EL TAMBOR DE COLÓN
Este es el relato de unas leyendas semanasanteras, que nunca tuvieron lugar. Los nombres y las situaciones son ficticios. Se trata solamente de pasar el rato, leyendo algo que jamás ocurrió.
Tito Ortiz.-
He de confesar que, he leído poco sobre la música en la época del descubrimiento de América, cuyos instrumentos admito que, en mí, tienden a producir un agradable sopor incompatible con el estado de vigilia. En cualquier caso aquí, lo que nos ocupa, es la existencia de un tambor de Colón, del que todavía no he averiguado, si hizo la travesía de la mar océana para encontrar un nuevo mundo, o si por el contrario, llegó a España como souvenire de la tierra conquistada. El tambor de Colón, pudiera ser el título de una novela de aventuras, en la que se describiesen aguerridos luchadores, haciéndose con nuevos territorios para la corona patria, pero mucho me temo que éste tambor de colón, va a ser algo mucho más prosaico. Aquella tarde de verano, estaba yo – como casi todas – en el pequeño bar de Juan Bautista, en el Campo del Príncipe, que años después sería regentado por “El Collejo”. La limonada casera del veterano tabernero, era de calidad acreditada y, muy reconocida por los parroquianos. Juan Bautista me acababa de regalar una pipa que, me había traído de su último viaje a Santo Domingo, y yo estaba en esa ceremonia del primer encendido de pipa nueva, de cuyos resultados, depende toda la vida del instrumento fumador.
AL CHALET
Entró en el local José Carranza -Willy para los amigos- y venía con la cara descompuesta, un rostro de esos que anuncian ruina, lo mires como lo mires. Me preguntó si había llevado el coche, le dije que estaba en la puerta del taller de mi padre, en la calle Cuartelillo, y me dijo: ¡Vámonos! Arranqué mi Renault 10, blanco, de segunda mano, matrícula de Barcelona, y me fue indicando el camino a seguir. En unos minutos estábamos en la puerta de un chalet con piscina, propiedad del entonces hermano mayor de la hermandad del Cristo de Los Favores, que compungido abrió la cancela y, comenzó a relatarme una historia irreal, para la que necesitaba nuestra ayuda.
Desde que terminó la semana santa, tenía el trabajo pendiente de buscar la forma más idónea, para limpiar el manto de la virgen de la Misericordia, que había quedado maltrecho tras la salida. Fundamentalmente, presentaba tiznones de las velas, y chorreones de cera. Como primera medida, había pensado llevarlo al tinte de la calle Recogidas, que estaba junto a la bodega, “El Cortijo de Las Cruces”. Pensaba el hermano mayor, que si en aquella taberna, en una de sus vitrinas, se conservaba impecable el vestío de torear que “Frascuelo” lució la tarde de su alternativa, en el tabique de al lado, tendrían una buena solución para dejar limpio el manto de su virgen, pero cuando le dieron el presupuesto de la limpieza, de la impresión, perdió todo el pelo de la cabeza, y se echó a fumar puros del número uno. Dándole vueltas a su pelada cabeza, se le ocurrió una solución mucho más barata y eficiente. Sin encomendarse ni a dios ni al diablo, compró un tambor de detergente en polvo “Colón”, expandió el manto de la virgen en su piscina, y volcó sobre el, todo el contenido al tiempo que iba removiendo con el palo de una fregona, para que la limpieza fuera homogénea. Cuando el Willy y yo llegamos al borde de la piscina, la escena era dantesca, sobre el manto semi hundido, una alfombra de espuma de unos cuarenta centímetros de espesor, impedían ver la sutil mescolanza de cera adherida al manto, el tizne del pabilo, las hojas secas que el viento había arrojado a la piscina, y aquel tono medio verdoso del agua sin clorar todo el invierno. Nos desnudamos hasta quedarnos en calzoncillos, nos tiramos al interior para ver cómo podría ser el rescate, y tras lucha titánica que nos dejó exhaustos, pudimos sacar entre los tres el irrecuperable manto de la Misericordia, que desapareció como por arte de magia, de entre el ajuar de la Señora, aunque nadie lo echó de menos, porque al año siguiente, estrenó uno donado por su hermano mayor.
LA SANTA CENA EN TREN
En aquellos primeros años tras su fundación, fue invitada la hermandad de la Santa Cena a participar en una magna exposición en la capital de la Giralda, para lo que su hermano mayor buscó transporte y, pidió presupuestos con el fin de abaratar costes. Un camión se disparaba de precio, así que la solución fue muy sencilla. Dado que todas las figuras del misterio van sentadas, no hubo ningún problema para comprar en Renfe, trece billetes de ida y vuelta a Sevilla, en los vagones de madera correspondientes a tercera clase. El viaje se realizó con total normalidad, se celebró la exposición, y el regreso fue tranquilo, ya que las figuras iban atadas a los asientos, cada una con su billete en la mano. Ninguno le contestó al revisor.
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