jueves, 4 de agosto de 2016
ÉSTA BULLA LA ESPERABA YO
ÉSTA BULLA, LA ESPERABA YO
Tito Ortiz.-
Hasta mi casa de La Calderería, en el bajo Albayzín, llegaba el olor inconfundible de las almendras garrapiñadas, que el buen artesano, removía sin parar, en aquel perol de buen cobre sacromontano, realizando la maniobra a la vista de su público, en la misma esquina de los almacenes, La Paz, en la Gran Vía, donde un autómata vestido de botones, metía y sacaba de un cajoncito, el anuncio de los “Créditos La Paz”, mientras sonreía y levantaba y bajaba las cejas. Todos los días no son días de fiesta, decía mi padre. Así que no podía darme una peseta, para bajar a por las garrapiñadas, todo lo más, un par de “perragordas”, tal vez un real, para comprarle al hombre un cartucho de garbanzos tostados, con los que había que tener mucho cuidado para no partirte un diente, si dabas con el que camuflado entre los demás, con el mismo color blanquecino harinoso, no había recibido los rigores del fuego, y por lo tanto, crudo como cuando lo sacaron de la mata, estaba esperando que tú, de improviso, te confiaras en masticarlo, para devolverte la mandíbula a su posición de partida, como tocada por un resorte, con un dolor propio de la visita obligada a Travesí. Los garbanzos tostados sin tostar, eran como los cocos y los chinos de las lentejas, que antes de echarlas en agua para guisarlas al día siguiente, mi madre me obligaba a limpiarlas de todo tipo de bichos y piedras, si es que quería salir a jugar a la calle. Limpiar las espinacas de tierra, poner los caracoles en harina un día entero, para que soltaran todo lo que guardaban en la tripa antes de guisarlos, limpiar con un cepillo la lengua de vaca antes de estofarla, o las patas de cerdo o de borrego, previas a cocerlas en ajo de pollo, eran tareas normales en la cocina de carbón de aquellos años, con todo dentro de aquella perola de porcelana color sangre de toro. Aquella cocina albaycinera de casa de vecinos, con los techos altos, la electricidad a ciento veinticinco voltios, las bombillas de diez vatios, los elevadores de las radios para que no decaiga la tensión, y aquella funda de cretona que mi madre le había hecho al aparato comprado en Molinero Radio, para que no cogiera polvo durante el día cuando estaba apagada. Las espeteras en la pared, con las sartenes de rabo largo, las raseras, las cacerolas, una sartén para las migas, que para que no se pegaran, había que estrenarla con una cocción de paja y vinagre, tras la cual, ya podías guisar chicle, que allí no se pegaba nada. El platero de madera para escurrir, y el botijo comprado a José Carranza, “El Güili”, en el callejón de la plaza, con su tapón hecho a mano de croché, para que no le entraran moscas. Por cierto, que el botijo se había curado con anís, como era preceptivo.
Aunque a mí lo que de verdad me gustaba, eran los garbanzos tostados y recubierto de azúcar de colores distintos, con piquitos, que luego te dejaban las manos manchadas de rojo, azul o verde, y aquellos cucuruchos de papel blanco, con almendras tostadas, que esparcidas por aquella canasta de mimbre recubierta con papel blanco impoluto, el vendedor mantenía calientes mediante un sistema que aportaba una pequeña chimenea de hojalata a la cesta. Aquel pregón tan granaíno de: ... ¡Almendras tostaaahhhhs!, tras una pausa, y sin que nadie se acercara a comprarle, era seguido de otro enfático con alarde de mafollá de la tierra, porque al comprobar que no vendía ni una peseta, el almendrero de chaqueta blanca inmaculada, añadía sentencioso. ¡No, si esta bulla la esperaba yo! Con lo que arrancaba la carcajada de los presentes en la terraza y, viandantes ocasionales sin graduación. En esa Granada de los pregones, no eran menos armoniosos y sincopados los que, ante un cajón de chufas, coronadas con buenos terrones de hielo, de la fábrica, “La Siberia” del Escudo del Carmen, se escuchaban por el Zacatín y Bibarrambla: ¡ Chufas fresquitas !, que dan buena leche a las embarazadaaaaash. Niñas llorar por la chufas. Y por las “papicas de la sierra”, aquellos caramelos rociados de canela, o las pastillas de café con leche, o los piñones, o las avellanas de la fuente, o las exquisitas peladillas, fruto imprescindible para componer el ritual de la boda gitana, pues hay que arrojarlas al paso de los novios, mientras suenan, La Mosca, La Cachucha, y la Arboreá, los cantes del Camino, propios de los esponsales. Es en el ritual amatorio calé, en el único en el que se tira a los cónyuges, almendras recubiertas de azúcar blanco y otros colores, preferentemente, azul y rosa. Que rico. Hasta aquí llega el olor, de esos puestos ambulantes, y el eco de sus pregones. Esa también es Granada… ¿o lo fue?.
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