lunes, 22 de agosto de 2016
EL FANTASMA DEL ALBAYZÍN
22- EL FANTASMA DEL ALBAYZÍN
Tito Ortiz.-
Antes de hacer yo la primera comunión, corría por el barrio como la pólvora, el comentario de la existencia cierta de un fantasma, que salía por las noches, ya de madrugada, cuya sábana blanca que arrastraba, resplandecía de manera especial en noches de Luna llena. Unos decían que lo habían oído ulular lastimeramente, incluso había quién aseguaraba que arrastraba pesadas cadenas. El caso fue, que como un reguero incesante, la gente fue a hablar con el párroco de san José, el señor Peinado, que como pudo fue calmando a los enloquecidos feligreses, que no habían visto al fantasma, pero que aseguraban que, quién de verdad lo había visto era su vecino al volver de trabajar, una prima de su cuñada que era matrona, y la llamaron de madrugada para asistir a un parto, y hasta un sereno borrachín, que intentó darle alcance, pero que antes de llegar a su altura, quedó sorprendentemente sin respiración, hasta que el fantasma desapareció de su vista, entre callejuelas caracoleantes.
No era la primera vez que mis oídos de niño escuchaban hablar de un fantasma en el Albayzin. Recuerdo haber oído a mi abuela Juana, una noche de crudo invierno, al abrigo de la mesa de camilla, contar como una casa del barrio, era la casa del miedo, desde el tiempo de los musulmanes. Relataba la madre de mi madre, que en la Plaza del Conde, había una casa con hornacina dedicada a la santísima Trinidad, y que por tal motivo debía tener encendida luz perpetua, porque si faltaba la luz, el fantasma la reclamaba a la vecindad, con apariciones, gritos y lamentos. La casa había sido un palacete árabe durante los años de la conquista, y una vez entraron los reyes católicos en Granada, se le concedió a un capitán de sus ejércitos, que la habitó hasta su muerte. Recio militar, hombre solitario, a su cuido había solo una vieja ama, que tras el entierro cerró la casa y entregó las llaves a la autoridad, que tuvo siempre problemas para que alguien la habitara, dado el guirigay que al parecer allí se liaba, a eso del toque de ánimas en la torre de la Vela. Sombras que andaban, puertas y cajones que se abrían, pasos, gritos, de todo se formaba en la casa, que fue tildada como la del miedo. Mi añorado amigo, José Gabriel Díaz Berbel, llegó a vivir en ella. Una noche, cuando le conté la historia, me invitó a pasarla allí con él. La recorrimos habitación por habitación, hasta las claras del día, mientras nos bebíamos una botella de malta de muchísimos años, sin hielo, como es lógico ante elixir de tan alto abolengo. El amanecer nos sorprendió en la plaza Larga, esperando que, El Pasteles abriera para desayunar, y del fantasma, ni rastro.
También hablaba mi abuela de María Tomillo, la del aljibe de La Vieja, que se aparecía después de muerta, cubierta por un velo negro de la cabeza a los pies, para que no le robaran los higos de su huerto, que ya son ganas digo yo, si estaba muerta, ¿qué más le daba?. Pero todo esto de los fantasmas del Albayzín terminó, cuando destinaron al cuartelillo de las cuatro esquinas, al cabo Colomera. Don Antonio no mondaba nísporas. En vista de que las visitas al párroco de san José no acababan con las apariciones, los vecinos ya pusieron el caso en manos de Colomera, que pasado un tiempo y sospechando de qué se podría tratar, un buen día dijo de acabar con las apariciones del fantasma. Una mañana, se atusó el gran bigote, llamó al guardia segundo señor Quintero, a su despacho, y le previno de que a eso de las doce de la noche, estuviera en la puerta, pero vestido de paisano con ropa oscura, para evitar el brillo de correajes y tricornio. También le dijo que diera aviso al sereno, que armado con el chuso, debería acompañarlos. A la hora convenida, con zapatos de goma para no hacer ruído, los tres comenzaron a descender por la calle del Agua, La cuesta de María La Miel, y así hasta llegar a La Cruz Verde, en las cercanías del carmen de La Media Luna. Llegados al punto, el cabo Colomera, los dispuso de tal forma que los tres formaban un triángulo equidistante, repartidos en portales que les permitían ver sin ser vistos, con la prohibición de fumar, para que la luz del pitillo no delatara a nadie. A eso de las tres de la madrugada, cuando la Vela tocaba para el riego en la vega, comenzaron a escuchar como unos alaridos tenues que venían de la Cuesta de san Gregorio, con calma aguardaron a que el fantasma estuviera a su altura, y a la señal convenida, los tres rodearon al ensabanado, que cuando escuchó en el silencio de la noche, como el cabo Colmera, a su espalda, montaba la Star del nueve largo, y se la ponía en la cabeza, no solo dejó de ulular, sino que al instante vieron como en el suelo, aparecían los desechos corporales del fantasma, con profusión de olor pestilente, que tuvieron que soportar, hasta que lo dejaron encerrado en el calabozo del cuartelillo.
El fantasma no dudó en confesar, que hacía aquello para que la calle quedara expedita, y así poder acceder sin ser descubierto, a la casa de cierta dama, con la que yacía con cierta frecuencia. No quería que aquello se supiera porque la mujer era casada, y el también. Colomera, que era conocido por sus decisiones justas, sin necesidad de poner a disposición judicial, lo tuvo tres días sin cambiarse de ropa en el cuartelillo, y cuando ya la peste no podía soportarse en el caserón contiguo a Los Mascarones, le dejó marchar, no sin antes advertirle, que un día si, y otro no, tenía que presentarse en el cuartel, a eso de las cinco de la tarde. Hasta ahí todo hubiera sido casi normal, pero lo que no sabía el fantasma era la segunda parte de su condena. Tuvo que hacerlo durante un mes, y vestido de fantasma.
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