martes, 16 de agosto de 2016

PATIO DE VECINOS

16-PATIO DE VECINOS Tito Ortiz.- Dos pilar de lavar en un patio de vecinos, para una docena de familias, y un solo retrete para todos, dan para una convivencia, en la que no existen secretos para nadie. Las pilas, como las cuerdas para tender, se repartían por riguroso turno, y el día que llovía y la ropa no se secaba, el retraso en la colada manual con jabón Lagarto, ponía nerviosas a las vecinas. Pero lo mejor, eran las conversaciones durante el lavado de ropa, que lógicamente derivaban en auténticas confidencias, que a veces desconocían hasta las propias familias de las lavanderas. Pero lo mejor, eran los duelos de copla. Una salía con valentía por Marifé de Trina, con – por ejemplo – Torre de Arena, mientras la otra restregaba las sábanas con auténtica saña esperando que acabara, y cuando la intérprete conseguía el óle y los aplausos de la vecindad asomada a las ventanas del patio. La otra hacía un gurruño la ropa, la apartaba del agua con añil, cogía aire, y se arrancaba por Juanita Reina con Madrina, por ejemplo. Más aplausos, más vítores, para que siguieran picadas y no hubiera necesidad de poner la radio. Que magno recital gratuito y a domicilio, con voces de privilegio, sumidas en el anonimato de simples amas de casa, que pudieran pasar por auténticas artistas sin ningún temor. El Albayzín de mi infancia, era así. Alegre, viviendo con más estrecheces que las leyes penales, pero con la alegría en la boca, y la ilusión de un porvenir para los hijos, mayor que el de sus mayores. Qué triste comprobar ahora, que es justo al contrario. Saber que nuestros hijos lo van a pasar peor que nosotros. Era aquel un patio, en el que, Pepe, el hijo de Mariana, que habían llegado de Melilla, cuando ella quedó viuda buscando un futuro para él, cogía su guitarra comprada a plazos, habiendo firmado más letras que un académico, algunas incluso con gastos, comenzaba a deleitarnos con sus canciones de la época. Tangos de Gardel, rancheras de Miguel Aceves Megías, alguna de Ruth y Los Granada, o de Bonet de San Pedro, también de José Guardiola. A Pepe, el de Mariana, se le unió, Manuel Rodríguez, el hijo de Josefina, una gran mujer y vecina ejemplar. El dúo de vecinos avanzaba en su magisterio, y ya se atrevían con serenatas a las muchachas, asunto éste que resolvían con toda solvencia. Pero el patio era también la pista de baile. Los domingos por la tarde, se baldeaba el suelo, se sacaban las sillas de anea, colocándolas junto a la pared encalada, en la que se arracimaban las macetas de geranios y clavellinas, el picú se enchufaba al portalámparas de la única bombilla que iluminaba la estancia, y al ritmo de Los Cinco Latinos, Paul Anka, Marino Marini, o Torcuato y Los Cuatro, vecinos y vecinas bailaban, intercalando algún pasodoble, o alguna canción de Pepe Blanco. Discos de cuarenta y cinco revoluciones, con dos canciones por cada cara, a los que se unían los que regalaba el coñac, Fundador, que interrumpía las canciones a la mitad, para cantar aquello de… está como nunca, el coñac que mejor sabe, Fundador… El patio sufrió pérdidas importantes, cuando La Paca y su marido, Pepe, “El Músico”, se mudaron a Maracena, a la calle del Palo número siete. Eché mucho de menos a sus hijos, Conchita y José Manuel, mis compañeros de juegos. Su vivienda la ocupó, Antonio, “El Chiquitana”, virtuoso del acordeón, que sólo, se bastaba para animar las reuniones, que con cualquier motivo se convertían en celebración, con tan solo poner junto a las pilas de lavar, una tina grande, en la que nos bañaban a los niños, o en la que se tintaba la ropa para cambiarla de color, echándole una damajuana de vino blanco, comprado en la cercana Castañeda, frente a los hospitalicos, dos botellas de casera, unos limones partidos y un cuarto y mitad de azúcar en terrón. Cuando ya estaba todo bien disuelto, movido, pero no revuelto, se le añadían unos trozos de hielo, y con un cucharon, se iban sirviendo los vecinos en los tazones de loza, y a beber y divertirse, a los sones del acordeón. Entre los nuevos vecinos, destacaron por su simpatía, el Paco y La Rosi. Paco vino a Granada desde su Sevilla natal a conocer la Alhambra, pero una noche recaló en El Rey Chico, y se enamoró de Rosó, una canaria escultural del cuerpo de baile. Ella abandonó el espectáculo y se vino a vivir con el Paco a la casa de pasado musulmán convertida en corrala de buena vecindad. Pronto tuvieron un hijo, y el sueldo de mecánico no le daba para regresar a Sevilla, así que su padre, cada mes, en un paquete que él recogía en la Alsina. Se trataba de las piezas de una moto. Cuando al cabo de año y medio, Paco consiguió montar la moto, reunió a todos los vecinos en el patio, para que presenciaran el momento histórico de la pedalada de arranque. Después del aplauso de todos, repartieron besos, cogieron un hatillo en una sábana con las pocas pertenencias, al niño en una toquilla, la Rosi se subió con las dos piernas en un lateral, se puso un pañuelo en la cabeza, y salieron echando chispas para la Sevilla de su marido. Hay quién todavía no ha parado de llorar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario