domingo, 28 de agosto de 2016

MANTILLO PARA LAS MACETAS

MANTILLO PARA LAS MACETAS Tito Ortiz.- Aquel hombre portaba una gran talega a la espalda y un saco no menor en la mano. Su pregón era silple:¡Mantillo para las macetas!. No decía más. Se ponía la mano abierta en un lateral de loa cara, como queriendo alejar más lejos con la voz, y repetía lo de mantillo para las macetas. Las mujeres se somaban a las ventanas, y le decían que parara. Pronto tenía al rededor a media docena que le preguntaban a cerca de, la mejor época para plantar los geranios gitanos, con que frecuencia había que regar las pilistras, si eran de exterior o se podían meter en casa. Si las petunias necesitaban muchos cuidados, o los claveles se podían tener en el balcón. Aquel hombre era una auténtica enciclopedia de las mecetas, no había pregunta que el no supiera, y a la que no añadiera tres o cuatro consejos más, en la misma dirección. Yo cuando oía su pregón, siempre pensaba que, donde llevaría el mantón pequeño para las macetas. Lo de mantillo me sonaba a mantón pequeño, como el de mi abuela, que lo llamaba toquilla, y no se separaba del en todo el invierno. No podía imaginarme que el mantillo dichoso era estiércol, abono que llevaba en el saco, para echarlo a la tierra de las plantas, y que éstas crecieran con mayor brío. Por eso cuando abría la arpillera para echar unos cazos en el cubo que la vecina había bajado, aquello olía a perros muertos, pero ellas decían que cuanto peor era el olor que desprendía, más era su pontencia energética, así que venga mantillo para las mecetas. Aquel hombre vendía también semillas de flores de todas clases, que había que sembrar en la época que él decía y aguardar su brote. En la talega portaba tiestos de barro para macetas, de todos los tamaños, y colores. Unos eran de barro blanco como el botijo de casa, otros de barro colorado como el botijo del vecino, y luego llevaba la estrella de la corona. Solo unos pocos, pero esmaltados con dibujos de Fajalauza, esos eran muy codiciados por las vecinas, pero pocas se podían permitir pagar lo que valían, solo unas cuantas privilegiadas. Con un amocafre que sacaba del saco, les daba lecciones prácticas de como remover la tierra dura de un tiesto, o a que disntancia debían enterrar las semillas para que luego florecieran. Y apara las que querían que el balcón luciera formidable y fuera la envidia de la vecindad, ofrecía un artilugio que permitía no esconder las macetas en el suelo sino auparlas a mayor protagonismo. Vendía una especie de aros de alambre gordo, que no estaban cerrados del todo, y que por su parte distal, los extremos se doblaban hacía abajo como unos cuatro centímetros, los suficientes para que se pudieran ajustar a la baranda, colgar la maceta en el hueco, y que las flores pendieran como banderolas por el artesonado de la balconada. Todo un prodigio de la decoración entonces. Vendía también lo que yo llamaba como pequeñas cebollas o patatillas, pero en realidad eran los cepellones, o los bulbos de algunas flores. A mí me gustaban especialmente los de los nardos, pero había que esperar mucho a que florecieran, dependiendo de la época del año que los plantaras. Con el tiempo, las mujeres fueron aprendiendo mucho de macetas y flores, y cada vez le hacían preguntas más comprometidas al hombre del mantillo. El asunto fue, que por aquel entonces, comenzó a aparecer por la radio y también por la televisión, un cura, que sabía de macetas y flores más que Matusalém. El padre Mundina, tenía el secreto del cultivo de la flor y sus misterios, y los divulgaba en sus programas, con tal poder de convocatoria, que muchas mujeres a la hora de su programa, y como no tenían televisión, se iban a casa de la única vecina del barrio que la tenía, y allí había hasta quién se llevaba un papel y un lápiz para tomar nota de todo lo que decía, Vicente Mundina Balaguer, perteneciente a la Congregación de Hijos de La Sagrada Familia, para el que las flores no tienen secreto. Posiblemente, el padre Mundina, es el primer defensor de la naturaleza que vimos en la televisión, con su amor por las plantas, como Félix Rodríguez de La Fuente, fue el primer divulgador de los animales. El padre Mundina destacaba en la radio y en la televisión por su pedagogía al alcance de todos, de tal manera que su sapiencia, llegaba al mundo en general, por su manera de comunicar el amor a las plantas. Por eso, las vecinas ponían ya en algún aprieto que otro al bueno del vendedor de mantillo a domicilio, que autodidacta en su formación y de lenguaje escueto, sin saberlo, competía ya con la era de la comunicación, que estaba a la vuelta de la esquina.

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