miércoles, 31 de agosto de 2016

REVISTAS

REVISTAS Tito Ortiz.- Sobre todo en Corpus, pero a lo largo del año también, las compañías de revistas visitaban Granada, dejándonos los cuerpos esculturales de sus vedettes, y la gracia de unos cómicos, que han quedado para la historia. El teatro Cervantes, el Isabel La Católica, o el teatro cine Regio, acogían lo mejor de la cartelera española, en materia de revista, que por razones de la censura, en alguna ocasión había que llamarlas, comedia musical. Desde mediados del siglo XIX, España ha tenido su personalísimo music hall. La revista, con mayúsculas, donde engarzar un buen número de baile, una buena canción y un número cómico, con la gracia que solo un país que dió a luz la zarzuela, puede contener en sus creadores. La revista ha cumplido siglo y medio de existencia, sin que aún la hayamos valorizado, sin que rindamos tributo a tanto libretista, músico o artista, que nos ha hecho pasar momentos inolvidables, y que hoy están olvidados. Recuerdo con fervor aquella primera entrevista que mi redactor jefe me encargó. Estrenaba obra en el Isabel La Católica, Addy Ventura, y me tocaba suplir a Emilio Prieto, que era el crítico oficial de Patria, mientras él estaba de gira por Rusia con Pepe Tamayo y su Antología de La Zarzuela. Addy me recibió en su camerino, minutos antes de salir a escena, en albornoz y maquillándose. Nunca había estado ante una mujer de aquel tamaño, y con tan poca ropa. Creo que más que decir mís preguntas, las balbuceaba, menos mal que pronto nos interrumpió el cómico, Luis Cuenca, para decir que ya era la hora, de lo contrario me hubiera desmayado allí mismo. Addy era una mujer de armas tomar, con un encanto personal que pocas veces he encontrado. Pili se va a la Mili, con Ángel de Andrés, era la obra, y recuerdo que me lo pasé pipa entre bambalinas. Florinda Chico, que se vestía en Granada, Queta Claver, Tania Doris, Silvia Gambino, y tantas otras herederas de la gran Celia Gámez, lucían su palmito en el escenario con la gracia y el picante, que solo ésta tierra da para el género. Mary Santpere, Lina Morgan o Gracita Morales, eran vedettes, pero con la comicidad en las venas, que eso no lo han tenido muchas, y a fin de cuentas, más que el palmito - que también - en la revista, la risa es la que cuenta. Aunque Pajares y Esteso, han sido de los últimos, pero la lista de cómicos de revista española es inagotable. Yo no me he reído más que con, Zorí, Santos y Codeso, en el Regio, cuando me llevaron mís padres a ver, Un, dos tres, cásate otra vez. O aquella vez que los ví en Madrid junto a Lina Morgan y Esperanza Roy, en La Señora es el Señor. Un astro de la escena como José Sazatornil. Saza, también gozó de la popularidad por sus estraordinarias apariciones en la revista española, por ejemplo, junto a Concha Velasco, en Dígame. Y en Granada cosechó éxitos clamorosos, con esa bis cómica que solo los elegidos poseen. Alfonso del Real, Kin y Kiko, Franz Johan, Gustavo Ré, Alady, Los hermanos Caltrava, Herta frankel con sus marionetas, que después llevaría a la televisión, Antonio Riquelme, Corita Viamonte, Roberto Rey, Wenceslao Moreno con su buho, y tantos ilustres de la revista, aún hoy por reconocer. A veces en Corpus, la competencia era dura, y había que echarle unos días a la revista porque, coincidían en varios teatros, incluídos El Chino del ferial. Manolita Chen era toda una vedette, que cada año traía a Granada lo mejor de su repertorio, arropada por cómicos de la talla de, Juanito Navarro. Quique Camoiras, podía recorrer el escenario en una obra unas cien veces, y en cada una de ellas, soltaba un chiste para desternillarte. Él era otro de los elegidos para este arte musical, de puro divertimento, tan del agrado de la España de la época. Tito Medrano fue un portento, junto con Antonio Casal o Toni Leblanc. Éste último llevó al cine la famosa revista, El Sobre Verde, junto a Esperanza Roy. Se estrenó en el Madrigal, en la carrera de La Virgen, y todavía recuerdo, las colas para entrar que llegaban a la basílica de La Patrona. Creo que mí generación y alguna anterior, le debe un sentido homenaje a la revista española, cuna de tantos artistas que después han triunfado en otras parcelas más aclamadas por la crítica oficial, pero que sin embargo, no han necesitado de la espontaneidad y el rigor interpretativo de un/a artista de revista. Mamá, quiero ser artista.

martes, 30 de agosto de 2016

SERVICIO SOCIAL

SERVICIO SOCIAL Titop Ortiz.- Algunos jóvenes pueden no haberlo escuchado de sus mayores, sobre todo si son votantes del PP, pero hubo un tiempo en que la mujer, era un ser de segunda clase en éste país. Y de eso no hace tanto tiempo. En los años setenta del siglo pasado, una mujer no se podía abrir una cuenta corriente en un banco, sino era autorizada por su padre o por su marido. Le estaba prohibido votar, y si quería sacarse el carnet de conducir, tenía que hacer un curso en la Sección Femenina. El Servicio Social. También se le pedía para ingresar en la Universidad, para opositar, y hasta para respirar. La Sección Femenina, emanante de la Falange de José Antonio Primo de Rivera, que nada tenía que ver con la que después manipuló el general Franco a su imagen y semejanza, sujetaba y adiestraba a la dama española, para que sirviera al Régimen y a los postulados de la iglesia instituída, muy amiga del general bajito del Ferrol. De Franco siempre se dijo, que había dejado que los republicanos fusilaran a José Antonilo en Alicante, para así no tener obstáculos de liderazgos posteriores. Éste asunto está demostrado, lo mismo que luego intentó grangearse la lealtad de los/as falangistas, a base de cargos y prevendas. Con la Sección Femenina lo tuvo claro. Nombró responsable a la hermana de José Antonio, y así calló muchas bocas. Pilar Primo de Rivera, cogió las riendas de la mujer española, y la metió en la senda de lo provechoso para Franco y la Iglesia de Pío XII. Con la Sección Femenina, Franco adiestraba a la mujer española, y con Educación y Descanso, la enseñaba a bailar para las galas anuales. Así todas entretenidas, no tenían tiempo de pensar en otras cosas, que no fueran los resultados del Glorioso Alzamiento Militar, según, algunas miembras distinguidas del partito popular granadino. El nacional catolicismo, con la reina católica y santa Teresa como imágenes a venerar, eran los horizontes a conseguir por un movimiento nacido para tener a la mujer atada y bien atada. La "Guía de la Buena Esposa", fue publicada en 1953 para decirle a la mujer patria como debía comportarse. Contenía once reglas para hacer feliz a su marido de forma que fuera la mujer que él siempre soñó. Ten lista la cena para su llegada a casa, descansa cinco minutos antes de que él llegue para que te encuentre reluciente, se dulce e interesante, una de tus obligaciones es distraerlo. Arregla tu casa, debe lucir impecable. Hazlo sentir en el paraíso. Y así, hasta desgranar toda una serie de normas, en las que la mujer era la esclava que recibía a su marido con una sonrisa de oreja a oreja, y todo listo. "Si tu marido te pide prácticas sexuales inusuales, sé obediente y no te quejes". "Si él siente la necesidad de dormir, no le presiones o estimules la intimidad". "Si sugiere la unión, accede humildemente, teniendo siempre en cuenta que su satisfacción es más importante que la de una mujer. Cuando alcance el momento culminante, un pequeño gemido por tu parte es suficiente para indicar cualquier goce que haya podido experimentar". Entre 1934 y 1977, la Sección Femenina de la Falange adoctrinó a las españolas para cercenarles cualquier deseo de emancipación o rebeldía y cualquier otro deseo (sobre todo ése). Gracias a Falange, las mujeres van a ser más limpias, los niños más sanos, los pueblos más alegres y las casas más claras". "Todos los días deberíamos de dar gracias a Dios por habernos privado a la mayoría de las mujeres del don de la palabra, porque si lo tuviéramos, quién sabe si caeríamos en la vanidad de exhibirlo en las plazas". Las mujeres nunca descubren nada; les falta el talento creador reservado por Dios para inteligencias varoniles". La vida de toda mujer, a pesar de cuanto ella quiera simular -o disimular- no es más que un eterno deseo de encontrar a quien someterse". éstas eran frases de doña Pilar, como la llamaban, y durante cuarenta años, su ideario. Así que no es de estrañar, que para acceder a unas oposiciones, o para sacarse el carnet de conducir, por ejemplo, las mujeres de mí época tuvieran que sacarse un título en la Sección Femenina, en el que aprendían como cocinar para su marido, a confeccionar una canastilla de ropa para cuando fueran madres, y otras lindezas de la época. Se le denominaba algo así, como el servicio militar de las mujeres.Durante tres meses cursaban una serie de materias teóricas, que pondrían en práctica en centros asistenciales, talleres o escuelas de hogar. Las estudiantes convalidaban la primera parte, debiendo realizar la célebre “canastilla” del bebé para su entrega a madres necesitadas. No obstante, un servicio ideado durante la guerra para suplir la mano de obra en hospitales o comedores del Auxilio Social, se prorrogó por el Decreto de 18 de diciembre de 1940 hasta el final de la dictadura. Se que ésto puede parecer de otro país subdesarrollado, o del nuestro en las antípodas, pero lo que cuento ocurría en los años setenta pasados. No es una historia de terror, es la realidad de nuestra tierra, que desgraciadamente ha sido olvidada muy pronto. Y ya se sabe, el pueblo que olvida su historia, posiblemente esté obligado a repetirla. De un tiempo a ésta parte, observo cierto conformismo en los movimientos de la mujer, que tanto han luchado para estar donde están, que por cierto, no es el sitió que aún les corresponde. En igualdad, estamos a mitad del camino, con terribles signos de involución. Ojo al Cristo, que es de palo.

lunes, 29 de agosto de 2016

ALGARROBAS

ALGARROBAS Tito Ortiz.- ¡El niño tiene diarrea ! Corre a por algarrobas. Y ante el grito, había que salir rápido hasta encontrar un algarrobo y arrancarle un puñado de sus vaínas de color negro rojizo. Las algarrobas fueron remedio y golosina de los pobres, en aquellos años cincuenta en lo que todo era tan escaso y caro. Había que agudizar la imaginación. Y lo mismo que cuando el niño estaba extreñido, se le metía por el ano, una hoja de geranio por la parte del tallo, y el atasco estaba resuelto, cuando el organismo producía lo contrario, la solución estaba en las algarrobas. Si el niño era zagalón, se le quitaban las pepitas interiores y se le decía que a bocado limpio. Si era más pequeño, se trituraba la algarroba en el mortero, y aquella arina se le daba a cucharadas, con sorbos pequeños de agua. La algarroba fue en muchas ocasiones golosina de premio por haber hecho algo bien, incluso, sustituyó durante años, al Colacao. No pocas madres las trituraban por la noche, las metían en un una lata vieja, y por las mañanas se las daban diciéndoles que era el que anunciaba la radio con aquella canción de... Es el colacao desayunos y meriendas, lo toma el futbolista para entrar goles, también lo toman los buenos nadadores. Si lo toma el ciclista se hace el amo de la pista, y si es el boxeador, pon, pon, pon, boxea que es un primor. es el col... Después con el tiempo salió una competencia llamada, Toddy, pero no había color, el sabor del Colacao, era muy especial y muy difícil de imitar. Volviendo al asunto de las algarrobas contra la diarrea, había que tener mucho cuidado, porque como el sabor era agradable, si te pasabas en la dosis, corrías el riesgo de producirte un atranque, que luego hacía necesaria la lavativa. El asunto es que había que ser un experto en saber que algarrobo era bueno y cual no, porque había otra clase de algarrobas, a las que llamaban "locas", que si te las comías, pues eso, que te volvías majareta, o al menos eso decían. Ocurría lo mismo con un tipo de castañas. Por ejemplo, unas que se criaban en los bosques de la Alhambra, los guardas del recinto, con su escarapela en el sombrero y su bandolera blanca, te decían que no se te ocurriera echártelas a la boca, porque o te volvías tonto, o palmabas. Pasaba algo así como con las setas, que más de uno se ha ído al otro barrio, por no saber distinguir la venenosa, de la que está de muerte en la sartén, con ajo y perejil. La algarroba además de haber quitado muchas hambres después de la guerra, resultaba ser un alimento ideal para mucha clase de animales, aparte del hombre. De hecho, se recomendaba a las recién paridas, por sus propiedades para convertir la leche materna, en un alimento completo para los bebés. Los curanderos la mandan comer para combatir los cálculos en el riñón, para la buena circulación de la sangre, y para retrasar el envejecimiento. No era extraño, que en algunos puestos de chucherías, el hombre tuviera a mano una talega llena de algarrobas, que vendía al módico precio de una perragorda la unidad. Se decía que si comías muchas algarrobas, nunca te quedarías calvo. Eso sí, había que cogerlas de algarrobos cuanto más viejos mejor, porque el árbol no da su fruto hasta pasados ocho años, por eso que se valoraran más, las procedentes de los más vejetes. Aunque algunos historiadores mantienen, que es la algarroba la precursora del quilate, la verdad es que también ha servido de trueque. Aquellos viejos traperos que iban por las casas, con un enorme atillo a la espalda, pidiendo la ropa vieja, usada o la que ya no te ponías, solían darte a cambio, dependiendo de las prendas que le entregaras, una taza, un plato, un tazón para el café de malta migado por la mañana. Y bien por si lo que le entregabas era de poca cuantía, o para completar la loza ofrecida, solían tirar de algarrobas, sobre todo si había niños delante, porque sabían que nos tirábamos a por ellas con los ojos cerrados. El truco estaba en cuando estaban a mitad del trato, decirle a la mujer: Venga señora, entre y rebusque por los armarios no se vaya usted a dejar ahí algo que no le sirva, que ya hasta dentro de dos meses no vuelvo. Entonces cuando se quedaban a solas con los niños, sacaban una algarroba para cada uno, y aquello forzaba la tasación a la baja, porque ya la mujer no se echaba atrás, viendo a los críos tan contentos, y con los labios enmarronados de masticar tan preciado fruto. Un viejo truco de trapero avezado, cuyo comer dependía del trato ventajoso que sacara de cada casa, llevándose la ropa vieja. También fue el pago muchas veces para los engrasadores. Aquellos hombres de humildísima condición, que portaban una lata llena de un aceite negruzco, y que atada a una caña, llevaban una brocha, para engrasar las vías de las persianas metálicas de los cierres comerciales. En no pocas ocasiones, lejos de unos céntimos o una peseta, su pago era un puñado de algarrobas, que guardaban con primor hasta llegar a casa. Seguiría escribiendo de la algarroba y sus parabienes, pero es que... me ha dado un apretón.

domingo, 28 de agosto de 2016

MANTILLO PARA LAS MACETAS

MANTILLO PARA LAS MACETAS Tito Ortiz.- Aquel hombre portaba una gran talega a la espalda y un saco no menor en la mano. Su pregón era silple:¡Mantillo para las macetas!. No decía más. Se ponía la mano abierta en un lateral de loa cara, como queriendo alejar más lejos con la voz, y repetía lo de mantillo para las macetas. Las mujeres se somaban a las ventanas, y le decían que parara. Pronto tenía al rededor a media docena que le preguntaban a cerca de, la mejor época para plantar los geranios gitanos, con que frecuencia había que regar las pilistras, si eran de exterior o se podían meter en casa. Si las petunias necesitaban muchos cuidados, o los claveles se podían tener en el balcón. Aquel hombre era una auténtica enciclopedia de las mecetas, no había pregunta que el no supiera, y a la que no añadiera tres o cuatro consejos más, en la misma dirección. Yo cuando oía su pregón, siempre pensaba que, donde llevaría el mantón pequeño para las macetas. Lo de mantillo me sonaba a mantón pequeño, como el de mi abuela, que lo llamaba toquilla, y no se separaba del en todo el invierno. No podía imaginarme que el mantillo dichoso era estiércol, abono que llevaba en el saco, para echarlo a la tierra de las plantas, y que éstas crecieran con mayor brío. Por eso cuando abría la arpillera para echar unos cazos en el cubo que la vecina había bajado, aquello olía a perros muertos, pero ellas decían que cuanto peor era el olor que desprendía, más era su pontencia energética, así que venga mantillo para las mecetas. Aquel hombre vendía también semillas de flores de todas clases, que había que sembrar en la época que él decía y aguardar su brote. En la talega portaba tiestos de barro para macetas, de todos los tamaños, y colores. Unos eran de barro blanco como el botijo de casa, otros de barro colorado como el botijo del vecino, y luego llevaba la estrella de la corona. Solo unos pocos, pero esmaltados con dibujos de Fajalauza, esos eran muy codiciados por las vecinas, pero pocas se podían permitir pagar lo que valían, solo unas cuantas privilegiadas. Con un amocafre que sacaba del saco, les daba lecciones prácticas de como remover la tierra dura de un tiesto, o a que disntancia debían enterrar las semillas para que luego florecieran. Y apara las que querían que el balcón luciera formidable y fuera la envidia de la vecindad, ofrecía un artilugio que permitía no esconder las macetas en el suelo sino auparlas a mayor protagonismo. Vendía una especie de aros de alambre gordo, que no estaban cerrados del todo, y que por su parte distal, los extremos se doblaban hacía abajo como unos cuatro centímetros, los suficientes para que se pudieran ajustar a la baranda, colgar la maceta en el hueco, y que las flores pendieran como banderolas por el artesonado de la balconada. Todo un prodigio de la decoración entonces. Vendía también lo que yo llamaba como pequeñas cebollas o patatillas, pero en realidad eran los cepellones, o los bulbos de algunas flores. A mí me gustaban especialmente los de los nardos, pero había que esperar mucho a que florecieran, dependiendo de la época del año que los plantaras. Con el tiempo, las mujeres fueron aprendiendo mucho de macetas y flores, y cada vez le hacían preguntas más comprometidas al hombre del mantillo. El asunto fue, que por aquel entonces, comenzó a aparecer por la radio y también por la televisión, un cura, que sabía de macetas y flores más que Matusalém. El padre Mundina, tenía el secreto del cultivo de la flor y sus misterios, y los divulgaba en sus programas, con tal poder de convocatoria, que muchas mujeres a la hora de su programa, y como no tenían televisión, se iban a casa de la única vecina del barrio que la tenía, y allí había hasta quién se llevaba un papel y un lápiz para tomar nota de todo lo que decía, Vicente Mundina Balaguer, perteneciente a la Congregación de Hijos de La Sagrada Familia, para el que las flores no tienen secreto. Posiblemente, el padre Mundina, es el primer defensor de la naturaleza que vimos en la televisión, con su amor por las plantas, como Félix Rodríguez de La Fuente, fue el primer divulgador de los animales. El padre Mundina destacaba en la radio y en la televisión por su pedagogía al alcance de todos, de tal manera que su sapiencia, llegaba al mundo en general, por su manera de comunicar el amor a las plantas. Por eso, las vecinas ponían ya en algún aprieto que otro al bueno del vendedor de mantillo a domicilio, que autodidacta en su formación y de lenguaje escueto, sin saberlo, competía ya con la era de la comunicación, que estaba a la vuelta de la esquina.

sábado, 27 de agosto de 2016

SE ARRECORTAN Y SE ATIRANTAN LAS COLCHONETAS

SE ATIRANTAN Y SE ARRECORTAN LAS COLCHONETAS Tito Ortiz.- Aquella viejas colchonetas que sujetaban el colchón a la cama, eran unos artilugios artesanales de poca resistencia. Consistían en una malla formada por alambre rizado, en bucles individuales, que teóricamente debían soportar, no sólo el colchón, sino a las personas que durmieran en el. Y eso, dependiendo del peso y la estatura de los durmientes, tenía una repercusión sobre el sucesivo abombamiento descendente de la colchoneta, que en no pocas ocasiones, llegaba a descansar sobre el mismo suelo. Había varios factores: En aquel tiempo, los colchones eran de farfolla, los más, y aquellas hojas secas de las panojas de maiz - en albaycinero, panochas - pesaban poco, pero pronto se hacían con la forma del cuerpo que descansaba, de tal forma que con el tiempo, te metías en la cama, y desaparecías engullido por el, como en una película de, Freddy Krueger. Nosotros lo teníamos de borra, una lana de mala calidad con otros desperdicios vegetales, que cuando tenías que mullirlo, te dejaba los brazos baldados para varios días. Había quién a éste relleno, le echaba virutas de corcho, que aunque encarecía el producto, parecía mejor, no sé por qué. Y luego, los pudientes, tenían el colchón relleno de lana, pero de lana de verdad, madejas de lana blanca, que hacían que el descanso supiera a poco, mientras que en los otros colchones, por la mañana te levantabas como si te hubieran dado una paliza. Pues la borra, pesaba, y por lo tanto, la colchoneta sufría más, hasta que los alambres rizados iban cediendo, y tu ibas bajando hasta tocar el suelo con la espalda. Esto también dependía del uso que se le diera a la cama. No era lo mismo la cama de una viuda de cierta edad, que la de un matrimonio joven en edad de procrear. Porque sabido es por los de entonces, que una pareja que hiciera regularmente uso del tálamo, con el ejercicio del débito conyugal, hacía mayor presión y con mayor frecuencia sobre la colchoneta, con lo cual, la distensión de los flacuchos muelles, era moneda de uso corriente. Éstas eran las familias que estaban más pendientes de oir el pregón: ¡Se atirantan y se arrecortan las colchonetas! y en cuanto el hombre pasaba bajo el balcón, se le llamaba para que realizara su trabajo. Aquel menesteroso, llevaba una arquilla con todo tipo de herramientas, en especial las que cortaban alambre, cuyo rollo también portaba el operario. Con la destreza de un manitas, el hombre despojaba la cama de toda su vestimenta, hasta llegar a la colchoneta, la sacaba del cajillo que la soportaba junto a los largueros, y comenzaba la acción. Soltaba los alambres rizados de la malla por un extremo, y con habilidad inusitada, los hacía girar sobre la varilla que los sujetaba, hasta poner tersa de nuevo la pelambrera metálica, que dependiendo de lo que hubiera cedido, dejaba las vueltas anilladas a la vara, y si la distención había sido sublime, "arrecortaba" el sobrante con una tijera especial para alambre y hojalata, enrollando en dobladillo el material justo, para dejar el tejido metálico terso y duro, como para aguantar otra temporada de trote en la cama, que por eso las madres nos tenían prohibidísimo saltar en la cama, para que la colchoneta durara más tiempo, sin abombarse y dar con el suelo. Aquellas maniobras propias del verano, se aprovechaban para lavar el relleno del colchón. La borra o la lana, se metían en la pila de lavar con un puñado de Pubilla, y se frotaba hasta dejarla como un jaspe. Los que no habían alcanzado las cotas de la modernidad con aquel detergente en polvo, lo hacían como siempre, con escamas de jabón Lagarto, y si lo que había en casa, era el jabón del que hacíamos nosotros con el aceite sobrante de las comidas, y sosa caústica, pues lo rayábamos y a la borra para frotar. Lo peor venía cuando había que poner a secar al Sol todo el contenido del colchón. Había que extenderlo bien para que no se apelmazara, y a veces eran necesarios dos días del astro sobre la borra, para conseguir que se secara del todo, y luego a meterla en el colchón y volver a coser el extremo abierto con una aguja colchonera, especial para la arpillera. Lo bueno venía a la noche siguiente, cuando te metías en la cama, con el colchón limpio y la colchoneta tiesa como una mesa de responsos, aquella primera noche era para recordar, entre otras cosas porque a partir de ella, comenzaba la cuenta atrás para que de nuevo estuviéramos pendientes del pregón: ¡Se atirantan y se arrecortan las colchonetas!

viernes, 26 de agosto de 2016

LA RADIO

LA RADIO Tito Ortiz.- Los niños y niñas de los cincuenta, tenemos una deuda eterna con el cuadro de actores de Radio Madrid. La televisión no había llegado a casa, y lo que es peor, ni se le esperaba. Nuesta única distracción y la de toda la familia, era la radio. Aquel mueble de madera barnizada, con una rejilla dorada que ocultaba el altavoz y sus tripas. Unas lámparas que tardaban una eternidad en dar sonido, desde que la conectabas hasta que oías algo. Dos frecuencias: Onda Media y Onda Corta, eran todas nuestras posibilidades, y hasta las doce de la noche, porque a esa hora, sonaba el himno nacional y se acabó lo que se daba hasta la mañana siguiente. El parte, osea, el Diario Hablado de Radio Nacional de España, a las catorce treinta y a las 22 horas, era la única posibilidad de saber que pasaba en el mundo, porque si querías saber de verdad que pasaba en España, había que utilizar una antena de gusanilllo en el balcón, y tratar de sintonizar, Radio Pirenáica, Radio Andorra, o Radio París, que eran las únicas que de verdad te decían lo que pasaba aquí, pero si te pilllaban oyéndolas, te encarcelaban por no ser afecto al Régimen. Así que oír la radio era una ceremonia familiar, que sucedía todos los días junto a la mesa de camilla. Mí Marconi, tenía un torero y una gitana, sobre un tapete de croché que había hecho con primor mí tía Loli. Por la tarde a eso de la hora de la sobremesa, escuhábamos sin rechistar, "Ama Rosa", con aquel guión envidiable de Guillermo Sautier Casaseca, con las voces de Rafael Barón, Juana Ginzo, Joaquín Peláez, y Matilde Vilariño, Pedro Pablo Ayuso y Matilde Conesa, entre otros. "Lucesita", marcó una época, en las radionovelas, como Simplemente María, pero que decir de aquel concurso que conducía, Juan de Toro, llamado, Caja o Dinero, que patrocinado por Avecren, Gallina Blanca, te permitía llevarte hasta un seiscientos. Los jueves por la noche todos llorábamos junto a la radio al escuchar a, Alberto Oliveras, en su programa, Ustedes son Formidables, en el que pedía la colaboración económica para infinidad de casos extremos de pobreza o desgracias, como el incendio en el asilo de Pola de Siero, que dejó a los ancianos en la calle sin techo. En casa seguimos con pasión, la eternidad de capítulos en que se contó la vida de "Fray Escoba", aquel Fray Martín de Porres, al que se le llegó a ver en dos sitios a la vez, a muchos kilómetros de distancia. Nos desternillábamos con las aventuras de, Matilde, Perico y Periquín, que siempre terminaban con una trastada del niño. Y en los últimos tiempos, nos encandilábamos con, La Saga de Los Porretas. Años atrás habíamos sido devotos de, Cabalgata Fin de Semana, con Bobby Deglané, y de la voz de José luís Pécker. La radio era nuestro escape de la realidad cotidiana, tan triste y llena de carencias de todo tipo. La radio nos evadía durante unos minutos, nos transportaba a un mundo de ilusión, de fantasía. La radio, esa que trasmitía el Ángelus a las doce en punto del medio día, el santo rosario a las seis de la tarde, y la misa de diez los domingos, para los enfermos que no podían ir a la iglesia, esa radio, nos hacía participar de un buen teatro, o de crímenes inimaginables como los que se narraban todas las semanas en, El Criminal Nunca Gana, cuyos guiones salían de las mentes de los hermanos, Baylos. Inspectores de Trabajo durante el día, y expléndidos guionistas de radio por las noches. Unas noches llenas de crímenes y sobresaltos, hasta dar con el asesino, que serían motivo de conversación con los vecinos al día siguiente. Igual que las intervenciones graciosas de, Mariy Sancpere, en Radio Peninsular. Noches de carcajadas, con las 22 voces distintas que un artista de la radio irrepetible hasta ahora como, Pepe Iglesias, El Zorro, nos hacía pasar, con textos propios que él solo interpretaba. La radio es el único medio de comunicación, que te permite imaginar, a través solo de una voz. Luego, con los años, la radio comenzó a padecer una enfermedad, la "informatitis", y se hizo más seria, con rictus de malafollá permanente. Para compensar, se inventaron las emisoras musicales, pero no es suficiente. La radio debe recuperar su faceta de entretenimiento, y culturizar al oyente. Muchos supimos lo que era el teatro, muchos años antes de pisar un patio de butacas. Eso se lo debemos a la radio, entre otras muchas cosas.

jueves, 25 de agosto de 2016

DONDE HABITAN LAS MANOLAS

DONDE HABITAN LAS MANOLA Tito Ortiz.- Salpicadas al tresbolillo por la calle de Elvira, donde habitan las manolas, las que suben a la Alhambra, las tres o las cuatro solas, existían en mi infancia y adolescencia, unas tiendas muy especiales. Colgadas en la puerta que hacía de escaparate, pares de botas militares, reglamentarias del ejército español, junto con las de lona de hacer deporte en la milicia. Racimos de cantimploras, fundas para las ballonetas, llamadas, Tahalí, correajes de gala y de faena, gorras, cascos, petates, camisas, guerreras, de granito para el uniforme de paseo y para el de maniobras. En realidad se podía decir que de allí, si entrabas desnudo, salías vestido de uniforme para la mili, reglamentariamente, incluidos los galones si los tenías y los rombos de las armas a las que petenecías. El mío era una torre. Yo fuí voluntario al servicio porque de ésta forma podías hacer la mili en tu lugar de residencia, y así no perder el trabajo, con el consabido pase de pernocta. El campamento también lo hacías lo más cerca posible, así que yo estuve en el CIR número cinco, compañía 18, del quinto batallón, con el número 318. O sea que me raspé de septiembre a diciembre, en Viator, donde ahora está la legión. Si pasábamos sed, que para afeitarnos, comprábamos en la cantina una Casera. Cuando te enjabonabas con las burbujillas y luego te pasabas la cuchilla, se te quedaba la cara como la de un indio, parecía un pergamino tieso, tal vez por la sacarina de la gaseosa. El agua era un bien preciado en la tierra almeriense, aquel todavía verano de 1971. Juré bandera el 19 de Diciembre, y el 21, un tren que tardó sólo nueve horas, nos trajo a la estación de Andaluces. Formamos en el andén, y en columna de a trés, a paso de maniobra, subimos hasta el cuartel de Ingenieros, junto al Cordoba 10. Me tocó en la compañía de Zapadores, donde pronto hice un curso en el campamento Álvarez Moscoso de El Padul, y me especialicé en explosivos, también me hice tirador selecto, copitiendo en los campeonatos de la novena región militar que se celebraban en Las Conejeras, a las órdenes del Brigada Moya, que nos enseñó todo lo que se tiene que saber sobre cualquier arma que dispare balas. Todos los años quedábamos los segundos, detrás de la legión, que venía de Melilla, pero competíamos casi cuarenta grupos, así que la cosa siempre era de felicitaciones, porque con la legión no había quién pudiera. La noche del 21 de Diciembre, cometí un error de recluta recién llegado al cuartel de los veteranos. Protagonicé el acto de entrar a la cantina, - atestada de perros viejos, con más mili que cascorro- , con la gorra de faena puesta. Fue visto y no visto. Al instante, sentí como una mano por detrás me arrebataba la gorra, cuando me volví, ni rastro de la gorra, ni del listillo que a punto de licenciarse, tenía que entregar toda la ropa, y le faltaba eso, mi gorra. Y claro, el artista no quería pasar por las tiendas de la calle de Elvira a comprársela. ?Para qué?, si había llegado el despistado de Tito Ortiz, con una flamante, recién estrenada. El que si fue a la calle de Elvira al día siguiente fui yo. Siete pesetas me costó una más vieja que la mía, pero que me hacía salir del paso. Por fín entré en una de aquellas tiendas en la que si querías, salías vestido para la guerra a falta de la pistola o el fusil,no tenías más que comprarlo, y de paso, charlé con el dueño, hombre tosco y arisco, que por supuesto no sospechaba que yo fuera aprendiz de periodista en Patria y La Hoja del Lunes, o hiciera mís primeras armas de locutor en la cercana Radio Popular. La venta de todo aquello estaba prohibida. La compra también. Todo era material del Ejército español. Averigué que el compraba las prendas a soldados que ya se habían licenciado, con lo cual creía estar a salvo. Las vendía a otros soldados que las habían perdido o roto, o como era micaso, me la habían robado. Pero denunciar a un superior que te han robado algo durante el servicio militar, era buscarte problemas, porque en el ejército nadie robaba. Las cosas se perdían y san se acabó. Con el tiempo, supe que muchos soldados, sobre todo, los de fuera que no tenían suficiente con los siete duros que nos pagaban cada mes, tangaban prendas a los compañeros en los cuarteles, que luego vendían como suyas en las tiendas de la calle Elvira, y sacaban unas pesetas para tabaco. Lo extraño era, que el cabo furriel hacía inventario de existencias cada pocos meses, y su inventario era modélico, en el almacén del cuartel no faltaba nada. En las compañías se hacía revisión de taquillas por sorpresa, y todos presentábamos nuestro ajuar completo, entonces como estaban las tiendas de la calle Elvira hasta arriba de género. Era un negocio ilegal a ojos de todos, la cosa más incomprensible del mundo, y por la calle Elvira pasaban mandos militares como por cualquier otra, es más, algunos vivían allí. Había varias tiendas que eran como los grandes almacenes del ejército, y eso estaba prohibido. Los electricistas se compraban un tahalí para llevar sus herramientas colgadas de la correa, y aquello era un componente del uniforme militar, que se mostraba con total soltura, a los ojos de todos. Allí entontrabas desde un gorro militar cuartelero de barco, también llamado de plátano, hasta un casco de acero para el frente, y todo era normal. Cuando me licencié, entregué al cabo furriel, todo mi ajuar militar, y además, un correaje especial que en unas maniobras me dieron, para llevar las bombas de mano colgadas en el pecho. Nadie me lo había reclamado en casi dos años que me tiré marcando el caquí. Eso sí, por las tardes iba a mi trabajo, y por las noches, dormía en mí cama. eso no está pagado con nada, cuando hablamos de la mili de aquellos años. Dices tu de mili...

miércoles, 24 de agosto de 2016

LOS BILLARES

LOS BILLARES Tito Ortiz.- Se llamaban recreativos, pero nosotros les llamábamos billares. En la parte de la calle Ganivet, que va desde la cochera de Correos, hasta la esquina de la calle entonces, Comandante Valdés, se extendía un semisótano con mesas de billar, pero de billar, o sea, una bla blanca y dos rojas, no ese moderno que las lleva a colorines. También había futbolines, que por una peseta, soltaban hasta siete bolas, para que juagaras un partido sin posibilidad de empate. Los billares, eran nuestra ilusión, por lo bien que veíamos por los cristales que se lo pasaban los mayores, porque a los pequeños no nos dejaban entrar, si no íbamos acompañados por un adulto. El billar que allí se juagaba tenía una mesa sin agujeros, las carambolas tenían más mérito cuantas más bandas de la mesa tocara la bola del jugador, antes de hacer acarambola. Mí madre me tenía prohibido acercarme , incluso, a las ventanas, porque decía que allí se reunía lo peor de Granada. La delincuencia juvenil, y no tan joven, tenía allí - según ella - su cuartel general, y lo único que se aprendía en los billares era a delinquir. Siempre había curiosos alrededor de las mesas donde se jugaba, a veces, dinero aunque estaba prohibido. El juego con recompensa económica estaba prohibido en todo el país, pero en la Peña de Los Monteros, y en el Club Taurino, eran famosas las partidas de cartas con miles de pesetas en juego. Se llevaban a cabo en los reservados, donde no se podía entrar si no eras socio, y además llevabas la cartera llena. Los mirones no eran aceptados. En los billares de Ganivet, cuando la partida iba seria, se notaba porque los jugadores, llevaban un chaleco puesto, y la tiza azul para el taco, se la guardaba cada uno en su bolsillo. En los futbolines había auténticos hachas en el manejo de los barrotes metálicos con los futbolistas atornillados. Ya lo de cía mí padre, cuando se refría a algún amigo tacaño: Ese se estira menos, que el portero de un futbolín. Estirarse era meterse la mano en el bolsillo para pagar la ronda. En la Granada de entonces era una afición muy cultivada. Los domingos se ponían tan concurridos los billares, que a veces había que irse a los otros, los situados en la esquina de Recogidas con la calle Alhóndiga, frente a la cafetería del Hotel Victoria. Allí también se creaba buen ambiente, y en ambos había mesas para jugar al ping pong. Más tarde nos enteraríamos de que aquello se llamaba Tenis de Mesa, y de que Orfer, era un auténtico fiera en éste deporte, que llegó a practicarse en el Centro Artístico, Literario y Científico de Granada, en la Acera del Casino. Juan García Collado, el hombre de las cuentas en Radio Popular, fue un decisivo impulsor de éste deporte en Granada, al que todavía hoy no se le ha reconocido su entrega. "Maese", como lo llamaba, José Antonio Lacárcel, era un hombre en el sentido machadiano, bueno, que dedicó gran parte de su vida a promocionar el tenis de mesa granatensis. Hay que reconocer, que pese a lo pernicioso del ambiente de los billares, donde la policía entraba con frecuencia buscando a algún descarriado de la vida, de allí salieron también buenas gentes que no delinquieron nunca, y otros que llegaron a ser campeones de billar, buenos jugadores de futbolín, o practicantes federados del tenis de mesa. Eran tiempos en los que las diversiones se resumían en billares, o cine, y la juventud tenía que meterse en algún sitio, pero eso sí, la juventud masculina, porque las mujeres tenían prohibida la entrada. Aquellos antros de perversión eran exclusivos de los hombres, hasta el punto de que en el barrio, no te consideraban un adulto pleno, sino habías estado con frecuencia en los billares, y habías departido con su especial clientela. No eran infrecuentes las trifulcas, que solían saldarse con algún puñetazo o un taco de billar roto en la cabeza, nada que no se pudiera solucionar en la cercana Casa de Socorro, o en la Comisaría de Piedra Santa, donde el bueno del inspector Carrascosa, que después estuvo destinado muchos años en el Aeropuerto, intentaba poner paz, entre los acalorados jugadores. Unos porque habían perdido hasta la paga recién cobrada del mes, y otros, porque no habían visto ni una peseta de lo apostado, pero como el juego con dinero estaba prohibido, la cosa no llegaba mucho más allá. Los billares comenzaron a perder clientela, el día que una vez derribado el Teatro Cervantes, se levantó en sus cimientos el edificio actual, y en sus bajos, con entrada por el Campillo y por Ganivet, instalarón la primera bolera de Granada. Muchos fueron los que cambiaron de afición, y aprendieron a derribar los bolos, y también cierto ambientillo del hampa granadina se trasladó al local, hasta que un aciago día en una trifulca, de un mal puñetazo, resultó un fallecido, y la bolera cayó en desgracia. Frente a su puerta de entrada instalaron también la primera Pizzería de granada, que vendía porciones genorosas, de algo que después se ha popularizado tanto, que nos ha invadido. Pero donde se ponga un buen bocadillo de las Bodegas La Mancha...

martes, 23 de agosto de 2016

MAS VALE MORIR, QUE PERDER LA VIDA

MÁS VALE MORIR, QUE PERDER LA VIDA Tito Ortiz.- En éste país sin gobierno, de corruptos y desalmados, lo único que nos queda es el honor, y mientras no nos cierren la boca a los periodistas, como en México o Rusia – tranquilos políticos que todo llegará – seguir poniendo al descubierto a los que se construyen bloques, en solares de las monjitas que los votan, por constructores cuya sangre les corre por las venas, se saltan la legalidad edificable, y se auto rebajan la multa al diez por ciento de su cuantía. Claro que esto comparado con lo que ocurre “popularmente” a nivel nacional, es una jugada de parchís, pero es que en el partido del desgobierno, llevan años yendo de oca a oca y tiro porque me toca. Desde que la cocaína aparece por kilos en los coches del Vaticano, hay que tener mucho cuidado con los cristianos, por muy bien que nos caiga Francisco. No hay que olvidar, que de la mitad del franquismo, hasta la muerte del general, fueron mucho peor los franquistas que el propio Franco. La mafia vaticana, la P 2, La banca de san Pedro, los ahorcados en el puente de Londres, vamos que el Código Da Vinci, se queda en pañales, porque la realidad va mucho más allá que la ficción. La ventaja que yo tengo, es que como ya estoy muerto, pues el día que vengan a por mí, se van a quedar con un palmo de narices. Porque esa es la ventaja que tenemos los muertos, que podemos decir la verdad a la cara, sin necesidad de temer represalias. ¿Qué pueden hacernos, matarnos? Los muertos podemos permitirnos el lujo de ser lenguaraces, no tenemos nada que temer. ¿Nos van a quitar la vida? Aunque ustedes no lo crean, existen políticos honrados, y son mayoría ante los delincuentes con credencial parlamentaria. Yo conozco algunos, pero no se hacen propaganda, Realizan su labor callada en pro de la sociedad, no son “sobrecogedores”, o sea, no admiten más sobre que el de su nómina, de la que aportan un tanto por ciento a su partido, y pueden ir con la cabeza muy alta. No son de los que admiten la pachanda granaína. No son de los que se van de excursión a gastos pagados, para a la vuelta, mal vender la casa Ágrela, ni de los que nunca pagan en los restaurantes del entorno de Recogidas, porque eso sí, algunos políticos del PP ni categoría para ser corruptos tienen. Éstos no se llevan los millones a Suiza, son más de andar por casa, se conforman con que los inviten a comer, sobre todo el día que llevan a la familia, que son más. Menos clase y vergüenza ya es imposible pedir. Sé que esto me acaba de granjear muchos amigos, pero la verdad no tiene más que un camino, y yo emprendí hace tiempo el del Cementerio de San José, por eso ya nada me asusta. Los últimos meses que estuve en vida, le dije a mi peluquero que me rapara la tonsura, para que el tirador a traición y por la espalda, supiera donde apuntar y no se pusiera nervioso, porque si van a por mí, que sea un instante, no vaya a fallar, que casos se han dado, y en lugar de volarme la tapa de los sesos, me vuele una oreja, y me deje sordo. Si me tienen que matar, que sea un profesional y que lo haga rápido y limpiamente. Hasta no recordar lo que has vivido, tu etapa en este mundo está cumplida. Puedes morir. La vida ya has perdido.

CISCO Y TIERRA

23-CISCO Y TIERRA Tito Ortiz.- Cisco y Tierra, aparte de una taberna castiza de mi niñez, en la calle, Lepanto, frente a la Casa de Socorro, donde ponían de tapa los deliciosos, "requetés", o sea, un buen trozo de atún con un pimiento morrón encima, de ahí su nombre por el color de la bóina del uniforme Requeté, son unos combustibles del carbón, que junto con el picón, eran la base de nuestra cocina y la calefacción de invierno, circunscrita a un humilde brasero, con su correspondiente paleta metálica, heredado de padres a hijos, que llevaba con nosotros desde el siglo XIX. Guisábamos en un hornillo fabricado en la cocina, que aliméntábamos con buenos trozos de carbón, que había que encender por la mañana, y esperar a que los tizones soltaran su tizne, para que las cacerolas, no parecieran las calderas de Pedro Gotero. En la misma carbonería de la calle de Elvira, a la espalda del Banco de España, comprábamos también el cisco, la tierra y el picón para el brasero, y con el tiempo, allí también nos vendía el petróleo para la moderna hornilla que compramos cuando pasaron muchos años. Pero había que tener mucho cuidado con el nuevo invento, porque no fueron pocas, las veces que tuvimos que tirar la comida, debido al olor insoportable al nuevo combustible doméstico. La hornilla, llevaba un depósito debajo de la "torsía", una especie de manga, de un tejido resistente, que impregnada por el líquido pestoso, soltaba al prenderla una llama, a veces azul y otras amarilla, difícil de domesticar, pues cuando el recipiente estaba lleno, la llama era generosa, en cambio cuando le quedaba poco, era muy escasa y las comidas tardaban en hacerse una eternidad, más que cuando guisábamos con el carbón. También llevaba una tuerca, que dependiendo para donde le dieras, dejaba fuera, o escondía la malla, y así podías regular también el fuego. Más de una salió ardiendo, ocasionando alguna desgracia entre la vecindad. Por algo la gente le comenzó a llamar, "infernillo". Durante los crudos inviernos de entonces, el brasero era nuestra salvación, y no solo para calentarnos. Nuestro refugio era la mesa de camilla, y bajo ella, metíamos el brasero, cuando ya no soltaba humo, para no atufarnos, y morir calentitos. De mañana, mi abuela había tirado las cenizas del día anterior, y había dispuesto en el receptáculo, a partes iguales, un poco de cisco, otro de tierra, y picón, que no eran sino, triturados del carbón pero de distinto tamaño. En el centro, disponía un castillete de cuatro o cinco carbones más grandes, y bajo ellos, un papel de periódico impregnado en aceite, para que comenzara el fuego. A veces se apagaba, y la ceremonia tenía que comenzar de nuevo, pero mi abuela inventó una chimenea artesana. Sobre los carbones, ponía una lata de mortadela Mina, a la que le había quitado los cierres de los extremos, y aquello hacía un efecto de tiro hacia arriba, que evitaba que el brasero se apagara, y miel sobre hojuelas. Cuando todo estaba listo, el brasero se metía bajo la mesa de camilla, y todos a sentarse. Pero las mujeres se ponían en las piernas, las mangas arrancadas a los jerseys viejos, y de ésta forma, evitaban que les salieran las temidas, "cabrillas", unas manchas en la piel, que estaban muy mal vistas, porque te salían cuando te aproximabas mucho a la candela. Antes de acostarnos, los mayores sacaban el brasero, y lo pasaban por las sábanas de las camas de los niños, para que no nos diera mucha impresión de frío al acostarnos. También servía para secar la ropa, porque bajo el tablero, mi madre había atado unas cuerdas, y allí colgaba la ropa lavada para que se secara. En alguna ocasión aquello le valió tener que volver a lavarla, porque salía tiznada por algún palitroque que se nos había despistado. Cuando el vigor del calor decaía, me mandaban a echarle una "firmica " al brasero. Me enseñaron a que con la paleta, se iban arrimando las brasas, desde los extremos al centro, y de ésta forma el fuego revivía. En aquellas noches gélidas, nos ponían a los menores una bolsa de agua caliente en los pies, bajo las mantas, y así era más llevadero el conciliar el sueño, después de abandonar la mesa de camilla, y llegar por el pasillo al dormitorio. En mi casa se hacían apuestas haber quién se acostaba antes, por el hecho de no cruzar el pasillo hasta la cama. Mi abuela repetía varias veces: ¡Con lo calenticos que estamos aquí, en la mesa camilla, haber quién se acuesta ahora!

lunes, 22 de agosto de 2016

EL FANTASMA DEL ALBAYZÍN

22- EL FANTASMA DEL ALBAYZÍN Tito Ortiz.- Antes de hacer yo la primera comunión, corría por el barrio como la pólvora, el comentario de la existencia cierta de un fantasma, que salía por las noches, ya de madrugada, cuya sábana blanca que arrastraba, resplandecía de manera especial en noches de Luna llena. Unos decían que lo habían oído ulular lastimeramente, incluso había quién aseguaraba que arrastraba pesadas cadenas. El caso fue, que como un reguero incesante, la gente fue a hablar con el párroco de san José, el señor Peinado, que como pudo fue calmando a los enloquecidos feligreses, que no habían visto al fantasma, pero que aseguraban que, quién de verdad lo había visto era su vecino al volver de trabajar, una prima de su cuñada que era matrona, y la llamaron de madrugada para asistir a un parto, y hasta un sereno borrachín, que intentó darle alcance, pero que antes de llegar a su altura, quedó sorprendentemente sin respiración, hasta que el fantasma desapareció de su vista, entre callejuelas caracoleantes. No era la primera vez que mis oídos de niño escuchaban hablar de un fantasma en el Albayzin. Recuerdo haber oído a mi abuela Juana, una noche de crudo invierno, al abrigo de la mesa de camilla, contar como una casa del barrio, era la casa del miedo, desde el tiempo de los musulmanes. Relataba la madre de mi madre, que en la Plaza del Conde, había una casa con hornacina dedicada a la santísima Trinidad, y que por tal motivo debía tener encendida luz perpetua, porque si faltaba la luz, el fantasma la reclamaba a la vecindad, con apariciones, gritos y lamentos. La casa había sido un palacete árabe durante los años de la conquista, y una vez entraron los reyes católicos en Granada, se le concedió a un capitán de sus ejércitos, que la habitó hasta su muerte. Recio militar, hombre solitario, a su cuido había solo una vieja ama, que tras el entierro cerró la casa y entregó las llaves a la autoridad, que tuvo siempre problemas para que alguien la habitara, dado el guirigay que al parecer allí se liaba, a eso del toque de ánimas en la torre de la Vela. Sombras que andaban, puertas y cajones que se abrían, pasos, gritos, de todo se formaba en la casa, que fue tildada como la del miedo. Mi añorado amigo, José Gabriel Díaz Berbel, llegó a vivir en ella. Una noche, cuando le conté la historia, me invitó a pasarla allí con él. La recorrimos habitación por habitación, hasta las claras del día, mientras nos bebíamos una botella de malta de muchísimos años, sin hielo, como es lógico ante elixir de tan alto abolengo. El amanecer nos sorprendió en la plaza Larga, esperando que, El Pasteles abriera para desayunar, y del fantasma, ni rastro. También hablaba mi abuela de María Tomillo, la del aljibe de La Vieja, que se aparecía después de muerta, cubierta por un velo negro de la cabeza a los pies, para que no le robaran los higos de su huerto, que ya son ganas digo yo, si estaba muerta, ¿qué más le daba?. Pero todo esto de los fantasmas del Albayzín terminó, cuando destinaron al cuartelillo de las cuatro esquinas, al cabo Colomera. Don Antonio no mondaba nísporas. En vista de que las visitas al párroco de san José no acababan con las apariciones, los vecinos ya pusieron el caso en manos de Colomera, que pasado un tiempo y sospechando de qué se podría tratar, un buen día dijo de acabar con las apariciones del fantasma. Una mañana, se atusó el gran bigote, llamó al guardia segundo señor Quintero, a su despacho, y le previno de que a eso de las doce de la noche, estuviera en la puerta, pero vestido de paisano con ropa oscura, para evitar el brillo de correajes y tricornio. También le dijo que diera aviso al sereno, que armado con el chuso, debería acompañarlos. A la hora convenida, con zapatos de goma para no hacer ruído, los tres comenzaron a descender por la calle del Agua, La cuesta de María La Miel, y así hasta llegar a La Cruz Verde, en las cercanías del carmen de La Media Luna. Llegados al punto, el cabo Colomera, los dispuso de tal forma que los tres formaban un triángulo equidistante, repartidos en portales que les permitían ver sin ser vistos, con la prohibición de fumar, para que la luz del pitillo no delatara a nadie. A eso de las tres de la madrugada, cuando la Vela tocaba para el riego en la vega, comenzaron a escuchar como unos alaridos tenues que venían de la Cuesta de san Gregorio, con calma aguardaron a que el fantasma estuviera a su altura, y a la señal convenida, los tres rodearon al ensabanado, que cuando escuchó en el silencio de la noche, como el cabo Colmera, a su espalda, montaba la Star del nueve largo, y se la ponía en la cabeza, no solo dejó de ulular, sino que al instante vieron como en el suelo, aparecían los desechos corporales del fantasma, con profusión de olor pestilente, que tuvieron que soportar, hasta que lo dejaron encerrado en el calabozo del cuartelillo. El fantasma no dudó en confesar, que hacía aquello para que la calle quedara expedita, y así poder acceder sin ser descubierto, a la casa de cierta dama, con la que yacía con cierta frecuencia. No quería que aquello se supiera porque la mujer era casada, y el también. Colomera, que era conocido por sus decisiones justas, sin necesidad de poner a disposición judicial, lo tuvo tres días sin cambiarse de ropa en el cuartelillo, y cuando ya la peste no podía soportarse en el caserón contiguo a Los Mascarones, le dejó marchar, no sin antes advertirle, que un día si, y otro no, tenía que presentarse en el cuartel, a eso de las cinco de la tarde. Hasta ahí todo hubiera sido casi normal, pero lo que no sabía el fantasma era la segunda parte de su condena. Tuvo que hacerlo durante un mes, y vestido de fantasma.

MERCERO, QUINCALLERO, BUHONERO...

20-MERCERO, QUINCALLERO, BUHONERO... Tito Ortiz.- Un amplio cajón de poca profundidad colgado del cuello a la altura del ombligo por una buena cinta de material, y todo el género a la vista. Los merceros, quincalleros o buhoneros de mi niñez, se dejaban ver por las calles del centro, y en especial por la plaza de Bibarrambla. Vendían de todo, lo que se veía y lo que no. Mostravan a los paseantes, peines de todos los colores y tamaños, incluso de hueso, como los que tenían los barberos para pelarte. No faltaban en aquellos años las socorridas, Liandreras, para sacarnos de la cabeza lo que más tarde serían piojos. Colonias para las mujeres y los hombres, y brillantina, la precursora de la gomina, para dejarte el pelo alisado y brillante, como si te lo hubiera lamido una vaca. Te ofrecían cuchillas de afeitar marca Sevillana, con o sin acanalar, suaves brochas de crines blancas, y jabón en barra. Betún para los zapatos, cepillos para la ropa y los dientes, o pastillas de jabón Heno de Pravia, (El aroma de mi hogar) Spring Glory, o Lux, el jabón de la estrellas. Mis ojos de niño no daban crédito, a todo lo que aquel hombre podía vender en un cajón colgado de cuello. Llevaba horquillas para el pelo, y las especiales para hacerse el moño. Botones, corchetes, cremalleras de todos los colores y tamaños, medias de cristal con costura y ligueros, o correas de recambio para los relojes de pulsera. Su ritimo era pausado, andaba de un lado a otro de la plaza con sus pregones, y de la solapa de la chaqueta, pendían varias mechas de yesquero, ensartadas todas en un gran imperdible, de los que si querías, también te vendía. Ofrecía piedras para encendedores y recargas de gasolina, que te vertía por una gorda, de un botecito cerrado con un canutillo metálico, que al volcarlo, dejaba salir el chorrito justo de combustible, para empapar el algodón que rodeaba la mecha interior del encendedor. Aunque a mi me gustaba que mi padre me llevara a Castañeda, en la calle de Elvira, frente a los Hospitálicos, porque en la columna primera de la entrada, había una especie de bombona colgada con la ranura de una hucha, que al echarle el dinero, dejaba caer un chorro generoso de gasolina. Me gustaba que mi padre me aupara, para que fuera yo el que metiera la moneda en la ranura, y ver con asombro la ceremonia de la hidratación mecheril, que por cierto, luego había que secar bien y dejarlo un rato sin prender, porque no fueron pocos los que por las prisas, salían con la mano en llamas con el artilujio recién repostado. También llevaban colgadas al cuello, una vistosas tiras de encajes de varios dibujos y anchos, que si eran de tu agrado, te medían con cinta métrica y te llevabas a casa por un precio razonable. Cinturones de caballero y tirantes para los pantalones, completaban el surtido al rededor de la cabeza, como si de un suplemento al escaparate se tratara. Iban y venían de un lado a otro, ofreciendo su mercancia con los pregones adecuados, mientras a su alrededor, circulaban calle arriba y abajo, unos hombres anuncio, que así los llamábamos, porque por el pecho y la espalda, con correas sujetas a los hombros, portaban anuncios de comercios cercanos, carteleras de los cines de estreno, de bicicletas Orbea, o del furos del momento: La Velo Solex, que no era más que una bicicleta algo más robusta, con un motor pequeño adosado a su rueda delantera, a la altura en la que las normales, llevaban la dinamo para encender el faro, y que te permitían no dar a los pedales. Entonces eran al furor del momento. Pero si el cliente era ya conocido y de confianza, el mercero lo apartaba alugar discreto, fuera de la vista de los guardias y los curiosos, y se abría la chaqueta. Aquello ya eran palabras mayores. No es que le estuviera mostrando el tatuaje que se hizo cuando estuvo en la Legión, es que en la parte derecha del interior, había una docena de atractivos relojes, de señora y caballero, recién llegados de Tánger, a los que sólo había que darles cuerda una vez cada 24 horas. Toda una proeza para el momento, al alcance del caballero y la señora, que quisieran presumir con un distinguido reloj, imposible de encontrar en la península, por sus modernas prestaciones, minutero, y alguno hasta con calendario, aunque éstos eran más caros. y ya para rematar y conseguir el toque de distinción total, se abría la parte izquierda de la chaqueta, y en el bolsillo, aparecían la contera brillante de una docena de plumas estilográficas de última generación, con jeringa incorporada para recargar, con un trazo finísimo de la más alta categoria. Ah, y más baratas que en Costales.

domingo, 21 de agosto de 2016

EL FONTANERO

19- EL FONTANERO Tito Ortiz.- Una arquilla de herramientas al hombro y un pantalón de peto azul oscuro, era el atuendo de aquel hombre, que cada vez que había un problema con el suministro del agua, aparecía por la casa, dispuesto a darnos agua inmediatamente. Aquellas tuberías de plomo, y aquellos grifos de bronce en "T" para girar y que saliera el gua, daban problemas con mucha frecuencia. Los grifos con el tiempo comenzaban a gotear. Tu cerrabas girando con todas tus fuerzas, pero el grifo se resistía, y entonces comenzaba una escena que no tenía vuelta atrás. Primero eran unas gotas que salían con una frecuencia exacta de reloj, que durante el día eran casi imperceptibles con el trajín de la casa, pero que en el silencio de la noche, se convertían en el repiqueteo de un baterista cansino, que hubiera jurado no dejarte dormir. Aquella gota cadenciosa, que sonaba al respirar del Nautilus, se te metía por las sienes en los cinco sentidos, y no había forma de conciliar el sueño. Si ponías un cacharro debajo del grifo, algo amortiguaba el sonido, pero conforme se iba llenando, la gota de agua ganaba en prestancia y presencia, cambiando de nota de acuerdo con el nivel de agua alcanzado en la vasija. Mi abuela Juana tenía un truco para que sonara menos. Lo que ponía debajo era un paño de la cocina, doblado varias veces, que a modo de sordina amortiguaba la música de forma que pudieras volver a los brazos de Morfeo. Pero conforme pasaban los días, la gota del grifo cerrado, se iba convirtiendo en un chaparrón, hasta que finalmente lo que salía era un hilillo de agua que iba engordando con el paso del tiempo, entonces ya había que llamar al fontanero. Tallón de la calle del Rosario, era un artista. Nada más llegar al fregadero, cortaba la llave de paso para que no cayera más agua. Sacaba un paquete de Peninsulares, se ponía uno en los labios, de la caja de fósforos extraía uno, lo rascaba contra la pared, encendía el pitillo, y ya estaba listo para empezar. Con una llave desenroscaba el grifo dejando sus tripas al aire, y de su interior sacaba algo negrusco y retorcido que tiraba a la basura. De imediato echaba mano a la arquilla, sacaba un trozo de goma grande, que a mí me parecía la suela de unas sandalias, o un trozo de cubierta de coche. Con una tijera especial, cortaba un redondel como el de una moneda de peseta. Con un troquel, le hacía un agujero en el centro como el de las monedas de dos reales, y entonces comenzaban los ajustes. Repaso al orificio, al canto, hasta dejar la goma perfectamente acoplada en el interior del grifo. Volvía a enroscar. Abría y cerraba varias veces apara comprobar que ya no goteaba, y añadía: Ya está la zapatilla lista. Una cosa que yo no comprendí hasta que pasaron muchos años. Que los grifos gastaban zapatillas, no me entraba en la cabeza, y menos que el desgaste por el uso de ésta, era el causante del goteo musical de las noches en vela. Otras veces la llamada a Tallón era más urgente. Lo que salían no eran unas gotas, era un chorro a propulsión, porque la tubería de plomo se había picado. Aquello rozaba la tragedia, porque el caño de agua, daba al traste con todo lo que encontrara a su paso. Mi abuela respiraba cuando la fuga estaba a la vista, porque podía ser peor, que la salida del agua se produjera en un tramo de tubería embutida en la pared, con lo cual, aparte de tener que descubrir la obra hasta llegar al foco, implicaba que después de Tallón, tuviera que venir un albañil a volver a tapar, con lo que el gasto era el doble o el triple. Aquel hombre de pantalón de peto azul oscuro, arquilla al hombro y peninsular en la boca estaba de nuevo en casa. Ya era como de la familia, como el médico de cabecera, o como don Pedro, el farmacéutico de la placeta de san Gil. La ceremonía comenzaba con el cierre de la llave de paso, y una vez localizado el agujerito en la tubería, le pasaba una escofina, para en arrastrando las virutas de plomo, dejar bien a la vista el agujero por donde el agua se fugaba, y librarlo de impurezas. Entonces llegaba la ceremonía que a mí más me llamaba la atención, el encendido de aquel artefacto de color cobre, por cuya bocaha salía una llama azul de gran intensidad y ruido, se traba de el soldador, que incluso llevaba adosada una tuerca para graduar la intensidad de la llama. El fontanero calentaba al rededor de la picadura, y pasaba por la zona una especie de terrón de cera, que nunca supe para que servía. Después sacaba una barrita de estaño, y con gran habilidad y precisión iba tapando el agujero, al tiempo que moldeaba con un papel de periódico, bien doblado y chamuscado por el calor, toda la zona. Cuando la tarea había terminado, la tubería de plomo mostraba en el lugar, una especie de panza rebolonda y alargada a la vez, pero por allí ya no salía el agua. En algún momento, recuerdo que también lo llamamos porque el reterte se había atrancado, y dijo una cosa que a mi me hizo mucha gracia. Que el asunto estaba en el sifón. Yo corrí a la cocina y vi que el sifón que mi padre utilizaba para echarle la soda al vino, estaba intacto. Corrí y le dije que al sifón no le pasaba nada, y la carcajada fue general. Al día de hoy, todavía no lo comprendo, lo mismo que no entiendo, que el hijo de Tallón que le ayudaba en el oficio de fontanero, heredó el taller y no quiso ir a la Universidad. Yo en cambio, si fuí, y al pasar de los años, comprobé que él tenía razón y yo me había equibocado. El conducía un BMW 730, y yo un humilde Ford de gama baja. ¿Me sirvió de algo la Universidad?.

martes, 16 de agosto de 2016

PATIO DE VECINOS

16-PATIO DE VECINOS Tito Ortiz.- Dos pilar de lavar en un patio de vecinos, para una docena de familias, y un solo retrete para todos, dan para una convivencia, en la que no existen secretos para nadie. Las pilas, como las cuerdas para tender, se repartían por riguroso turno, y el día que llovía y la ropa no se secaba, el retraso en la colada manual con jabón Lagarto, ponía nerviosas a las vecinas. Pero lo mejor, eran las conversaciones durante el lavado de ropa, que lógicamente derivaban en auténticas confidencias, que a veces desconocían hasta las propias familias de las lavanderas. Pero lo mejor, eran los duelos de copla. Una salía con valentía por Marifé de Trina, con – por ejemplo – Torre de Arena, mientras la otra restregaba las sábanas con auténtica saña esperando que acabara, y cuando la intérprete conseguía el óle y los aplausos de la vecindad asomada a las ventanas del patio. La otra hacía un gurruño la ropa, la apartaba del agua con añil, cogía aire, y se arrancaba por Juanita Reina con Madrina, por ejemplo. Más aplausos, más vítores, para que siguieran picadas y no hubiera necesidad de poner la radio. Que magno recital gratuito y a domicilio, con voces de privilegio, sumidas en el anonimato de simples amas de casa, que pudieran pasar por auténticas artistas sin ningún temor. El Albayzín de mi infancia, era así. Alegre, viviendo con más estrecheces que las leyes penales, pero con la alegría en la boca, y la ilusión de un porvenir para los hijos, mayor que el de sus mayores. Qué triste comprobar ahora, que es justo al contrario. Saber que nuestros hijos lo van a pasar peor que nosotros. Era aquel un patio, en el que, Pepe, el hijo de Mariana, que habían llegado de Melilla, cuando ella quedó viuda buscando un futuro para él, cogía su guitarra comprada a plazos, habiendo firmado más letras que un académico, algunas incluso con gastos, comenzaba a deleitarnos con sus canciones de la época. Tangos de Gardel, rancheras de Miguel Aceves Megías, alguna de Ruth y Los Granada, o de Bonet de San Pedro, también de José Guardiola. A Pepe, el de Mariana, se le unió, Manuel Rodríguez, el hijo de Josefina, una gran mujer y vecina ejemplar. El dúo de vecinos avanzaba en su magisterio, y ya se atrevían con serenatas a las muchachas, asunto éste que resolvían con toda solvencia. Pero el patio era también la pista de baile. Los domingos por la tarde, se baldeaba el suelo, se sacaban las sillas de anea, colocándolas junto a la pared encalada, en la que se arracimaban las macetas de geranios y clavellinas, el picú se enchufaba al portalámparas de la única bombilla que iluminaba la estancia, y al ritmo de Los Cinco Latinos, Paul Anka, Marino Marini, o Torcuato y Los Cuatro, vecinos y vecinas bailaban, intercalando algún pasodoble, o alguna canción de Pepe Blanco. Discos de cuarenta y cinco revoluciones, con dos canciones por cada cara, a los que se unían los que regalaba el coñac, Fundador, que interrumpía las canciones a la mitad, para cantar aquello de… está como nunca, el coñac que mejor sabe, Fundador… El patio sufrió pérdidas importantes, cuando La Paca y su marido, Pepe, “El Músico”, se mudaron a Maracena, a la calle del Palo número siete. Eché mucho de menos a sus hijos, Conchita y José Manuel, mis compañeros de juegos. Su vivienda la ocupó, Antonio, “El Chiquitana”, virtuoso del acordeón, que sólo, se bastaba para animar las reuniones, que con cualquier motivo se convertían en celebración, con tan solo poner junto a las pilas de lavar, una tina grande, en la que nos bañaban a los niños, o en la que se tintaba la ropa para cambiarla de color, echándole una damajuana de vino blanco, comprado en la cercana Castañeda, frente a los hospitalicos, dos botellas de casera, unos limones partidos y un cuarto y mitad de azúcar en terrón. Cuando ya estaba todo bien disuelto, movido, pero no revuelto, se le añadían unos trozos de hielo, y con un cucharon, se iban sirviendo los vecinos en los tazones de loza, y a beber y divertirse, a los sones del acordeón. Entre los nuevos vecinos, destacaron por su simpatía, el Paco y La Rosi. Paco vino a Granada desde su Sevilla natal a conocer la Alhambra, pero una noche recaló en El Rey Chico, y se enamoró de Rosó, una canaria escultural del cuerpo de baile. Ella abandonó el espectáculo y se vino a vivir con el Paco a la casa de pasado musulmán convertida en corrala de buena vecindad. Pronto tuvieron un hijo, y el sueldo de mecánico no le daba para regresar a Sevilla, así que su padre, cada mes, en un paquete que él recogía en la Alsina. Se trataba de las piezas de una moto. Cuando al cabo de año y medio, Paco consiguió montar la moto, reunió a todos los vecinos en el patio, para que presenciaran el momento histórico de la pedalada de arranque. Después del aplauso de todos, repartieron besos, cogieron un hatillo en una sábana con las pocas pertenencias, al niño en una toquilla, la Rosi se subió con las dos piernas en un lateral, se puso un pañuelo en la cabeza, y salieron echando chispas para la Sevilla de su marido. Hay quién todavía no ha parado de llorar.

VIVO SIN VIVIR EN MÍ

VIVO SIN VIVIR EN MÍ Tito Ortiz.- Vivo sin vivir en mí, pero es lógico, muerto y bien incinerado como estoy, vivo, pero en ésta otra dimensión en la que sin cuerpo, la cosa se las trae. Presente en éste mundo de vivos, pero solo en espíritu, el asunto es que no tengo fuerzas ni para gritar, apenas consigo energía - y no siempre - para apagar una luz o abrir una puerta, y eso limita mucho mi presencia. Me gustaría comunicarme mas a menudo, y de propia voz, pero eso en ésta otra dimensión cuesta mucho. He muerto y sigo con cuentas pendientes. En toda una vida no he sido capaz de averiguar, donde va aparar el dinero de las quinielas, ni el de las loterias en todas sus variantes. Para mi sigue siendo una incógnita, La Real Federación Española de Fútbol, y sus presidentes, que se eternizan en el cargo, independientemente del gobierno de turno. ¿ Qué secretos de alcoba, o de cloacas, saben éstos regidores, para mantenerse en el cargo, caiga quién caiga?. Se fichan jugadores por ciento veinte millones de euros, mientras los comedores sociales están a tope, la recuperación económica no llega a los ciudadanos, la cifra de parados es varias veces millonaria, igual que la de familias, no en el umbral de la pobreza, sino en ella misma. También están los que no cobran ni una mísera prestación, y aún así, la realidad y las encuestas mantienen que el PP sacaría de nuevo mayoría en unas elecciones. Una situación de tragedia que se mantiene durante años en éste país, y la ciudadanía sigue sin reaccionar. A veces me alegro de haber muerto para no formar parte de ésta sociedad indolente, resignada y depresiva, que se conforma con ver todas las tardes, "Sálvame", y los sábados y domingos, "Que tiempo tan Feliz". En los tiempos de la dictadura, cuando se anunciaban revueltas sociales, Desde El Pardo se llamaba a TVE, y se imponía la emisión de un partido de fútbol, ahora nos dan magazines arrevistados, para que no salgamos de casa, y sobre todo para que no pensemos en nuestra pobre vida. Parece que no ha pasado el tiempo. Sumidos en el desánimo, nos da igual que gobiernen los azules o los rojos, porque eso nada cambia nuestras vidas, y el sueño de Europa ha resultado todo un fiasco, porque desde allí, se nos dice ahora en que tenemos que recortar, siempre sobre las espaldas de los ciudadanos, porque en plena crisis, lo primero que hizo el gobierno del PP fue rescatar a los bancos, que ahora tienen expléndidos beneficios, a nuestra costa, claro. Antes de morir, no tuve el valor suficiente como para decirle a mís hijos y nietos, que ellos son la primera generación desde la guerra del treinta y seis, que vivirán peor que sus padres. ¿Puede haber algo más frustrante?. La oposición peperiana en el ayuntamiento de la capital, ha desaparecido en Agosto, pero casi es mejor, porque sentía náuseas, cada vez que tenían la desverguenza de irse a un barrio para hacerse una foto, y demandarle al alcalde socialista que arregle, con dos meses en el cargo, lo que ellos no han solucionado en doce años. ¿Se puede tener más jeta?. Han dejado un ayuntamiento en la ruina, y piden inversiones, cuando apenas hay para pagar la númina de los funcionarios, muchos de ellos distinguidos militantes y votantes del PP. Esa es la desfachatez de una clase política, que necesita cuanto antes hacer acto de presencia en la cola del paro, y no estar de vacaciones en Marbella, porque eso sí, la costa granadina no está a su altura. Ay que larga es ésta vida, que duros estos destierros.

lunes, 15 de agosto de 2016

EL TEATRO DE JUVENTUDES MUSICALES

14-GRUPO DE TEATRO DE JUVENTUDES MUSICALES Tito Ortiz.- Estaba Jaime de Mora y Aragón, en un programa del único canal de televisión en blanco y negro. Tocaba al piano música inolvidable, mientras sucesivas señoritas le mostraban su muñeca derecha, él olía a discreta distancia, e inmediatamente, decía el perfume que la elegante dama llevaba puesto. No falló ni uno, de casi una docena de los que pasaron por su nariz, noble, de alta alcurnia, como correspondía al hermano de la reina de Bélgica, aunque todos sospechábamos, que el rey Balduino haría pocas migas con Jaime, dada su vida alegre, y la contraria del monarca afincado en Motril. En un momento, Don Jaime dejó de tocar el piano, y sin venir a cuento, alabó el arte de Talía, los clásicos de la escena y el buen teatro que se hacía en España. Yo todo lo que sé de teatro, me lo enseñó Antonio Velasco, cuando él dirigía el grupo del Teleclub de Haza Grande. Inaugurábamos entonces la década de los setenta, y Velasco era todo un artista a la hora de burlar la censura de la dictadura, y poner sobre las tablas obras con denuncia, o contenido concienciador, perseguidas entonces por el censor, que tenía su despacho en la delegación del Ministerio de Información y Turismo de Manuel Fraga, en la Plaza de Isabel La Católica, donde también teníamos que llevar los guiones, de todo lo que las emisoras de radio iban a decir ese día, para que dieran el visto bueno, o lo tacharan. Era la libertad de entonces. Yo era por entonces socio de Juventudes Musicales y, el bueno de Dámaso García Alonso, le pidió permiso al presidente, José Luís Kastiyo, para encargarme a mí la misión. Mi experiencia como actor me dictó que lo bueno era ofrecerle la dirección del nuevo grupo teatral a Antonio Velasco. Le organicé una entrevista con Dámaso, y el resultado de la misma fue, que el entonces secretario de Juventudes Musicales, me confió a mí la selección de los componentes, y la dirección de los actores y actrices. Pronto se publicaron las convocatorias en Ideal, Patria y La Hoja del Lunes, lo que ahora modernamente se llama casting, se llevó a cabo en la sede de la asociación musical, en Campillo bajo 32, segunda planta. Estrenamos en el Centro Artístico Literario y Científico. Pusimos de largo el grupo con, Los Árboles Mueren de Pie, de Alejandro Casona. Los sábados y domingos, que cerraba Juventudes, ensayábamos en la peluquería de Pepe Franco, en la calle Damasqueros. Encarnita Pín se encargó de los decorados, Paco, el sobrino de Píter, de los efectos especiales, y vino al estreno para hacer la crítica en Ideal, Pepe Ladrón de Guevara, y para Patria, Emilio Prieto. Después llegaron títulos como, La Camisa, de Lauro Olmo, o Las Mujeres Los Prefieren Pachuchos, de Alfonso Paso. Pronto el grupo se convirtió en una gran familia, de la que incluso salieron algunas parejas. Sensi Contreraz, Concha Barrales, Ricardo José Escudero, Antonio Prieto, o Antonio “El Madriles”, son solo una panojilla de nombres de la veintena larga de componentes, a los que habría que añadir los seguidores como Paco, “El Segovilla”, apodado así por José Antonio Lacárcel, por su virtuosismo con la guitarra clásica. Cuando decidí cambiar de rumbo mi vida y mudarme a San Sebastián, cogió las riendas de la dirección, Alfredo José María Curiel Aróstegui y de La Plata, mucho más curtido que yo en éstas lides, y que le dio un gran impulso a la formación. Alfredo venía del grupo de teatro Popular, que dirigía Manuel de Pinedo, que entonces se dividía entre el banco, la Universidad, y su teatro. Urbano Grandier, Llama un Inspector, La Silla, de Ionesco. Era una delicia verlos ensayar en el Centro Artístico, ellos tenían más nivel que nosotros, y su teatro era más comprometido. Curiel elevó el tono teatral que yo dejé, y llegó a estrenar en el Isabel La Católica, obras inéditas como, Los Pasteles, o El Ovni, de José María Garrido Lopera, que antes de morir, nos dejó la primera parte de su obra, sobre los músicos granadinos, de un valor aún hoy no tasado. Orfer, tiene en su archivo para la posteridad, a través de su objetivo memoria indeleble de todo esto. Entre la dictadura y la democracia, ocurrieron en ésta ciudad, fenómenos como éstos, que después con los vientos nuevos de libertad, la honestidad de las personas impidieron que sacaran partido, a su lucha interna cuando las cosas estaban duras. Muchos con menos méritos – sobre todo democráticos – se alzaron después como adalides de la libertad, y aún hoy comen de eso. Se apuntaron al carro, cuando llevaba ya mucho recorrido. Lo importante es, lo que hicieron todos aquellos, cuando ni siquiera existía el carro. Manuel de Pinedo, su cuñado que tocaba la armónica de maravilla, Alfredo Curiel, José María Garrido Lopera. Que nombres, que historias sin escribir, que granadinos hasta los tuétanos, madre.

sábado, 13 de agosto de 2016

EL AFILADOR

EL AFILADOR Tito Ortiz.- De lejos ya se le oía. El afilador, empujando su bicicleta a mano ya estaba en el barrio. Un dispositivo con correa en el piñón de la rueda de atrás, hacía que una piedra de afilar girara incesantemente, y de inmediato, los cuchichos oxidados, las tijeras que cortaban menos que el palo de una silla, recobraban su brillo y corte. El afilador soplaba una especie de pito flauta, emulando a la andina, pero de plástico, y con un sonar monótono y cansino, avisaba de su presencia, pronto las vecinas voceaban por el patio. ¡niñas que ha llegado el afilador! Todas corrían al cajón de la cocina a sacar el cuchillo mellado, la tijera - estijeras - para muchos, desajustadas, y sin filo. Paraban al hombre desde los balcones, y allí, en la calle, ante la atenta mirada de la chiquillería, el afilador comenzaba su ceremonial de levar la bicicleta del suelo mediante un caballete añadido al cuadro, suspendía la rueda en el aire, y con la correa de material engarzada al piñón, la piedra redonda de afilar, vaciaba lomos, cantos y filos, hasta dejarlas listas para su uso, no sin antes darles varias pasadas por otra piedra manual, previa a la entrega a la vecina, que aportaba dos reales por pieza. Una peseta por cuchillo y tijera. La chiquillería se aproximaba al operario, sedientos de ver aquellas chispas que salían del contacto del metal con la piedra que giraba, para cuya protección, el afilador llevaba un mandil de peto hecho de material grueso, que renegrido por el impacto luminoso, le protegía de aquel fuego diminuto, que a los ojos de los niños, parecían el preludio de unos fuegos artificiales. Cuanto más apretaba la hoja a la piedra, más chispas salían, y así más filo hacía para que luego cortara bien la herramienta. Se podría decir que el afilador se ponía las botas, cuando en lugar de una vecina particular, quién requería sus servicios era un tendero de chacinas o carnicería, porque entonces no eran simplemente la tijera de limpiar el pescado - en casa siempre hubo una dedicada exclusivamente a tal menester - o el cuchillo de pelar las patatas, sino que el tendero le sacaba para afilar, toda una suerte de cuchillos de varios tamaños, de ancho de hoja, incluso el hocino de cortar huesos, con lo cual la factura podría alcanzar la cifra de tres o cuatro pesetas. Todo un jornal, para el humilde artesano afilador. Mi padre, cada vez que el afilador hacía sonar su flauta y se paraba bajo el balcón, juraba en arameo y arrojaba dos vasos de agua a la calle en señal de expulsar la mala suerte, porque argumentaba que la presencia del hunmilde artesano, era sinónimo de mala suerte, una especie de cenizo que traería desgracias inmediatas a la familia y a los alrededores, con un malfario que duraría siete años, lo mismo que si hubieras roto un espejo. Afiladores famosos por su prestigio profesional tuvo Granada, y en aquellos años cincuenta y sesenta, venían hasta de los pueblos, los esquiladores, carniceros, banderilleros, y profesionales del corte, a que sus herramientas de trabajo quedaran como nuevas. Hubo una familia de hermanos de la calle Jesús y María, que con dos establecimientos, se especializaron en afilar los cochillos de lo más granado capitalino y provincial. El Titi, en su minúsculo habitáculo de El Pié de La Torre, a tres zancadas del campanario catedralicio, se convirtió junto a sus hermanos en todo un artista del afilado. La cola junto a su mostrador en el que dos piedras de afilar no paraban en todo el día era famosa. La gente dejuaba sus navajas, cuchillos o tijeras, para afilar, y se iba para hacer sus mandados y volver luego a recoger los instrumentos en perfecto estado de corte, asunto éste que El Titi, demostraba a la concurrencia, dejando pasar la hoja afilada por un canto de papel de periódico, que se abría en dos sin necesidad de ningún esfuerzo. El Titi argumentaba, que después de trabajar una hoja de metal, con ella se podía cortar el aire sin ningún problema. El era un artista del vaciado, reconocido como tal por su fiel clientela, que hacía largas colas junto a la Catedral de Granada, para que él y sólo él, pasara sus cuchillos por la piedra. Co clientela fija de bares y restaurantes de toda Granada, no menos famoso fuel el local de afilar, que la familia mantuvo durante décadas, a las puertas de una vieja pensión que ocupaba el lugar donde hace dos siglos se asentó el periódico, El Defensor de Granada. Ubicado frente al hospital de peregrinos del escudo del Carmen, haciendo esquina en san matías con la calle Jesús y María, donde hoy se encuentra el monumento a Constantino Ruiz Carnero, compañero fusilado en La Guerra incivil por defender la verdad, los acreditados afiladores tuvieron fama y reconocimiento de su trabajo. Recuerdo como muchas mañanas, antes de que abrieran el local, ya eran varias personas las que llegadas sobre todo de la provincia, aguardaban para afilar sus herramientas de trabajo, que dejaban en manos de éstos acreditados profesionales, a los que nadie supo sacar nunca, cual era la procedencia de sus piedras de afilar, ni cual su técnica para tan magistral resultado. En alguna ocasión me comentaron, que sin saberlo, lógicamente, habían afilado una navaja, que horas mas tarde había segado alguna vida, pero esos eran los gajes del oficio. Que la navaja de un pastor para comer en el campo con sus ovejas, a veces se convertía en el instrumento mortal de una disputa, o una reyerta, pero eso no lo podían evitar tan ilustres afiladores, de los que Granada presumió durante muchos años.

viernes, 12 de agosto de 2016

DE TAPEO

DE TAPEO Tito Ortiz.- En la ciudad de la tapa, que es la nuestra, las cosas no empezaron como son ahora. Los inicios fueron duros, hasta que los taberneros se abrieron de mente, y lograron ver que el futuro estaba en acompañar la caña, con algo de picar. Pero hubo quién empezó en ésto con reticencias. En alguna ocasión he escuchado a un cliente decir con normalidad: ¿No tienes otra cosilla de tapa? a lo que el camarero frunciendo el ceño ha espetado: ¡Eso es lo que hay. A comer a tu casa!. Asunto éste muy propio de la malafollá granadina. Lo mismo que ese que se hacía el remolón para ponerte la tapa, hasta que le decías: Hombre, ponte aunque sea unas aceitunillas con gracia. A lo que el camarero respondía: ¿ Y por quén nó, una ración de jamón? con lo cual el asunto se daba por zanjado. Hablo de los tiempos en que los barriles de cerveza Alhambra, era de madera. A trancas y barrancas, el sunto fue tomando cuerpo, y ya encontrábamos al que sin tener que pedírselo, junto a la bebida, te ponía una conchita de aceitunas aliñadas, con su tomillo y su ajo, bocado corriente entonces, y que ahora envasadas en tarrito de cristal, se han convertido en estrellas de las estanterías, de tiendas especializadas de la buena manduca. Tomillo, Romero, pimiento rojo, limón, vinagre, ajo y orégano no deben faltar en ellas. El asunto avanzó y la banderilla irrumpió en los mostradores con auténtica carta de naturaleza. Ese mondadientes, basto como la paja de haba, que llevaba insertada su cebollita, su aceituna y su pepinillo, aparte de cualquier otro vegetal, ya que el vinagre - como el papel - lo admite todo, era ya una tapa respetable. Luego hubo bares que se identificaban por sus tapas. No tenían que ser manjares caros, tenían que tener su personalidad, que casi siempre la imprimía el buen tabernero. Manolo, en su bar de la plaza Aliatar, ponía de tapa unos hermosos caracoles picantes, que te hacían inmediatamente pedir una ración, o media. Estaban para chuparse los dedos. Al fondo de la plaza, El Pañero, ofrecía otros caracoles, con salsa muy distinta, pero igualmente elogiables. Famoso era el caldo de caracoles que don Francisco, con su bata gris, ponía de tapa en su taberna, Bodegas Navarro, en la calle de Elvira. Hoy también se pueden degustar exquisitos en, Los Altramuces, del campo del Príncipe, donde Fernandito, mantiene la buena cocina de su madre, Victoria, y el buen trato de su padre, Fernando, gran pelotero, que heredó de su padre, Manolo, la sapiencia detrás de una barra. Aunque como de tapas que hicieron historia en bares antiguos de Granada va la cosa, éste mismo establecimiento, cuando estaba en el otro lateral de la plaza, instalado en unas viejas escuelas del Realejo, se dió a conocer por poner de tapa, sus famosos "chochos de vieja", para los no versados, simplemente, altramuces. Fresquitos, húmedos y sabrosos. La tapa especial picante hasta enardecer, escondida bajo una pata frita a lo pobre del San Remo, en la calle Puente de Castañeda, hizo furor durante muchos años, a base de gastarle bromas a los amigos, que salían bien escaldados del trance. Los callos, de La Patrona, en el lateral de la basílica de las Angustías, fueron de merecido prestigio provincial, en clara y leal competencia con los de, Los Pinetes, en el callejón de Arjona, que hasta en los años sesenta, con motivo de la visita de un alto mandatario marroquí a la ciudad de Granada, éste se las arregló para despistar a la escolta y de incógnito, se metió entre pecho y espalda, ración y media de callos, con media hogaza de Alfacar y tres vasos de tinto, que salió de allí más contento que unas pascuas, según me contaba el dueño. En las tres emes ( Manuel Muñoz Moya ) de la calle Navas, junto al hostal Roma de mi inolvidable, Manolito, El Tigre, buen pelotero y mejor amigo, te ponían de tapa los más exquisitos chicharrones de cerdo. Sobre la barra de madera de roble, en un papel de estraza, junto al jumilla a granel de la época, el dueño los traía de tres casas más arriba de la calle, donde, La Cueva, vendía todo lo del cerdo, incluída la manteca blanca, para con azúcar, darla de merienda en un canto de pan a los niños, o ponérsela a las botas camperas para conservarlas. En la misma calle, a su entrada por plaza del Carmen, a cinco zancadas y tres pasos, margen izquierdo, mí amigo Pepito el de, Los Diamantes, siendo un niño de los vestidos de ebreo en la procesión de la Borriquilla, ya ponía los mejores boquerones fritos desrraspados de la historia, incluyendo en el periodo, el neolítico. Y en, La Oficina, en la calle, estrechita paralela al Arco de Las Cucharas, con entrada por Mesones y Boteros, sus famosos "cupidos", hiceron las delicias del gremio arbitral granadino. Los cupidos eran filetitos de corazón de pollo, ensartados en un palillos de dientes y a la plancha con el aliño de los pinchitos. Placer de dioses, proclamo.

jueves, 11 de agosto de 2016

LA CASA ÁRABE

LA CASA ÁRABE Tito Ortiz.- En mi barrio del Albayzín, en la calle del Agua, antes de llegar a las cuatro esquinas, esta la calle, Pardo. Una calle o callejón, que va hasta la plaza de Fátima. A los pocos metros de inicar su andadura, a mano izquierda, está la casa árabe. Ya desde la reja se divisa un patio tentador, con todo el artesonado y la verde decoración en la que no falta un pozo. Es el patio que todo hombre ha soñado alguna vez, en tarde de siesta en hamaca y botijo a la mano. Es un rincón hermoso de mi barrio, que en los años setenta disfrutamos con placer. De nazaríes a moriscos, pasando por cristianos, todos en su medida han crontribuído a que ésta joya se haya mantenido en el tiempo. De estancias medianas y pequeñas, conectadas por estrechos pasillos, ésta casa fue bar de copas o discoteca, según se interprete, conservando su aspecto morisco, y sobre todo, su embrujo. Con sólo la publicidad del boca a boca. Su patio de entrada, ya dejaba boquiabiertos a los que la visitaban por primera vez, y no son pocas las fotos que en el se han hecho. Su mudéjar, ganaba en prestancia cuando orgulloso explicabas, que la casa se asentaba sobre restos de la civilización romana, que por cierto, estuvieron aquí antes que ellos. Algo de nuestro pasado que hay que recordar más, porque parece como si la historia de Granada, se justificara exclusivamente al nombrar nuestro pasado musulmán, y Granada es mucho más que eso. Como lo es su amplia riqueza monumental, eclipsada por La Alhambra, Granada es más que el monumento de la colina roja. Pero volviendo al barrio cantaor, y a la casa en cuestión, hay que destacar de aquella época en la que albergaba parejas cariñosas, ante todo la discrección de su personal. Que fueras con la oficial, o no, siempre te saludaban lo mismo, sin tomarse un ápice de confianza. Entonces no era extraño, que a eso de las diez, tu te despidieras del local con tu novia para llevarla a casa, como mandaban las buenas costumbres, y que a eso de las once, ya estuvieras allí, con otra compañía, tal vez más cariñosa. Por eso la discrección era un valor ha tener en cuenta. Allí ningún camarero te iba a decir aquello famoso de: Caballero me parece que antes se ha dejado usted las gafas. Cuando en realidad tu le habías dicho a la acompañante, que era la primera vez que ibas allí. Lo más conseguido del lugar era la iluminación. Escasa y de tonos azules y rojos, de tal manera, que los camareros llevaban una linterna para que en el momento de abonar la consumisión, tu vieras en condiciones el dinero que estabas entregando, y el que te daban de vuelta. A veces la linterna, para que no pareciera un acomodador del cine, era sustituida por un oportuno mechero, llamado modernamente, encendedor. El lugar, de comodidad justa, con cojines de espuma que pronto se calentaban, era propicio para la cercanía cariñosa, que desemboca en el calentón, pero de incomodidad imposible para llegar a mayores, a no ser que las criaturas fueran contorsionistas, con elevado entrenamiento. Mientras ella degustaba el imprescindible san francisco, tu dabas cuenta del cubalibre de Gordons, y como la cosa estaba corta de parné, pues a echar la tarde lo mas acaramelado posible. Claro que si estábamos en verano, la oferta se diversificaba, y había quién optaba por el carmen de Aben Humeya. El lugar frente a la Alhambra, constituye un espacio paradisiáco, que entonces se disfrutaba en sus jardines, pero que en realidad lo que había que hacer era llegar lo más temprano posible, para poder hacerse con uno de los asientos de obra con cojín, situados en la parte superior, a modo de balconada a la gloria. Frente a tí, La Alhambra, Sierra Neveda y el cielo de Granada. No cabe mayor gozo. En aquellos años, cuando la noche entraba en clave de madrugada, los responsables del local, te obsequiaban con una manta camera, de peso y grosor justo, para que aguantar arrebujado con la parienta, los rigores del fresquito de Granada, envueltos en aroma a galán de noche. Maldecías como un poseso, cuando ella decía aquello famoso de ... tenemos que irnos, y en cuanto te levantabas, un racimo de parejas que aguardaban agazapadas en el jardín, salían disparadas como por un resorte a coger tu sitio, que más de un enganchón hubo por asegurar el.. yo lo ví primero. Conatos así se repetían cuando alguno iba al servicio, creyendo que te ibas. Alguien cansado de esperar te escupía a la cara con odio: ¿se marchan ustedes ya?, y cuando decías que no, rechinaban los dientes de ira. Y es que aquel palco a la gloria de carmen de Aben Humeya, estaba más cotizado que una plaza a notarías. Era aquel un Albayzín de músicas adecuadas en volúmen y estilo, de wodka con naranja y gin tonic de Larios, de bajar desde San Cristóbal a plaza Nueva sin temor a que te ocurriera nada, fuera la hora que fuera. Era una Granada, más humana.

miércoles, 10 de agosto de 2016

LOS MASCARONES

LOS MASCARONES Tito Ortiz.- En las cuatro esquinas del Albayzín, tenía Pepe su bar de "Los Mascarones", por estar a tan solo una zancada de la famosa casa, donde el ilustre José de Morá, moró y realizó el Cristo del Silencio. Pedro Soto de Rojas, gloria de nuestras letras escribió allí su Granada, Paraíso Cerrado. Carmen del siglo XVI, era tal la importancia de su enclave, que sirvió incluso para el reparto de aguas al barrio y alrededores. Casa noble construída sobre palacete árabe, se dice que pudo albergar siniestras pinturas bajo la cal de sus paredes, pero de lo que hay constancia es de sus jardines hermosos, con árboles frutales y flores de todas clases, como prototipo ideal de carmen albaycinero. Allá por los años veinte, en tiempos del charlestón, Federico García Lorca, tuvo a bien recuperar la figura de Soto de Rojas, canónigo de la iglesia de El Salvador, nuestro ilustre del siglo de oro, recitando sus poemas en público para general conocimiento de unas gentes que habían olvidado pronto, a tan insigne hombre de letras. Los Mascarones, era un bar que los parroquianos frecuentaban. Pepe, rubio como la cerveza, se mostraba cordial y afectuoso, y departía con la clientela sus alegrías con el Recreativo de Granada, además de ser un buen pelotero. Era tal su magnetismo, que desde Haza Grande, El Sacromonte, o el mismo centro urbano de la ciudad, eran muchos los que se desplazaban hasta su local, para degustar un buen caldo en grata compañía, y no era infrecuente, poder escuchar espontáneamente en el local un buen cante por derecho, no necesariamente de artista consagrado - que también - sino de cualquier lugareño, pues el barrio ha tenido a gala, tener excelentes entendidos y practicantes en el cante hondo, que de vuelta a casa del trabajo, se echaban una copita de vino al gaznate, y soltaban por la boca, gloria bendita del cante grande. eso, hasta que la parienta con los churumbeles de la mano, se acercaba a la puerta sin entrar, y gritaba deseperada: ¡ Manolo! que la comida se te ha quedao helá como la calle. Momento en que el Manolo, avergonzado, daba por concluído el recital, y salía pitando para la casa, con los chiquillos tirándole de los pantalones. Porque las albaycineras han tenido siempre mucho carácter. Quiso Pepe el de los mascarones ensanchar ganancias, y puso en la parte superior del bar, una discoteca. Cosa discreta. Poco espacio anteriormente dedicado a vivienda familiar, tenía las medidas justas para las amistades y conocidos. Sin leteros lumninosos y sin propaganda, Pepe consiguió que los asiduos nos diéramos cita con las parientas. El local, con poca luz y la música a volumen en el que se puede hablar sin desgañitarse, tuvo éxito desde el primer día. Es una pena que esa costumbre del volumen musical se haya perdido, y hoy las discotecas se hayan convertido en lugares exclusivos para sordos. La de Los Mascarones, era un refugio de almas serias, de novias formales, de parejas consolidadas, donde se bailaba agarrado con la música de Valen, Doménico Modugno, Adamo, Sylvie Vartan, o Mireille Mathieu. Todos menos Raphael, al que los hombres le habían declarado la guerra, por el solo hecho de que, era que les gustaba a todas las mujeres. La cena se resolvía ràpido. A tan solo unos metros, pasando por los telares, en Casa Torcuato, se podía degustar una buena raciónn de gloria bendita, y después a llevar a la novia a la casa para estar allí a las diez, como mandaban los cánones, o los suegros, que nunca he sabido quién mandaba más. La tarde del domingo se había echado a la moda y costumbre de entonces, con la naturalidad con la que una pareja de novios se abría una cartilla en la Caja General de Ahorros y Monte de Piedad de Granada, para ir juntando lo necesario para el ajuar y la boda, que llegaría años después, cuando ya sonaban otras músicas, como las de los Ángeles, Los Amis, Los Catinos, o La Charanga del Tío Honorio, sin olvidar a los Beatles de Cádiz.

martes, 9 de agosto de 2016

EL COTO

EL COTO Tito Ortiz.- Llamábamos El Coto, a ese monte alto sobre el Generalife, que va desde el castillo de santa Elena, hasta el inicio del parque de Invierno, o el camino del Llano de La Perdiz, en cuya meseta central, se encuentran las ruinas de Dar-Al-arusa, la casa de la desposada, un lugar oculto a la vista de todos, con el privilegio de una vegetación, que hace del lugar, uno de esos sitios donde disfrutar de la naturaleza, con la paz de los campos, con el sonido del vientecillo rozando con las copas de los pinos, con el aroma a las hierbas naturales, y unas cuevas adyacentes donde guarecerse, si de pronto se presentara la lluvia. Bajando desde aquí en dirección al castillo, existe una vereda que termina encima de la mismísima fuente del Avellano. Pues en éste lugar de privilegio, en éste mirador encantado, en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, los domingos, se reunían un puñado de deportistas y atletas granadinos, casi todos del Albayzín, que durante la mañana aprovechaban para poner a punto sus cuerpos, ya que durante la semana cada uno trabajaba en lo suyo, y era el domingo el único día de descanso que podían dedicar a cultivar su cuerpo. Recuerdo a boxeadores como los hermanos Quintana, que se preparaban de lo lindo. Ellos aparte su trabajo, competían en campeonatos provinciales y regionales, y casi todos los fines de semana luchaban en el ring instalado en el Estadio de La Juventud, o en otros portátiles que se ponían en cines de verano. Iba siempre con ellos otro boxeador de la cuesta de Marañas, que ese había llegado a boxear en campeonatos nacionales. Los boxeadores se ponían a saltar con la cuerda durante mucho rato, después se hacían sombra, que así llamaba a una especie de entrenamiento suave, en el que ponían a punto sus reflejos y resistencia, esquivando sobre todo los golpes del contrario, y luego se hacían unos asaltos, utilizando la alberca del patio central de los restos nazaríes como ring, ya que como restos arqueológicos abandonados a su suerte, las conducciones de agua rotas la habían desecado. Luego estaban los de halterofilia, que esos aparte de correr y hacer flexiones en el suelo como locos, se colgaban de las ramas de los árboles, y se eternizaban subiendo y bajando los brazos. Antonio López Marín, tallista, dorador, pintor y escultor, que había aprendido el oficio en el taller de Javier Castro, en la cuesta Rodrigo del Campo, y su amigo Fernando González, reputado impresor, eran de los mejores. Como era lógico pensar, no se iban a subir desde el Albayzín allí, las pesas para practicar, ya que ninguno tenía coche, por su humilde condición, y los años tan estrechos que eran aquellos. También estaba, el “Muñeco”, apodado así por su estatura, que ese hacía auténticas virguerías. El Muñeco, trabaja a temporadas en buenos circos, y desde equilibrios con una sola mano en el suelo, y su cuerpo en horizontal, a sujetar a uno más grande que él con los pies en alto, pasando por hacer el pino, que así llamaban a andar con las manos con todo el cuerpo erecto como el palo de la bandera, o dar volteretas consecutivas en el aire. Ataba una cuerda entre dos árboles, a buena altura del suelo, y su andar sobre ella era sorprenderte. Verlo entrenar, era todo un espectáculo circense y además, gratis. Tal era el ambiente deportivo de élite en aquellos entrenamientos dominicales, que éramos muchos los que subíamos hasta allí, solo por verlos ponerse en forma. Después seguíamos ruta hasta el Llano de La Perdiz, donde las peñas de Fútbol, tenían sus campos y sus partidos. De entre ellas, destacó siempre la de “Amigos del Llano”. Decenas y decenas de futboleros se daban cita los domingos para competir entre ellos, y el equipo que perdía, invitaba a refresco o cerveza, en un improvisado ambigú, cuyos bártulos acarreaba muy temprano un hombre, a lomos de un borriquillo, para que cuando llegara el descanso o final de los partidos, las criaturas sedientas tuvieran algo fresco que llevarse a la boca, en un lugar donde jamás existió una fuente donde poder hidratarse, o quitarse la tierra después de jugar. En bidones metálicos de combustible cortados por la mitad, el hombre metía las botellas, y sobre ellas esparcía los trozos de una barra de hielo, conservada en un saco, que algo de frío aplacaba a los envases, claro que cuanto más tarde llegaras, menos hielo quedaba, y la temperatura de la bebida, se asemejaba mucho a la del ambiente. Durante muchos años, presumir entre los amigos de haber subido andando hasta el Llano de La perdiz, era sinónimo de buen deportista, de encontrarte en forma, de apostar por una vida sana. Al pasar de los años, se instaló en el lugar un circuito para andar, correr, y unas mesas con bancos para meriendas, pero la carretera de acceso, desde el cementerio está igual que entonces.