domingo, 21 de agosto de 2016

EL FONTANERO

19- EL FONTANERO Tito Ortiz.- Una arquilla de herramientas al hombro y un pantalón de peto azul oscuro, era el atuendo de aquel hombre, que cada vez que había un problema con el suministro del agua, aparecía por la casa, dispuesto a darnos agua inmediatamente. Aquellas tuberías de plomo, y aquellos grifos de bronce en "T" para girar y que saliera el gua, daban problemas con mucha frecuencia. Los grifos con el tiempo comenzaban a gotear. Tu cerrabas girando con todas tus fuerzas, pero el grifo se resistía, y entonces comenzaba una escena que no tenía vuelta atrás. Primero eran unas gotas que salían con una frecuencia exacta de reloj, que durante el día eran casi imperceptibles con el trajín de la casa, pero que en el silencio de la noche, se convertían en el repiqueteo de un baterista cansino, que hubiera jurado no dejarte dormir. Aquella gota cadenciosa, que sonaba al respirar del Nautilus, se te metía por las sienes en los cinco sentidos, y no había forma de conciliar el sueño. Si ponías un cacharro debajo del grifo, algo amortiguaba el sonido, pero conforme se iba llenando, la gota de agua ganaba en prestancia y presencia, cambiando de nota de acuerdo con el nivel de agua alcanzado en la vasija. Mi abuela Juana tenía un truco para que sonara menos. Lo que ponía debajo era un paño de la cocina, doblado varias veces, que a modo de sordina amortiguaba la música de forma que pudieras volver a los brazos de Morfeo. Pero conforme pasaban los días, la gota del grifo cerrado, se iba convirtiendo en un chaparrón, hasta que finalmente lo que salía era un hilillo de agua que iba engordando con el paso del tiempo, entonces ya había que llamar al fontanero. Tallón de la calle del Rosario, era un artista. Nada más llegar al fregadero, cortaba la llave de paso para que no cayera más agua. Sacaba un paquete de Peninsulares, se ponía uno en los labios, de la caja de fósforos extraía uno, lo rascaba contra la pared, encendía el pitillo, y ya estaba listo para empezar. Con una llave desenroscaba el grifo dejando sus tripas al aire, y de su interior sacaba algo negrusco y retorcido que tiraba a la basura. De imediato echaba mano a la arquilla, sacaba un trozo de goma grande, que a mí me parecía la suela de unas sandalias, o un trozo de cubierta de coche. Con una tijera especial, cortaba un redondel como el de una moneda de peseta. Con un troquel, le hacía un agujero en el centro como el de las monedas de dos reales, y entonces comenzaban los ajustes. Repaso al orificio, al canto, hasta dejar la goma perfectamente acoplada en el interior del grifo. Volvía a enroscar. Abría y cerraba varias veces apara comprobar que ya no goteaba, y añadía: Ya está la zapatilla lista. Una cosa que yo no comprendí hasta que pasaron muchos años. Que los grifos gastaban zapatillas, no me entraba en la cabeza, y menos que el desgaste por el uso de ésta, era el causante del goteo musical de las noches en vela. Otras veces la llamada a Tallón era más urgente. Lo que salían no eran unas gotas, era un chorro a propulsión, porque la tubería de plomo se había picado. Aquello rozaba la tragedia, porque el caño de agua, daba al traste con todo lo que encontrara a su paso. Mi abuela respiraba cuando la fuga estaba a la vista, porque podía ser peor, que la salida del agua se produjera en un tramo de tubería embutida en la pared, con lo cual, aparte de tener que descubrir la obra hasta llegar al foco, implicaba que después de Tallón, tuviera que venir un albañil a volver a tapar, con lo que el gasto era el doble o el triple. Aquel hombre de pantalón de peto azul oscuro, arquilla al hombro y peninsular en la boca estaba de nuevo en casa. Ya era como de la familia, como el médico de cabecera, o como don Pedro, el farmacéutico de la placeta de san Gil. La ceremonía comenzaba con el cierre de la llave de paso, y una vez localizado el agujerito en la tubería, le pasaba una escofina, para en arrastrando las virutas de plomo, dejar bien a la vista el agujero por donde el agua se fugaba, y librarlo de impurezas. Entonces llegaba la ceremonía que a mí más me llamaba la atención, el encendido de aquel artefacto de color cobre, por cuya bocaha salía una llama azul de gran intensidad y ruido, se traba de el soldador, que incluso llevaba adosada una tuerca para graduar la intensidad de la llama. El fontanero calentaba al rededor de la picadura, y pasaba por la zona una especie de terrón de cera, que nunca supe para que servía. Después sacaba una barrita de estaño, y con gran habilidad y precisión iba tapando el agujero, al tiempo que moldeaba con un papel de periódico, bien doblado y chamuscado por el calor, toda la zona. Cuando la tarea había terminado, la tubería de plomo mostraba en el lugar, una especie de panza rebolonda y alargada a la vez, pero por allí ya no salía el agua. En algún momento, recuerdo que también lo llamamos porque el reterte se había atrancado, y dijo una cosa que a mi me hizo mucha gracia. Que el asunto estaba en el sifón. Yo corrí a la cocina y vi que el sifón que mi padre utilizaba para echarle la soda al vino, estaba intacto. Corrí y le dije que al sifón no le pasaba nada, y la carcajada fue general. Al día de hoy, todavía no lo comprendo, lo mismo que no entiendo, que el hijo de Tallón que le ayudaba en el oficio de fontanero, heredó el taller y no quiso ir a la Universidad. Yo en cambio, si fuí, y al pasar de los años, comprobé que él tenía razón y yo me había equibocado. El conducía un BMW 730, y yo un humilde Ford de gama baja. ¿Me sirvió de algo la Universidad?.

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