viernes, 3 de agosto de 2018
CUELLOS DE RECAMBIO
CUELLOS DE RECAMBIO
Tito Ortiz.-
Hubo un tiempo en el que las camisas eran un artículo de lujo, cuya vida había que prolongar a toda costa, de ahí que, hubiera personas especializadas en desmontar los cuellos y los puños cuando ya estaban desgastados por el uso, para volver a coserlos dándoles la vuelta, y así estrenar camisa nueva.
Mi padre tenía en el cajón de su mesita de noche, unos pares de ballenas de repuesto por si las que llevaba puestas se perdían o estropeaban. Yo era un niño que pensaba que una ballena era un pez enorme, pero él me enseñó que, además eran unas tiras rectangulares de unos diez centímetros de largo, terminadas en punta, que se embutían en el vértice del cuello de las camisas, para que estos quedaran bien estirados, y no con las puntas hacia arriba, como para echar a volar, decía. Las tenía de madera y otras de plástico blanquecinas. Cuando se rompían o perdían, me mandaba a la mercería, a comprarle otro par. También guardaba allí varios pares de gemelos, que lejos de ser niños nacidos iguales uno detrás del otro, conformaban una especie de artilugio con cadenita, que servía para ajustar a la muñeca el puño de la camisa, a través de un doble ojal, que a veces daba la lata para colocarlos bien, siendo entonces cuando recurría a los buenos oficios de mi madre, que tenía más habilidad que él para esos menesteres.
NO SE PLANCHAN
A mediados de los años sesenta del siglo pasado, aquella vieja televisión Vanguard, de un solo canal y en blanco y negro, comenzó a anunciar una auténtica revolución. Se trataba de una marca de camisas, que ya traían de fábrica, otro cuello de recambio, para que cuando por el uso se desgastara el original, pudieras cambiarlo por uno nuevo y flamante, que te dejaba la camisa como nueva a estrenar. Hubo fabricantes que fueron más lejos, y al cuello de recambio, adjuntaron también puños, y aquello ya fue la locura de la modernidad. Pero lo que ya fue el acabose, fue poder adquirir camisas que no se planchaban. Y así de contundentes eran los anuncios. Mi madre vio el cielo abierto, porque con aquellas viejas planchas de hierro calentadas en el fogón de la hornilla, lo que más trabajo le daba para planchar eran las camisas de mi padre, y significaba un martirio. Eso de lavar la camisa, colgarla en una percha y una vez seca, de ahí al armario, era como el principio de la liberación del ama de casa. El asunto llegó tan lejos que el vecino del Albayzín que, ya tenía una camisa que no se planchaba, había escalado unos peldaños en la escala social. En aquellos tiempos, todavía no habían aparecido las camisas cuyos picos de los cuellos se abotonaban. Todas sin remisión eran de colores discretos, con cuello y puños recambiables. Tan solo podías elegir si la querías con botones en las mangas, o para gemelos. Con el tiempo vinieron ya con la posibilidad de ambas cosas y cuello convertible, además de cuadros y estampados, impropios de aquellos años.
TEJIDOS Y MARCAS
Una camisa de popelín era de categoría. De seda, la repera, al alcance de muy pocos. Lo normal era que todas fueran de algodón, hasta que llegó la revolución del Tergal, que no se planchaba y lavaba estupendamente. Había hombres que mataban por tener una camisa “SuyBalen”, que era la que anunciaba la tele, como el sumun de todos los placeres de la elegancia y el confort, en aquel año de 1966. Con cada camisa, la marca regalaba un calendario de bolsillo, lo mismo que con la compra de las sábanas, “El Burrito Blanco”, te regalaban un burrito de plástico de unos cinco centímetros, por el que los niños llorábamos más que por el koki, el caramelo casero de entonces. ¡Niños! Llorad por el Koki, decía el vendedor. Tiraros al suelo y romperos la ropa… todo por el Koki. Una vez que ya se le había dado la vuelta al cuello y había regresado el roce del desgaste, había quién lo cortaba al estilo Mao, y aunque ya no te servía para vestir, si la podías utilizar para el trabajo. En menor medida y muy de tarde en tarde, podías encontrar en la Camisería el Sol, unos modelos que, en el cuello, llevaban un tornillo pasador, de manera que ajustaban los picos bajo el nudo de la corbata. También ocurría que cuando el desgaste de los puños no tenía solución, una modista o un sastre te cortaba las mangas a la altura del codo y te la convertía en camisa de verano en un santiamén. En fin, que hubo un tiempo en el que las camisas se aprovechaban, pasando incluso, de padres a hijos. ¡Que tiempos!
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