martes, 21 de agosto de 2018
DOMINGUEROS
DOMINGUEROS
Tito Ortiz.-
En quellos años sesenta, cincuenta pesetas te daban derecho a un asiento de escay, en un autobús con baca, cortinas de cretona para el sol, y un cenicero en cada respaldo. El destino era la playa de Las tres erres en Motril, o la del Peñón en Salobreña.
La aventura comenzaba por ir el lunes anterior a la barbería de Agustín, en la calle de Elvira, y apuntarte en la lista de los excursionistas, acoquinando el importe del recibo. Si lo hacías el martes o el miércoles lo mismo ya no había plazas. El barbero organizador alquilaba un autocar, que cada domingo partía a las seis de la mañana hacia la costa granadina, alternando semanalmente las playas, entre las que se incluía la de Almuñécar. El madrugón para hacer un viaje de dos a tres horas, se complementaba con unos termos de café o chocolate, del que la familia iba bebiendo, y dando un pellizco a la rueda de tejeringos que se compraba antes de embarcar, en “Pepico” de la calle La Colcha. Para bajar los churros al estómago, el chófer paraba en la fuente de Ducal, para que todos bebiéramos y llenáramos la garrafa, para tener agua en la playa, sobre todo para los chiquillos. A partir de ahí, ya se entonaban las canciones populares: Para ser conductor de primera, acelera, ace… ¡Qué salude el conductor! Grito de guerra que no cejaba hasta que, el pobre soltaba el volante y levantaba la mano, entonces todos a aplaudir y contentos. La siguiente parada se hacía en Vélez de Benaudalla, donde los valientes se tomaban una copilla de anís, y los demás compraban sus acreditados pestiños, otros se hacían “una palomica”, o sea, le echaban agua con hielo al anís, y para dentro. Las mujeres un Mari Brizar que era más dulce, los hombres del Mono y los temerarios, seco. Nada más subirnos de nuevo al autocar, tocaba vomitar en los caracolillos de Vélez, antes de entrar en el túnel de La Gorgoracha, que una vez traspasado te permitía divisar el tan ansiado mar.
EN LA PLAYA
Habían pasado tres horas y ya estábamos allí, en la playa de las tres erres, junto a los depósitos de la aceitera, y el desagüe de los darros, con abundancia de ovnis flotantes. Las cañas de la zafra también flotaban, pero todo se daba por bueno si ya estabas en la playa, todo un privilegio comparándolo con los que se habían quedado en el Albayzín, soportando el calor, y que luego rabiarían de envidia cuando les contáramos nuestra aventura de domingueros. Después de los ahogadillos de rigor, tocaba la hora de comer, bajo aquel chambao que mi padre había fabricado, buscando cuatro cañas, enterrándolas hasta la mitad en la arena para que no se las llevara el viento, y en cada punta, había anudado una esquina de la vieja colcha que mi madre guardaba todo el año en un baúl, para éstos menesteres. Bajo su sombra comenzaba el ceremonial de una comida en familia, aderezada con la arena de la playa al soplar poniente. De una fiambrera de aluminio, con más bollos que la escupidera de un loco, pues era con la que mi padre había hecho la mili en Ceuta, sacaba una tortilla de patatas, que había permanecido oculta, bajo una capa de pimientos verdes fritos. Un manjar, que se complementaba con unas tapas de queso manchego que, habían viajado en un papel gris satinado, del que ahora caían gotitas como de aceite, mientras el queso parecía querer despegar, pues todas sus esquinas apuntaban al cielo. Las rodajas de salchichón se habían hecho una pieza, imposible de separarlas por las buenas, y la sandía que habíamos enterrado en la arena para que, estuviera fresquita a la hora de comer, mostraba su carne jugosa llena de incómodas pepitas, a una temperatura de huevo al baño de maría o directamente escalfado.
PIPIRRANA
Después del madrugón, lo suyo era roncar en el autobús de regreso hasta la plaza de La Mariana, donde nos dejaba. Luego san Matías arriba con los chiquillos dormidos en brazos y así hasta el barrio, soportando los alaridos de las criaturas, que sin protección alguna se habían expuesto a los rigores del sol, lo que daría paso a unas espaldas despellejadas, llenas de “roales” como un cementerio lunar. Menos mal que mi abuela siempre nos esperaba con su pócima bendita y reparadora. La abuela Juana, aguardaba nuestro regreso playero, con un tazón, igual que los que utilizaba para ponerles las mariposas encendidas a las ánimas benditas del purgatorio. Pero para la ocasión el contenido era una mezcla de aceite de oliva, con vinagre de Jerez, y un terrón de hielo que había desgajado del cuarto de barra que estaba en la nevera. Nos tumbaba en la cama y, nos restregaba por la espalda achicharrada aquel calducho, deslizando el hielo por la zona, y aquello era mano se santo, pómulos, nariz, las corvas, rodillas. Allá donde el sol nos había castigado sin piedad, la abuela nos dejaba su pócima refrescante, y así, y solo así podíamos dormir sin dar alaridos. A la mañana siguiente, como nuevos, esos sí, echando un pestazo a pipirrana, de agárrate y no te menees, pero curados con el mejor aftersun del mundo, made in Albayzín.
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