martes, 23 de agosto de 2016

CISCO Y TIERRA

23-CISCO Y TIERRA Tito Ortiz.- Cisco y Tierra, aparte de una taberna castiza de mi niñez, en la calle, Lepanto, frente a la Casa de Socorro, donde ponían de tapa los deliciosos, "requetés", o sea, un buen trozo de atún con un pimiento morrón encima, de ahí su nombre por el color de la bóina del uniforme Requeté, son unos combustibles del carbón, que junto con el picón, eran la base de nuestra cocina y la calefacción de invierno, circunscrita a un humilde brasero, con su correspondiente paleta metálica, heredado de padres a hijos, que llevaba con nosotros desde el siglo XIX. Guisábamos en un hornillo fabricado en la cocina, que aliméntábamos con buenos trozos de carbón, que había que encender por la mañana, y esperar a que los tizones soltaran su tizne, para que las cacerolas, no parecieran las calderas de Pedro Gotero. En la misma carbonería de la calle de Elvira, a la espalda del Banco de España, comprábamos también el cisco, la tierra y el picón para el brasero, y con el tiempo, allí también nos vendía el petróleo para la moderna hornilla que compramos cuando pasaron muchos años. Pero había que tener mucho cuidado con el nuevo invento, porque no fueron pocas, las veces que tuvimos que tirar la comida, debido al olor insoportable al nuevo combustible doméstico. La hornilla, llevaba un depósito debajo de la "torsía", una especie de manga, de un tejido resistente, que impregnada por el líquido pestoso, soltaba al prenderla una llama, a veces azul y otras amarilla, difícil de domesticar, pues cuando el recipiente estaba lleno, la llama era generosa, en cambio cuando le quedaba poco, era muy escasa y las comidas tardaban en hacerse una eternidad, más que cuando guisábamos con el carbón. También llevaba una tuerca, que dependiendo para donde le dieras, dejaba fuera, o escondía la malla, y así podías regular también el fuego. Más de una salió ardiendo, ocasionando alguna desgracia entre la vecindad. Por algo la gente le comenzó a llamar, "infernillo". Durante los crudos inviernos de entonces, el brasero era nuestra salvación, y no solo para calentarnos. Nuestro refugio era la mesa de camilla, y bajo ella, metíamos el brasero, cuando ya no soltaba humo, para no atufarnos, y morir calentitos. De mañana, mi abuela había tirado las cenizas del día anterior, y había dispuesto en el receptáculo, a partes iguales, un poco de cisco, otro de tierra, y picón, que no eran sino, triturados del carbón pero de distinto tamaño. En el centro, disponía un castillete de cuatro o cinco carbones más grandes, y bajo ellos, un papel de periódico impregnado en aceite, para que comenzara el fuego. A veces se apagaba, y la ceremonia tenía que comenzar de nuevo, pero mi abuela inventó una chimenea artesana. Sobre los carbones, ponía una lata de mortadela Mina, a la que le había quitado los cierres de los extremos, y aquello hacía un efecto de tiro hacia arriba, que evitaba que el brasero se apagara, y miel sobre hojuelas. Cuando todo estaba listo, el brasero se metía bajo la mesa de camilla, y todos a sentarse. Pero las mujeres se ponían en las piernas, las mangas arrancadas a los jerseys viejos, y de ésta forma, evitaban que les salieran las temidas, "cabrillas", unas manchas en la piel, que estaban muy mal vistas, porque te salían cuando te aproximabas mucho a la candela. Antes de acostarnos, los mayores sacaban el brasero, y lo pasaban por las sábanas de las camas de los niños, para que no nos diera mucha impresión de frío al acostarnos. También servía para secar la ropa, porque bajo el tablero, mi madre había atado unas cuerdas, y allí colgaba la ropa lavada para que se secara. En alguna ocasión aquello le valió tener que volver a lavarla, porque salía tiznada por algún palitroque que se nos había despistado. Cuando el vigor del calor decaía, me mandaban a echarle una "firmica " al brasero. Me enseñaron a que con la paleta, se iban arrimando las brasas, desde los extremos al centro, y de ésta forma el fuego revivía. En aquellas noches gélidas, nos ponían a los menores una bolsa de agua caliente en los pies, bajo las mantas, y así era más llevadero el conciliar el sueño, después de abandonar la mesa de camilla, y llegar por el pasillo al dormitorio. En mi casa se hacían apuestas haber quién se acostaba antes, por el hecho de no cruzar el pasillo hasta la cama. Mi abuela repetía varias veces: ¡Con lo calenticos que estamos aquí, en la mesa camilla, haber quién se acuesta ahora!

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