando los ojos, comenzaba a cambiar el piar de los pájaros por el graznido de gaviotas, la nieve trasera de Sierra Nevada, por la niebla en alta mar, el murmullo de la gente por el de la bocina de un barco, y como si toda la Alhambra se transformara en un enorme transatlántico a modo del Qeen Mary, comenzaba a escuchar la campana de la Vela, avisando a los barcos en alta mar de su cercana presencia. Era el campanario postizo de la torre, en el que yo me imaginaba, con mi gorra blanca de ancla dorada sobre la visera, y mis manos acariciando un enorme timón, barnizado a muñequilla, con goma laca, por mi padre en el taller de la calle Cuartelillo. Despacio y sin ruido, mí “TransAlhambra” zarpaba en medio de una calma chicha, en dirección a La Almanzora, buscando en las cartas de navegación, la fértil Vega de Granada. Tal vez en un estado alterado de conciencia, he llegado a ver la colina desnuda, sin la Alhambra, y es en ese momento, cuando mi mente racional me despierta, y me suelta sin paracaídas en la realidad mental, de quién es propenso a soñar en demasía.
Aunque lo de transformar la Torre de La Vela en un puente de mando no es que sea una idea original mía. Datos hay de quienes hace ya siglos, vieron en ésta torre mocha desde la cuna, la posibilidad de que marcara el destino de los ciudadanos, tanto los enjaulados en sus murallas alhambreñas, como los de extramuros de la ciudadela. De ahí que decidieran instalarle una campana, y con ella, regir los destinos de las gentes de Granada, a golpe de badajo bronceado. Según las horas y el ritmo de los toques, los ciudadanos debían regar sus tierras, rezar a las ánimas, casarse al año siguiente - si estaban tirando de la cuerda el dos de Enero en compañía de su amada - o salir corriendo a los distintos refugios antiaéreos, si en la guerra incivil la aviación bombardeaba la ciudad, como así ocurrió. Cuando mi abuela Juana, en el carmen de la placeta del Rosal en el Albayzín, comenzaba a ver que una criatura con una mano sostenía un catalejo y con la otra, hacía sonar la campana, es que la escuadrilla encargada de matar a las criaturas, estaba ya cercana. Entonces, cogía a mi madre en brazos y a mi tío de la mano, y comenzaba a dar gritos pidiendo paso Cruz Verde abajo por san Gregorio, hasta llegar a Reyes Católicos, a la casa donde nació el capitán general de la mar océana, Álvaro de Bazán, donde tenía el subterráneo más cercano para refugiarse. En más de una ocasión, cuando exhausta llegaba al lugar, el bombardeo sobre la ciudad ya había terminado. Entonces sin resuello, tocaba subir de regreso al carmen, y allí aguantar la chanza de mi bisabuelo, que sin moverse del patio, sentado en su vieja mecedora y al lado de su botijo, había aguantado un bombardeo más, sin moverse de su casa, porque si estaba de Dios, - afirmaba categórico - daba igual que corrieras, ya se encargaría la bomba de dar contigo por mucho que te escondieras. Toda una filosofía de vida, que creo haber heredado.
Escenas que durante aquellos tres años se repitieron con demasiada frecuencia, y que no estuvieron exentas de daños colaterales, tan graves o más que la propia guerra. Una de ellas la refería la abuela Juana, argumentando que existe una justicia divina, a pesar de que élla se proclamaba atea, gracias a dios. Uno de esos días de bombardeo en la capital, al llegar a la puerta del refugio, entre los sacos terreros y la cola de gente para bajar al sótano, se armó una gran cola que dio en atasco, que ni para atrás ni para adelante, con tan poca fortuna, que al llevar a mi madre y mis tíos uno en brazos y los otros dos de la mano, mi abuela quedó encajada en la puerta con las criaturas, en lo que todo el mundo definió como un principio de aplastamiento. Las sirenas sonaban, la campana de la vela también y los gritos de la gente por entrar eran insoportables así que en semejante situación dramática, mi abuela sintió como una mano la agarraba por detrás del cuello y tiraba de ella con tal fuerza, que cayó de espaldas con los tres niños sobre la acera, y lo que en principio pensó que era una alma caritativa que la rescataba del trance, no fue más que el pánico de un hombretón “valiente”, que como el dueño del Titánic, quiso salvarse a costa de quién fuera, y quería llegar cuanto antes al fondo del sótano para resguardarse de las bombas. Poco le importaba a el que delante hubiera una mujer con tres niños pequeños. En aquella confusión de gritos y golpes, mientras mi abuela se levantaba de la acera y buscaba a sus tres hijos desparramados por aquel bestia, se escuchó un chasquido de huesos al fondo del refugio, donde terminaba la escalera. El muy bestia, tiró a mi familia con tanta fuerza y descendió las escaleras con tal brío, que perdió pie y se reventó la cabeza contra el suelo muriendo en el acto. En ese instante, las sirenas callaron, la campana de La Vela cesó en su lamento, y las gentes fueron saliendo del refugio, esquivando al desgraciado y santiguándose al unísono. En aquel momento, el práctico del puerto colocó de nuevo la nave en la colina, despedí a la tripulación al pie de la escalerilla, y renacieron al color las postales más divinas. Desde entonces, subo de vez en cuando a San Nicolás, por si la nave ha zarpado y... se han olvidado de éste marinero en tierra.
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