sábado, 6 de agosto de 2016
CARAGATO
“CARAGATO”
Tito Ortiz.-
Estaba yo con mi abuela en el gallinero de,“El Canuto”, (Cine Príncipe), hoy salón de copas -al parecer- concurrido. Y extasiados asistíamos al baile incomparable de Fred Astaire y Ginger Rogers, rodeados por el humo de los cigarrillos de los presentes, y por las cáscaras de pipas que se amontonaban en el suelo, cuando no, en la cabeza del de delante. Nosotros degustábamos unas glorias que habíamos comprado antes de entrar, en la pastelería de Manganet, en la calle Molinos. En algo nos teníamos que entretener, mientras el operador que proyectaba la cinta, se disponía a pegarla por donde había cedido, ensordecido por los pitos que desde el patio de butacas le dedicábamos, al ver interrumpida la película y haber tenido que encender la luz de la sala, cosa que era más frecuente, que el ver la cinta del tirón, en éstos cines de reestreno del año de la polka, donde los Martes, por un asunto denominado “fémina”, que aún sigo sin entender, entrábamos dos con una sola entrada. Para maletas, Los Madrileños, y para Bolsos, Pastor. Así rezaba uno de los anuncios proyectados o, en Febrerillo El Loco, compre en Lirola por poco, Los almacenes El Águila, en la esquina de Gran Vía con Cárcel Baja, también se anunciaban en Moviererecord, y entre anuncio y anuncio, aparecía la foto fija del consabido... Visite nuestro selecto ambigú. El “caragato” era acomodador de la sala, y con su linterna, buscaba cuando menos te esperabas, a los novios furtivos dándose un beso, y los echaba a la calle. Pero cuando se malhumoraba de verdad, era cuando en la oscuridad de la proyección, algún chusco le gritaba: ¡Miaaaauuuu!, entonces caragato maldecía en mil idiomas y su linterna se movía con la rapidez de un rayo, o con la misma que los focos antiaéreos, buscaban en el negro cielo de la noche a los bombarderos. Caragato, tenía el oficio de acomodador por la noche, pero durante el día, era un menesteroso dependiente del Frangollo que había en la esquina de la calle Elvira con Cárcel Baja, frente a la puerta trasera del banco de España, por donde entraban periódicamente los camiones escoltados por la Guardia Civil, llenos de billetes hasta arriba. Tenía cuatro pelos en un solo lado de la cabeza, y grotescamente se los peinaba pegados con vaselina, de un lado a otro de la cabeza, al más puro estilo Anasagasti, lo que le daba un aspecto de tocino rancio, no favorecido por vestir aquel guardapolvos gris, lleno de lamparones, pues siempre se manchaba cuando servía el aceite, sacándolo del gran bidón, con aquel émbolo a modo de jeringa manual, que girando en un sentido absorbía el aceite del fondo, depositándolo en el habitáculo de cristal, y dándole hacia el otro lado, lo vertía por un grifo al exterior, dejándolo caer sobre el cacharro que tu hubieras llevado de casa, porque sabido es que el aceite se vendía a granel. Como la colonia y el azúcar en terrón. Caragato en sus ratos libres, se encargaba de que los niños no robaran puñados de garbanzos, de los sacos apostados a la puerta de la tienda, de partir las bacalás por la mitad para ofrecerlas al cliente con todo su grosor a la vista, y de agitar continuamente el mosquero, para que los insectos no se cebaran con la caja de arenques abierta y expuesta a la concurrencia. Caragato, ayuno de sonrisa, y de trato malafollesco, calzaba sandalias de Segarra, y se desplazaba en una bicicleta Orbea, cuya matrícula pendía del cuadro, porque entonces, hasta las bicicletas estaban identificadas, algo que ahora evitaría desmanes de más de un gamberro velocipédico, que circula asustando a los peatones por donde no debe.
Total que ver una película en “El Canuto”, tenía el aliciente añadido de asistir al espectáculo de “Caragato”, en su búsqueda del beso furtivo linterna en mano, y de todos los improperios que recibía de los asistentes amparados en la oscuridad del cine. Otro de los atractivos era salir a la una de la madrugada, y sin perder la acera del cine, frente al Cristo de Los Favores, en el viejo horno de pan, comprar dos buenas saladillas recién hechas, y bajar andando escuchando de lejos un cante furtivo a puerta cerrada, que entre los barrotes de las ventanas de la taberna “El Faquilla”, buscaba ansioso el cielo de Granada, basando su ritmo en el taconeo que del sótano subía a la calle, desde la academia flamenca de las hermanas Romero. Ya estaban puestos los espartos de la peña flamenca del Realejo, con el inolvidable Juan Antonio Rivas, y el fino oído de Arsenio, el de la cafetería Las Flores, junto a José María, el de la esquina del campo, que bebía los vientos por su nieto al escucharlo cantar, y que se nos fue siendo un niño, dejándole todo su entusiasmo por el cante a su hermana, Ana Mochón. Lo que hubiera disfrutado su abuelo viéndola triunfar ahora en los escenarios.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario