lunes, 22 de agosto de 2016

MERCERO, QUINCALLERO, BUHONERO...

20-MERCERO, QUINCALLERO, BUHONERO... Tito Ortiz.- Un amplio cajón de poca profundidad colgado del cuello a la altura del ombligo por una buena cinta de material, y todo el género a la vista. Los merceros, quincalleros o buhoneros de mi niñez, se dejaban ver por las calles del centro, y en especial por la plaza de Bibarrambla. Vendían de todo, lo que se veía y lo que no. Mostravan a los paseantes, peines de todos los colores y tamaños, incluso de hueso, como los que tenían los barberos para pelarte. No faltaban en aquellos años las socorridas, Liandreras, para sacarnos de la cabeza lo que más tarde serían piojos. Colonias para las mujeres y los hombres, y brillantina, la precursora de la gomina, para dejarte el pelo alisado y brillante, como si te lo hubiera lamido una vaca. Te ofrecían cuchillas de afeitar marca Sevillana, con o sin acanalar, suaves brochas de crines blancas, y jabón en barra. Betún para los zapatos, cepillos para la ropa y los dientes, o pastillas de jabón Heno de Pravia, (El aroma de mi hogar) Spring Glory, o Lux, el jabón de la estrellas. Mis ojos de niño no daban crédito, a todo lo que aquel hombre podía vender en un cajón colgado de cuello. Llevaba horquillas para el pelo, y las especiales para hacerse el moño. Botones, corchetes, cremalleras de todos los colores y tamaños, medias de cristal con costura y ligueros, o correas de recambio para los relojes de pulsera. Su ritimo era pausado, andaba de un lado a otro de la plaza con sus pregones, y de la solapa de la chaqueta, pendían varias mechas de yesquero, ensartadas todas en un gran imperdible, de los que si querías, también te vendía. Ofrecía piedras para encendedores y recargas de gasolina, que te vertía por una gorda, de un botecito cerrado con un canutillo metálico, que al volcarlo, dejaba salir el chorrito justo de combustible, para empapar el algodón que rodeaba la mecha interior del encendedor. Aunque a mi me gustaba que mi padre me llevara a Castañeda, en la calle de Elvira, frente a los Hospitálicos, porque en la columna primera de la entrada, había una especie de bombona colgada con la ranura de una hucha, que al echarle el dinero, dejaba caer un chorro generoso de gasolina. Me gustaba que mi padre me aupara, para que fuera yo el que metiera la moneda en la ranura, y ver con asombro la ceremonia de la hidratación mecheril, que por cierto, luego había que secar bien y dejarlo un rato sin prender, porque no fueron pocos los que por las prisas, salían con la mano en llamas con el artilujio recién repostado. También llevaban colgadas al cuello, una vistosas tiras de encajes de varios dibujos y anchos, que si eran de tu agrado, te medían con cinta métrica y te llevabas a casa por un precio razonable. Cinturones de caballero y tirantes para los pantalones, completaban el surtido al rededor de la cabeza, como si de un suplemento al escaparate se tratara. Iban y venían de un lado a otro, ofreciendo su mercancia con los pregones adecuados, mientras a su alrededor, circulaban calle arriba y abajo, unos hombres anuncio, que así los llamábamos, porque por el pecho y la espalda, con correas sujetas a los hombros, portaban anuncios de comercios cercanos, carteleras de los cines de estreno, de bicicletas Orbea, o del furos del momento: La Velo Solex, que no era más que una bicicleta algo más robusta, con un motor pequeño adosado a su rueda delantera, a la altura en la que las normales, llevaban la dinamo para encender el faro, y que te permitían no dar a los pedales. Entonces eran al furor del momento. Pero si el cliente era ya conocido y de confianza, el mercero lo apartaba alugar discreto, fuera de la vista de los guardias y los curiosos, y se abría la chaqueta. Aquello ya eran palabras mayores. No es que le estuviera mostrando el tatuaje que se hizo cuando estuvo en la Legión, es que en la parte derecha del interior, había una docena de atractivos relojes, de señora y caballero, recién llegados de Tánger, a los que sólo había que darles cuerda una vez cada 24 horas. Toda una proeza para el momento, al alcance del caballero y la señora, que quisieran presumir con un distinguido reloj, imposible de encontrar en la península, por sus modernas prestaciones, minutero, y alguno hasta con calendario, aunque éstos eran más caros. y ya para rematar y conseguir el toque de distinción total, se abría la parte izquierda de la chaqueta, y en el bolsillo, aparecían la contera brillante de una docena de plumas estilográficas de última generación, con jeringa incorporada para recargar, con un trazo finísimo de la más alta categoria. Ah, y más baratas que en Costales.

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