miércoles, 13 de julio de 2016

COMERCIAL DE DECESOS

COMERCIAL DE DECESOS Tito Ortiz.- Yo no iba a romper la tradición familiar, hubiera estado mal visto, por eso decidí morirme en el hospital Ruiz de Alda, como todos los míos, al fin y al cabo yo desciendo de una familia seria, más concretamente de un conde-duque, que llegó hasta aquí haciendo la reconquista con los reyes católicos, así que a la hora de morir, no caben bromas. Si todos mis antepasados recientes han palmado en el hospital grande, como entonces le llamábamos, o en el de La Caleta, no iba yo a torcer los renglones trazados por la historia, así ¿hay que morirse? -me dije- pues al Ruiz de Alda, que éstos no fallan. El caso es que fue expirar, y antes de que mi mujer cogiera el móvil del bolso para comunicárselo a la familia, apareció ante ella, como caído por la rejilla del aire acondicionado, un señor de traje negro y corbata a juego, que ceremonioso le dio el pésame, la tarjeta de la funeraria para la que trabajaba, y antes de que pudiera articular palabra, desplegó ante ella un álbum repleto de fotos de ataúdes, de diferentes colores, estilos y últimas tendencias. Mientras mi mujer salía de la sorpresa y medio atendía aturdida, los nuevos formatos de cajas de muerto, el menda tiró de cinta métrica y en menos que tarde en persignarse un cura loco, me midió a lo largo y a lo ancho. Mientras anotaba en una libreta, decía en voz baja, uno, siete, cuatro, a lo que mi cuñada añadió para destensar la escena: ¡Bingo! Y en esto ya mi mujer rompió a llorar cuán plañidera si paga extra. Tengo que decir que mi muerte era la crónica de una muerte anunciada, porque si de lejos vienes diagnosticado de cáncer, pues los deudos se ahorran mucho en sorpresa. Aun así, debo decir que yo lo llevé mejor que ellos, tal vez por mi curiosidad de saber de qué trataba éste otro mundo, y la posibilidad de mantener el tipo en éste otro plano astral, que a mí me resulta tan útil y cómodo, todo hay que decirlo. Cuando mi mujer supo los precios de los sarcófagos, casi le da un bitango y se viene conmigo, menos mal que los utilizados para cremar al difunto, que era mi caso, son algo más baratos, pero tampoco tanto. Hubo más lío al elegir el color, porque a mí me gustan los tonos claros casi como la propia madera, y eso se me olvidó dejarlo por escrito, pero por lo que no iba a pasar, es porque se empeñaban en que mí féretro fuera mate, y eso sí que no. Yo cuando estaba en vida, veía una caja de muerto mate, y me entraban ganas de coger el bote de crista sol y una bayeta, y dejarlo brillante hasta que las moscas patinaran sobre él. Así que no tuve más remedio que manifestarme. De pronto los gases de la descomposición, sobre aquella fría losa de piedra de Sierra Elvira, hicieron de las suyas, de tal forma que todos los reunidos en torno a mí salieron fuera para respirar, otros aprovecharon para fumar y no entrar más, así que le anoté yo mismo en el albarán al de la funeraria, el modelo, el color y en brillo, para cuando entró otra vez donde yo estaba, ya hasta se lo había firmado, porque es que yo, recién muerto, tenía una energía terrible, ahora me he venido un poco abajo, entre otras cosas, porque ya me he hecho a éste otro mundo de los maullados, y cada vez me cuesta más manifestarme, y no digamos ya, aparecerme. Pero bueno, sigo intentándolo. Ya les contaré la semana que viene.

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