lunes, 1 de agosto de 2016

EL TÍO DEL SACO

5-EL TÍO DEL SACO Tito Ortiz.- Venía de antiguo, a los niños del Albayzín se nos asustaba con que viniera el tío del saco. Luego supe que ese temor no era exclusivo de nuestro barrio. Pero nuestra mente infantil se aterraba nada más pensar que apareciera un tío con un saco a la espalda y que nos metiera dentro, llevándonos muy lejos con un destino fatal. Los terrores nocturnos eran una pesadilla, y el miedo nos paralizaba al pensar que si éramos malos, aparecería un ser extraño que odiaba a los niños y los hacía desaparecer de mil maneras diferentes. Así que no era extraño que si jugando en la calle, donde todos lo hacíamos, aparecía un hombre con un saco al hombro, los gritos y la desbandada era de traca, el pobre lo mismo llevaba leña para su casa, o arena para una obra, pero nosotros armábamos tal escándalo, que algunos se llevaban un buen susto sin venir a cuento. En aquellos años cincuenta, no era extraño ver a hombres con un saco portando cualquier cosa, y que nada tenían que ver con aquel que nuestras madres nos metían el cuerpo en el cuerpo, bien para que no nos alejáramos de la placeta, o para que al anochecer, sin necesidad de vocearnos por el balcón, por nuestra cuenta, diéramos el juego por concluido, y regresáramos a casa sin más dilación. Miguel, era sordo de la guerra, y llevaba un saco al hombro, porque a pesar de haber luchado en el bando de los vencedores, no tenía paga alguna, y con su saco rebuscaba en los basureros, que no eran más que los rincones de las calles donde echábamos la basura y todo lo que hubiera que tirar en la casa, desde muebles, a ropa, pasando por la materia orgánica. Los basureros de Armilla, con sus carros tirados por mulos, venían por la noche y armados de palas, echaban todo y antes de que llegaran, Miguel rebuscaba algo que reciclar, algo que vender en la chatarrería o algo que reutilizar en casa. Miguel vivía con su mujer, Rosario, “La Chata” en una cueva del Sacromonte, hasta que les concedieron una casa en Haza Grande, de esas que tienen la puerta de entrada dividida en dos hojas a la horizontal. Rebuscando en lo que tiraban a la basura los demás, mal vivían, hasta que un día, La Chata se armó de valor, y al pasar por la puerta de Capitanía General de la IX región Militar, se dirigió al centinela de la garita y dijo que quería hablar con el General. Al soldado se le mudó la cara, y al instante llamó al cabo de la Guardia. La Chata insistía a voces en el zaguán, hasta que apareció el suboficial, hasta que la cadena de mandos se completó y la noticia llegó al propio Capitán General, que ante escena tan extraña, decidió recibir de inmediato a Rosario y a Miguel. Cuando entraron escoltados al despacho, el general ya advirtió algo que lo tranquilizó. Miguel se puso firme de inmediato, levantó su brazo derecho reglamentariamente hasta la altura de la sien, levantó la barbilla con la vista perdida en el infinito, y permaneció en el primer tiempo del saludo a un superior, hasta que la chata se puso delante de él para que le leyera los labios, porque por mucho que el general insistía en que descansara, él ni lo oía ni lo veía. El general los invitó a sentarse, despidió a los componentes de la guardia, y La Chata comenzó su relato. Era el año 1939, Miguel, el sordo, entonces no lo era. Defendía la causa nacional de Franco, en las filas de La Legión, cuando en el campo de batalla, su capitán mandó atacar y él como asistente, se encontraba a pocos metros del oficial. De pronto el enemigo abrió fuego, el capitán cayó abatido, y el sordo no dudó en arriesgar su vida, recogiéndolo del campo de batalla, y ocultándolo en el agujero que había dejado en la tierra un mortero. En la acción el sordo recibió disparos en el brazo izquierdo que le arrancaron el cúbito, y la explosión de una mina cercana le reventó los tímpanos, dejándolo sordo de por vida. Mal herido logro llegar hasta el hospital de campaña, donde como pudo se hizo entender, lo curaron y al entender que la guerra había terminado, cogió el petate con sus cosas, y apareció en la cueva del Sacromonte, para dedicarse a la mendicidad de por vida, para darle de comer a sus hijos porque sordo e inválido de un brazo, en ningún sitio lo querían. Cuando el general escuchó esa historia, a los pocos días volvieron a llamar a la Chata. El expediente del caballero legionario había aparecido, aunque al no saber nada de él lo habían dado por muerto. Rápidamente los mandaron a la sastrería Ruiz de Reyes Católicos para que se le hiciera el uniforme de sargento de la legión, y en sesión solemne en el salón del trono, El Capitán General, le impuso a Miguel El sordo, las tres medallas concedidas por su valor. Corrían los años setenta del siglo pasado. Murió La Chata, y el sordo puso en el nicho una foto de los dos, en la que él lucía su uniforme de la Legión y sus medallas. El sordo murió en el hospital militar del campo del Príncipe a los pocos años, con la graduación de Teniente.

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