martes, 9 de agosto de 2016
EL COTO
EL COTO
Tito Ortiz.-
Llamábamos El Coto, a ese monte alto sobre el Generalife, que va desde el castillo de santa Elena, hasta el inicio del parque de Invierno, o el camino del Llano de La Perdiz, en cuya meseta central, se encuentran las ruinas de Dar-Al-arusa, la casa de la desposada, un lugar oculto a la vista de todos, con el privilegio de una vegetación, que hace del lugar, uno de esos sitios donde disfrutar de la naturaleza, con la paz de los campos, con el sonido del vientecillo rozando con las copas de los pinos, con el aroma a las hierbas naturales, y unas cuevas adyacentes donde guarecerse, si de pronto se presentara la lluvia. Bajando desde aquí en dirección al castillo, existe una vereda que termina encima de la mismísima fuente del Avellano. Pues en éste lugar de privilegio, en éste mirador encantado, en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, los domingos, se reunían un puñado de deportistas y atletas granadinos, casi todos del Albayzín, que durante la mañana aprovechaban para poner a punto sus cuerpos, ya que durante la semana cada uno trabajaba en lo suyo, y era el domingo el único día de descanso que podían dedicar a cultivar su cuerpo.
Recuerdo a boxeadores como los hermanos Quintana, que se preparaban de lo lindo. Ellos aparte su trabajo, competían en campeonatos provinciales y regionales, y casi todos los fines de semana luchaban en el ring instalado en el Estadio de La Juventud, o en otros portátiles que se ponían en cines de verano. Iba siempre con ellos otro boxeador de la cuesta de Marañas, que ese había llegado a boxear en campeonatos nacionales. Los boxeadores se ponían a saltar con la cuerda durante mucho rato, después se hacían sombra, que así llamaba a una especie de entrenamiento suave, en el que ponían a punto sus reflejos y resistencia, esquivando sobre todo los golpes del contrario, y luego se hacían unos asaltos, utilizando la alberca del patio central de los restos nazaríes como ring, ya que como restos arqueológicos abandonados a su suerte, las conducciones de agua rotas la habían desecado. Luego estaban los de halterofilia, que esos aparte de correr y hacer flexiones en el suelo como locos, se colgaban de las ramas de los árboles, y se eternizaban subiendo y bajando los brazos. Antonio López Marín, tallista, dorador, pintor y escultor, que había aprendido el oficio en el taller de Javier Castro, en la cuesta Rodrigo del Campo, y su amigo Fernando González, reputado impresor, eran de los mejores. Como era lógico pensar, no se iban a subir desde el Albayzín allí, las pesas para practicar, ya que ninguno tenía coche, por su humilde condición, y los años tan estrechos que eran aquellos. También estaba, el “Muñeco”, apodado así por su estatura, que ese hacía auténticas virguerías. El Muñeco, trabaja a temporadas en buenos circos, y desde equilibrios con una sola mano en el suelo, y su cuerpo en horizontal, a sujetar a uno más grande que él con los pies en alto, pasando por hacer el pino, que así llamaban a andar con las manos con todo el cuerpo erecto como el palo de la bandera, o dar volteretas consecutivas en el aire. Ataba una cuerda entre dos árboles, a buena altura del suelo, y su andar sobre ella era sorprenderte. Verlo entrenar, era todo un espectáculo circense y además, gratis. Tal era el ambiente deportivo de élite en aquellos entrenamientos dominicales, que éramos muchos los que subíamos hasta allí, solo por verlos ponerse en forma.
Después seguíamos ruta hasta el Llano de La Perdiz, donde las peñas de Fútbol, tenían sus campos y sus partidos. De entre ellas, destacó siempre la de “Amigos del Llano”. Decenas y decenas de futboleros se daban cita los domingos para competir entre ellos, y el equipo que perdía, invitaba a refresco o cerveza, en un improvisado ambigú, cuyos bártulos acarreaba muy temprano un hombre, a lomos de un borriquillo, para que cuando llegara el descanso o final de los partidos, las criaturas sedientas tuvieran algo fresco que llevarse a la boca, en un lugar donde jamás existió una fuente donde poder hidratarse, o quitarse la tierra después de jugar. En bidones metálicos de combustible cortados por la mitad, el hombre metía las botellas, y sobre ellas esparcía los trozos de una barra de hielo, conservada en un saco, que algo de frío aplacaba a los envases, claro que cuanto más tarde llegaras, menos hielo quedaba, y la temperatura de la bebida, se asemejaba mucho a la del ambiente. Durante muchos años, presumir entre los amigos de haber subido andando hasta el Llano de La perdiz, era sinónimo de buen deportista, de encontrarte en forma, de apostar por una vida sana. Al pasar de los años, se instaló en el lugar un circuito para andar, correr, y unas mesas con bancos para meriendas, pero la carretera de acceso, desde el cementerio está igual que entonces.
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