martes, 21 de agosto de 2018

EL VISILLO

EL VISILLO Tito Ortiz.- Como periodista viejo, a veces siento la sensación de que me convierto en ese personaje simpático de José Mota, llamado “La Vieja El Visillo”. Me veo al otro lado de la ventana, descorro suavemente el visillo hacia un lado, y veo mi infancia, a los que ya se fueron, a los que fueron algo y ya no lo son, y a los que no eran nada y ahora son mucho. Suelto el visillo, que pendulea y vuelve a taparme por completo la visión de entonces. Veo la realidad actual, pienso algo poco original y es que ningún tiempo pasado fue mejor, y ahora casi todo es distinto, con más gente, y más modeneses. Ya no hay que ir a por el agua al aljibe, cae del grifo. No hay que preparar el brasero porque le das a un interruptor y está la calefacción o el aire acondicionado. Vuelvo a levantar el visillo, y veo amigos militando en el SEU, el sindicato de estudiantes de entonces, me recuerdo entrando a su caseta en el Corpus del Paseo del Salón. Más tarde los veo en la, Academia Nacional de Mandos de Madrid, donde algunos se hicieron grandes deportistas, instructores y divulgadores de unos valores dirigidos desde arriba. Era lo que se llevaba en la época, si querías ser algo en la sociedad del momento y tener un futuro. Algunos no vieron más allá, pero otros espolearon su mente y se prepararon para una España, que, a partir de noviembre de 1975, necesitó de amplias reformas, para alcanzar un régimen democrático y han sido artífices, o lo son, de grandes gestas jamás sospechadas. Los viejos, ya lo dice Joan Manuel Serrat, nos convertimos en fantasmas con memoria, y eso a veces molesta, pero la historia está ahí, y alguien tiene que contarla, procurando no faltar a la verdad. No se trata de desenterrar viejos cadáveres y ponerlos encima de la mesa, sobre todo, cuando me temo que, ahora que algunos quieren cambiar a los muertos de sitio, eso no valdrá para sanar nada, sino todo lo contrario. Esta revisión continua y perpetua de la historia, alarga indefinidamente las agonías, y así no hay forma de morirse en paz. He “superado” un cáncer, tengo una miocardiopatía congénita y el colesterol por las nubes. Eso y una vida de lo más común – socialmente hablando – me permite opinar a cerca de ciertas cosas que, a interés de parte, se magnifican en demasía, como si aquí fuéramos a estar eternamente. Hay quienes actúan así, yo los conozco, y a esos yo les recomiendo un paseo por las tanatosalas de nuestro cementerio, o lean las esquelas de Ideal, antes de ocultar o aparentar lo que no se es, porque puedo asegurarles, que de la vida… también se sale, y a veces demasiado pronto. Nos comportamos como si la naturaleza creadora nos pudiera tener aquí eternamente, y las notas necrológicas nos advierten firmemente de todo lo contrario. No hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista, gracias a Dios. Uno es lo que es, con su pasado incluido, y no tenemos porque gustar a todos, pero si hay algo que está en nuestras manos. Pasar por el mundo sin meterle el dedo en el ojo a nadie, ya es estar en el buen camino, y yo pido perdón ya de ante mano a todos aquellos a los que por acción u omisión se hayan podido sentir así por mi culpa. Quiero irme de aquí con una sonrisa en la cara, que, a la hora de amortajarme, quién lo haga piense que me acaba de contar un buen chiste. No hay nada mejor para el tránsito entre una vida y la otra. A Caronte, que le pague el siguiente.

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