jueves, 25 de agosto de 2016

DONDE HABITAN LAS MANOLAS

DONDE HABITAN LAS MANOLA Tito Ortiz.- Salpicadas al tresbolillo por la calle de Elvira, donde habitan las manolas, las que suben a la Alhambra, las tres o las cuatro solas, existían en mi infancia y adolescencia, unas tiendas muy especiales. Colgadas en la puerta que hacía de escaparate, pares de botas militares, reglamentarias del ejército español, junto con las de lona de hacer deporte en la milicia. Racimos de cantimploras, fundas para las ballonetas, llamadas, Tahalí, correajes de gala y de faena, gorras, cascos, petates, camisas, guerreras, de granito para el uniforme de paseo y para el de maniobras. En realidad se podía decir que de allí, si entrabas desnudo, salías vestido de uniforme para la mili, reglamentariamente, incluidos los galones si los tenías y los rombos de las armas a las que petenecías. El mío era una torre. Yo fuí voluntario al servicio porque de ésta forma podías hacer la mili en tu lugar de residencia, y así no perder el trabajo, con el consabido pase de pernocta. El campamento también lo hacías lo más cerca posible, así que yo estuve en el CIR número cinco, compañía 18, del quinto batallón, con el número 318. O sea que me raspé de septiembre a diciembre, en Viator, donde ahora está la legión. Si pasábamos sed, que para afeitarnos, comprábamos en la cantina una Casera. Cuando te enjabonabas con las burbujillas y luego te pasabas la cuchilla, se te quedaba la cara como la de un indio, parecía un pergamino tieso, tal vez por la sacarina de la gaseosa. El agua era un bien preciado en la tierra almeriense, aquel todavía verano de 1971. Juré bandera el 19 de Diciembre, y el 21, un tren que tardó sólo nueve horas, nos trajo a la estación de Andaluces. Formamos en el andén, y en columna de a trés, a paso de maniobra, subimos hasta el cuartel de Ingenieros, junto al Cordoba 10. Me tocó en la compañía de Zapadores, donde pronto hice un curso en el campamento Álvarez Moscoso de El Padul, y me especialicé en explosivos, también me hice tirador selecto, copitiendo en los campeonatos de la novena región militar que se celebraban en Las Conejeras, a las órdenes del Brigada Moya, que nos enseñó todo lo que se tiene que saber sobre cualquier arma que dispare balas. Todos los años quedábamos los segundos, detrás de la legión, que venía de Melilla, pero competíamos casi cuarenta grupos, así que la cosa siempre era de felicitaciones, porque con la legión no había quién pudiera. La noche del 21 de Diciembre, cometí un error de recluta recién llegado al cuartel de los veteranos. Protagonicé el acto de entrar a la cantina, - atestada de perros viejos, con más mili que cascorro- , con la gorra de faena puesta. Fue visto y no visto. Al instante, sentí como una mano por detrás me arrebataba la gorra, cuando me volví, ni rastro de la gorra, ni del listillo que a punto de licenciarse, tenía que entregar toda la ropa, y le faltaba eso, mi gorra. Y claro, el artista no quería pasar por las tiendas de la calle de Elvira a comprársela. ?Para qué?, si había llegado el despistado de Tito Ortiz, con una flamante, recién estrenada. El que si fue a la calle de Elvira al día siguiente fui yo. Siete pesetas me costó una más vieja que la mía, pero que me hacía salir del paso. Por fín entré en una de aquellas tiendas en la que si querías, salías vestido para la guerra a falta de la pistola o el fusil,no tenías más que comprarlo, y de paso, charlé con el dueño, hombre tosco y arisco, que por supuesto no sospechaba que yo fuera aprendiz de periodista en Patria y La Hoja del Lunes, o hiciera mís primeras armas de locutor en la cercana Radio Popular. La venta de todo aquello estaba prohibida. La compra también. Todo era material del Ejército español. Averigué que el compraba las prendas a soldados que ya se habían licenciado, con lo cual creía estar a salvo. Las vendía a otros soldados que las habían perdido o roto, o como era micaso, me la habían robado. Pero denunciar a un superior que te han robado algo durante el servicio militar, era buscarte problemas, porque en el ejército nadie robaba. Las cosas se perdían y san se acabó. Con el tiempo, supe que muchos soldados, sobre todo, los de fuera que no tenían suficiente con los siete duros que nos pagaban cada mes, tangaban prendas a los compañeros en los cuarteles, que luego vendían como suyas en las tiendas de la calle Elvira, y sacaban unas pesetas para tabaco. Lo extraño era, que el cabo furriel hacía inventario de existencias cada pocos meses, y su inventario era modélico, en el almacén del cuartel no faltaba nada. En las compañías se hacía revisión de taquillas por sorpresa, y todos presentábamos nuestro ajuar completo, entonces como estaban las tiendas de la calle Elvira hasta arriba de género. Era un negocio ilegal a ojos de todos, la cosa más incomprensible del mundo, y por la calle Elvira pasaban mandos militares como por cualquier otra, es más, algunos vivían allí. Había varias tiendas que eran como los grandes almacenes del ejército, y eso estaba prohibido. Los electricistas se compraban un tahalí para llevar sus herramientas colgadas de la correa, y aquello era un componente del uniforme militar, que se mostraba con total soltura, a los ojos de todos. Allí entontrabas desde un gorro militar cuartelero de barco, también llamado de plátano, hasta un casco de acero para el frente, y todo era normal. Cuando me licencié, entregué al cabo furriel, todo mi ajuar militar, y además, un correaje especial que en unas maniobras me dieron, para llevar las bombas de mano colgadas en el pecho. Nadie me lo había reclamado en casi dos años que me tiré marcando el caquí. Eso sí, por las tardes iba a mi trabajo, y por las noches, dormía en mí cama. eso no está pagado con nada, cuando hablamos de la mili de aquellos años. Dices tu de mili...

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