domingo, 26 de agosto de 2018
MI PRIMER AMOR
MI PRIMER AMOR
Tito Ortiz.-
Existe una etapa en la vida de toda criatura humana, en la que los amores imposibles, ocupan nuestra mente y quién sabe si también nuestro cuerpo. Tuve un amigo que me llevaba a los “Almacenes Vázquez”, de la placeta del Lino, no solo para ver la primera escalera mecánica que se instaló en Granada, sino para observar dentro del escaparate, una maniquí, que lo traía sin sueño.
Al parecer era la única mujer que le permitía observarla sin decirle nada, y no le interrumpía en sus pensamientos ante ella. Lo había intentado con alguna de carne y hueso, pero no lo dejaban concentrarse, y lo mismo le soltaban una fresca, que se reían de él, o simplemente, decían algo que no venía a cuento, acabando con un momento de silencio extraordinario, en el que disfrutar de la contemplación de la persona amada. Mi amigo me confesó, que se pasaba las horas muertas observándola al otro lado del cristal, me comentaba la ropa que lucía la semana anterior, y si la cambiaban de escaparate. Él la perseguía como un sabueso, hasta encontrarla, adorable y permitiéndole la contemplación en silencio, mientras él soñaba escenas cotidianas en casa los dos solos, con una música de fondo que pudiera ser de Los Ángeles Azules. Al poco tiempo vi en el cine un peliculón de Pedro Olea, con Carmen Sevilla y José Luís López Vázquez, que se llama: “No es bueno que el Hombre esté Solo”, y entonces comprendí a mi amigo, dejando de pensar que se estaba volviendo chaveta.
LA NIÑA DEL TINTE
Andaba yo preparando mi ingreso en bachillerato, cuando me dio también por fijarme en las grandes carteleras sobre las fachadas de los cines, y en aquellas mujeres tan atractivas. Tanto, que me convertí en un especialista, y criticaba a los pintores de entonces, dependiendo de si sacaban guapas a las chicas, o por el contrario, no las favorecían en absoluto. En Granada hubo grandes cartelistas, especializados en representar a gran tamaño a los protagonistas de las películas sobre las marquesinas de los cines, hasta el punto de que eran reclamados en otras provincias para llevar a cabo su trabajo, que no era nada fácil, porque se trataba de llevar a un tamaño grande de varios metros, el rostro de un actor o una actriz, y que se pareciera todo lo posible. Pero a lo que vamos, que yo también pasé por una racha de enamoramiento imposible, de una niña muy atractiva, con un peinado de ensueño y una faldita corta, muy mona. Cada vez que tenía unos minutos libres, y sin que nadie me acompañara para no tener que dar explicaciones, me plantaba en la fachada de la droguería que hacía esquina a las calles, Ceiti merien y Joaquín costa, para admirar desde la acera, debajo de ella, a una niña pintada en un cartelón de lata, y que anunciaba unos tintes para la ropa, con una expresión que a mí me transportaba al paraíso. Junto a ella, un señor feo con la boca apaisada que anunciaba un limpiametales.
PÓSTER
Ya como alumno de bachiller, mis gustos cambiaron y fui evolucionando. Ahora de quién estaba más enamorado que una burra en primavera era de, Ann Margret, mi adolescencia la tuvo grabada a fuego en mi mente y mi corazón. Coleccionaba los prospectos que anunciaban sus películas y recortaba sus fotos de las revistas de actualidad, pero soñaba con tener un póster de ella y ponerlo a todo lo largo en mi dormitorio. Nunca pude comprar uno de ella porque aquí no los vendían, pero me las ingenié para hablar con el acomodador de “El Canuto”, y una vez que dejó de proyectarse una de sus películas, gracias a mi insistencia, me guardó el cartel que la anunciaba en la vitrina de la calle, y aunque algo desgastado, con cuatro chinchetas lo clavé en mi dormitorio, para que ella y solo ella, fuera la última cara que vieran mis ojos antes de dormir, y la primera al despertarme. Lloré como una magdalena, el día que volví de clase, y una mano asesina, carente de sentimientos, había descolgado, arrugado y tirado a la basura, el póster de mi gran amor, porque había que blanquear el dormitorio. Durante días le retiré el saludo a toda la familia, y lloré de rodillas junto al cubo de la basura. Cosas de adolescente, dijeron, pero todavía no me he recuperado de aquella tragedia.
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